Los gobiernos de izquierda y la oposición política en América Latina
A lo largo de este año hemos visto varias elecciones presidenciales en nuestra región. En febrero las hubo en Costa Rica y El Salvador, en mayo fue el turno de Panamá, en junio Colombia y en octubre Bolivia, Brasil y Uruguay. De todos estos casos, exceptuando Colombia y Panamá, el triunfo fue para partidos de izquierda que, con mayor o menor afinidad, se sienten parte de una corriente progresista en la región que se inició en 1998, con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela y más especialmente con el triunfo de Lula Da Silva en Brasil el 2002. A estos casos hay que añadir Ecuador, donde resultó reelecto el presidente Rafael Correa el 2013, y Argentina, gobernada desde 2003 por el Frente para la Victoria, liderado actualmente por la presidenta Cristina Fernández, reelecta el 2011.
Se trata de gobiernos que han puesto en el eje de sus plataformas políticas agendas post-neoliberales [1], con un marcado acento en la exclusión de los privilegios y en la redistribución de la renta nacional a través de reformas económicas. Reformas que, en varias instancias, han implicado la nacionalización de recursos naturales o el cambio en las reglas del juego a las que se debe someter la inversión extranjera. En otros casos, se han llevado a cabo enmiendas en temas valóricos, tales como el matrimonio igualitario, leyes que regulan la identidad de género o la legalización de la marihuana en Uruguay. En política exterior, el discurso – aunque no siempre la práctica – ha subrayado avances hacia la integración regional, el fortalecimiento del Mercosur, de UNASUR y CELAC, y ha enfatizado críticas a la OEA, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y a la Alianza del Pacífico, especialmente por el rol directo o indirecto que juega Estados Unidos en éstas últimas.
Sin embargo, existen notorias diferencias entre las izquierdas de la región. Decir esto no es nuevo. Hace años que se escribe sobre las dos corrientes de la izquierda latinoamericana: una mucho más socialdemócrata y renovada, donde bien podría caer la ex-Concertación chilena, el Frente Amplio uruguayo e incluso el Partido de los Trabajadores brasileño y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador. Son izquierdas que en muchos casos, por el trauma de las dictaduras o los costos de la guerra civil, debieron ajustar sus matrices ideológicas y aprender a convivir en sistemas partidarios pluralistas y a veces fragmentados. Dentro de este grupo, aunque por otras razones, cabe también el Partido Acción Ciudadana, del presidente costarricense Luis Guillermo Solís.
A este respecto, es evidente la renovación del Partido Socialista chileno entre el fin del gobierno de la Unidad Popular y su reunificación a principios de los 90. Se trató de un largo y a menudo costoso proceso que los llevo a convivir y gobernar dentro de la misma coalición con aquellos que fueron sus adversarios durante la presidencia de Salvador Allende, la Democracia Cristiana. O, paralelamente, la participación de los antiguos tupamaros uruguayos en la actual coalición oficialista, cuyo más célebre representante es el actual presidente oriental, José Mujica, preso durante quince años y “rehén” de la dictadura. Dilma Rousseff y Lula da Silva también vivieron los avatares de su oposición a la dictadura brasileña, a pesar de sus diferencias sociales.
En la otra cara de la moneda se encuentran los casos de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina y Nicaragua. Países mucho más vinculados a la matriz original de la izquierda latinoamericana, con lazos significativos con la revolución cubana y un discurso más anti imperialista. No obstante, estos mismos casos tienen marcadas diferencias entre sí. En Argentina la influencia peronista es incuestionable, mientras que la fuente indigenista en Bolivia es el elemento determinante del curso político del Movimiento al Socialismo. En Venezuela el vínculo con las fuerzas armadas, con bases en la procedencia militar del movimiento bolivariano revolucionario 200, fundado en 1982 por Hugo Chávez al interior del ejército, marca una de las principales divisiones dentro del gobierno del PSUV. Nicaragua apela al pasado sandinista, cuando a fines de los 70 se convirtió en la última esperanza para expandir la influencia soviética, y especialmente castrista, por la región, en momentos en que la redemocratización daba sus primeros y tímidos pasos en Europa y América Latina.
Sin embargo, y a pesar de las diferencias entre estos casos, existen elementos en común. En Brasil, Chile, Costa Rica, El Salvador y Uruguay existe al menos un partido de oposición lo suficientemente fuerte e institucionalizado como para desafiar al oficialismo en cada elección. En Chile ha sido la UDI y RN. En Uruguay se trata del Partido Nacional, cuyo candidato, Luis Lacalle Pou competirá en segunda vuelta con el expresidente Tabaré Vázquez. En Brasil el PSDB, que encabezó dos gobiernos con Fernando Henrique Cardoso entre 1994 y 2002. En Costa Rica actualmente es el Partido de Liberación Nacional, que perdió las recientes elecciones presidenciales y cuyos dos últimos gobiernos estuvieron presidido por Óscar Arias y Laura Chinchilla, ambos con un marcado discurso conservador y neoliberal. En El Salvador el ARENA siempre se ha mantenido fuerte, especialmente en la capital San Salvador, cuyo alcalde, Normán Quijano, fue candidato presidencial por ese partido, derrotado por Salvador Sánchez Cerén, del FMLN.
En el caso de otros países, el triunfo de la izquierda no significó sólo un cambio rutinario de gobierno, sino que fue el resultado de profundas crisis políticas que mostraron las debilidades del sistema de partidos y la evidente exclusión social que se producía. En consecuencia, los nuevos partidos de izquierda no llegaron sólo con una agenda reformista, sino que debieron también enfrentar la debilidad de las instituciones políticas. El declive del punto-fijismo venezolano y el fracaso del gobierno de Rafael Caldera por generar una nueva institucionalidad llevaron a que la alternativa para el año 1998 fuese Hugo Chávez. La crisis argentina de 2001 provocó tal debacle que Néstor Kirchner fue electo con solo el 22% de los votos y el radicalismo, actor central de la política argentina durante todo el siglo XX, no ha vuelto a ser una alternativa presidencial suficientemente desafiante; con ello, el sistema ha avanzado hacia una desnacionalización creciente. En Ecuador, luego de varios años de inestabilidad política y económica, Rafael Correa fue capaz de proponer una alternativa el año 2007. En Bolivia el fenómeno fue similar.
Los caminos desde entonces, sin embargo, han sido divergentes. Los presidentes Correa y Morales han podido darle estabilidad a países donde la tónica era ver gobiernos débiles, asediados por movimientos opositores o asonadas militares. Han aprovechado un escenario económico internacional favorable para generar programas de redistribución de renta, beneficiando directamente a sus bases electorales. Mientras, el caso venezolano es distinto. La élite tradicional, desalojada del poder en 1998 y con una Constitución en contra, fue incapaz de comprender el nuevo escenario institucional y se valió de una serie de ardides – inútiles y hasta contraproducentes – para intentar terminar con el gobierno del presidente Chávez. Los programas sociales venezolanos y sus resultados son incuestionables, pero una serie de errores y un afán por profundizar el proceso revolucionario, especialmente en los primeros años de esta década, han llevado a las estructuras económicas al límite de su capacidad. Esto en un país rentista cuya capacidad para producir bienes es prácticamente nula y debe valerse de las divisas del petróleo para importar casi la totalidad de lo que consume. Venezuela, a diferencia de Ecuador o Bolivia, era un país relativamente estable – aunque excluyente – hasta fines de los 80.
Las oposiciones actuales en Ecuador, Bolivia y Venezuela se estructuraban sobre la base de poseer el poder y distribuir la renta del Estado mediantes redes clientelares. Pero llegada la hora de realizar una serie de reformas estructurales, sus cimientos débiles cedieron antes los altísimos costos que debieron enfrentar aquellos que por muchos años habían estado excluidos. Una vez derrotadas, fueron incapaces de reconstruirse de una forma suficientemente sólida para convertirse en alternativas de gobierno, con redes políticas autónomas del Estado. Máxime cuando en la memoria de la opinión pública los opositores a Correa, Maduro y Morales tuvieron que salir en situaciones, por decir lo menos, caóticas.
En Brasil, El Salvador, Uruguay y Chile, el escenario es diametralmente diferente, lo que marca una pauta de relaciones distinta entre los partidos oficialistas y la oposición política. Los resultados de las elecciones resultan mucho más estrechos, se definen usualmente en segunda vuelta y los partidos derrotados por la izquierda no desaparecieron ni se dispersaron, lo que les permitió seguir actuando como actores políticos importantes y representando a amplios sectores de la población. Eso lleva a que el resultado de las elecciones se vuelva incierto y las mayorías estrechas tiendan a moderar el debate político y el alcance de las agendas reformistas. Por otro lado, lo que suceda en Costa Rica está por verse. El Partido de Acción Ciudadana es nuevo, pero considerando la larga tradición democrática costarricense, es presumible que la relación entre oposición y oficialismo se mantenga dentro de canales institucionales similares a los que se han dado durante las últimas décadas; sin grandes sobresaltos, en un país caracterizado por su estabilidad.
Quizás excepciones a este análisis sean Paraguay y Perú. El primero pues la clase política tradicional se afianzó durante la larga dictadura de Stroessner, y el segundo pues – con excepción del APRA y sus visos populistas – nunca se han consolidado partidos políticos programáticamente cohesionados. En Centroamérica, Guatemala y Panamá también son casos especiales, pues no se ha generado una oposición de izquierda fuerte. Honduras es otro caso particular, pues el derrocamiento violento del presidente Manuel Zelaya en 2009 trajo a la memoria latinoamericana la intervención militar y abortó un proceso de reformas sociales que, probablemente, habría acercado a Honduras a la esfera venezolana. Con todo, Centroamérica se ve frente a un escenario de violencia importante que amenaza las bases del Estado.
El largo conflicto con las FARC y la presencia del narcotráfico en Colombia también han condicionado el proceso político, sobre todo hasta el gobierno del presidente Uribe. Finalmente, México merece un análisis cuidadoso. El sistema de partidos se abrió solo después de la elección de 1988 con una serie de reformas que permitieron la competencia política y redujeron la capacidad del PRI para intervenir en los resultados. Con la llegada del PAN el año 2000 se inició un camino lento de transición democrática. Sin embargo, la izquierda representada por el PRD no ha llegado al poder y la situación de violencia y corrupción permanente parecen darle razón a Carlos Fuentes en su novelaLa Silla del Águila [2]. Enrique Peña Nieto tiene la responsabilidad de huir de los fantasmas del PRI y de la historia que lo asedian: ni Fox ni Calderón cargaban con la herencia del partido de la dictadura perfecta.
En definitiva, la relación entre los partidos en el gobierno y la oposición marca un rasgo distintivo de los gobiernos de izquierda en América Latina. Allí donde la oposición se ha visto debilitada o ha perdido su capacidad organizacional y representativa, los gobiernos han avanzado en profundas reformas institucionales y políticas. El caso más claro es el de Venezuela, donde la clase política derrotada se dispersó completamente, fragmentando el sistema de partido e intentando derrocar al presidente por vías no institucionales, especialmente durante los años 2002 y 2003. En Ecuador, pero particularmente en Bolivia, la oposición ha jugado un rol más equilibrado, pero tampoco ha podido generar un desafío claro a los gobiernos de Correa y Morales. El primero obtuvo su reelección en 2013 con más del 57% de los votos y el segundo supero el 60% en las elecciones del pasado 12 de octubre. El lado opuesto lo muestran los casos de Brasil, Uruguay y El Salvador, con oposiciones organizacionalmente más robustas, con una capacidad representativa sólida y con redes políticas más extensas. Si bien en estos casos se han generado reformas post-neoliberales y políticas sociales de amplio alcance, la oposición ha jugado un rol moderador del debate político y ha seguido representando intereses de sectores importantes de la población.
La oposición no es una variable residual de la democracia. El comportamiento y la organización de los partidos opositores son tan relevantes como aquellos que ocupan el gobierno y la relación entre ambos es importante para evaluar la calidad de la democracia. Cuando la oposición se muestra incompetente para fundar sus bases sociales y para representar a la población y, en particular, a sus electores en un marco democrático, genera ventajas que los partidos oficialistas pueden aprovechar y que en el largo plazo, pueden ser dañinas para el proceso político y la democracia representativa. Es lo que ha pasado en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Una oposición autónoma del Estado, de derecha o de izquierda, genera los incentivos para una convivencia sana entre los actores políticos, pues como dice Przeworski, la democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones, pero para que pierdan es fundamental una oposición desafiante, sólida y programática que sea una alternativa real de gobernabilidad y representación.
Notas al pie
- [1] Las agendas de políticas públicas de los gobiernos de izquierda en América Latina después de las reformas estructurales de los años 90 se ha estudiado bastante. Véase por ejemplo: Panizza, Francisco (2009) Contemporary Latin America: development and democracy beyond the Washington Consensus. Zed Books Ltd. Londres; Grugel, Jean y Riggirozzi, Pía (2009) Governance after neoliberalism in Latin America. Palgrave Macmillan, Nueva York; Huber, Evelyne y Stephens, John (2012) Democracy and the left. Social policy and inequality in Latin America. The University of Chicago Press, Chicago.
- [2] La novela de Carlos Fuentes es una visión futurista de México, en el año 2020, en la que el PRI no ha sido derrotado y enfrenta un escenario interno y externo adverso, con protestas sociales, huelgas y violencia, mientras se acerca el rito de la sucesión presidencial: el dedazo. El PRI sigue dominado por las instituciones y práctica que lo mantuvieron en el poder durante el siglo XX y configuraron el sistema hegemónico al que Mario Vargas Llosa denominó la dictadura perfecta. La novela está publicada por editorial Alfaguara.
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