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¿Qué significa ser “revolucionario”?

¿Qué significa ser “revolucionario”?
"Que ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse."

Gabriel García Márquez

Esta es, quizá, la pregunta más difícil de responder de todo el ideario socialista. En un sentido, dar la respuesta desde las consignas es bastante simple: quien cumple con ciertas indicaciones de manual puede ser considerado un revolucionario. En esa línea, está claro que es “revolucionario” aquel que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con la igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos que la realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún partido de izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado revolucionario (una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de ciertos músicos -Alí Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez-, la lectura de ciertos autores -García Márquez, Bertold Brecht- o alguna determinada manera de vestir: zapatillas Nike no, pero sandalias de cuero sí, etc.), nada de eso es garantía definitiva. Además -es una cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo esto- no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada revolucionarias en el seno de las organizaciones proclamadas revolucionarias. Pareciera que, de momento al menos, todos los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el poder, el sentirse más que otro, la exclusión en infinidad de formas, la mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una organización de izquierda.

Quizá en un sentido habría que comenzar por decir, para darle visos de realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a nivel individual, es en sí mismo un revolucionario. Nadie lo es, y para que nos quedemos tranquilos, nadie puede serlo en esencia. Las revoluciones (que son siempre complejísimos procesos con diversas aristas: políticas, sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos, nos trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos acorde con un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir quién, cuándo y cómo comienza a ser “revolucionario”.

¿Quién es un verdadero revolucionario? Así formulada, la pregunta no deja de tener una pesada carga moralista, casi religiosa, que prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en los principios de la revolución para llegar a ser un verdadero revolucionario? ¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que garantizan que uno se gradúa de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese decálogo? Si uno no toma Coca-Cola pero escucha Michael Jackson o Shakira es medianamente revolucionario…, pero si no toma Coca-Cola y además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario. Puede parecer grotesco, pero sabemos que estos valores, esta forma de entender el mundo, muchas veces (¿siempre?) así funcionan en el campo de la izquierda.

En buena medida el ámbito de lo que entendemos por revolucionario se ha ido forjando de esta manera, como un abierto desafío -casi rebelde en muchos casos- a los valores consagrados de la sociedad capitalista. Si lo “normal” es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo revolucionario es no tomarla. Pero aunque grotesco en algunos casos, de eso se trata una revolución: de romper los moldes, de cambiar todo, de poner en marcha algo nuevo. Lo cual, como todo proceso nuevo, no está libre de exageraciones, abusos, manierismos.

Y ahí radica justamente el problema: ¿hasta dónde, cómo, de qué manera se da ese cambio? Revolución socialista es, en definitiva, el proyecto del más grandioso cambio en la civilización a través de la historia. Se trata de la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la propiedad privada, y por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un mundo de valores totalmente novedoso: se terminarían las jerarquías, ya nadie sería superior a nadie, nadie miraría desde arriba a otro. Pero sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una hermosa petición de principios, y no más. No queremos decir que todo ese ideario sea como las estrellas: “inalcanzables, aunque marquen el camino”. La utopía social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las ideas de cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades estén en perpetuo movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable que la aspiración de la revolución socialista -que en el pasado siglo apenas dio sus primeros y balbuceantes pasos- es el afianzamiento de ese espíritu revolucionario, trasformador, rebelde, productivamente irrespetuoso. Espíritu que, para autoafirmarse, necesita de ciertos íconos culturales: de ahí que hay una “manera de vestir” revolucionaria, una pose revolucionaria, un folklore revolucionario. Aunque, claro está -y como en toda construcción humana- no faltan los excesos absurdos, los planteamientos más formales que cargados de contenido, los fanatismos incluso. Consideremos esta paradoja: Lenin vestía con camisas de seda, y alguna vez interrogado de por qué lo hacía, su respuesta fue “yo lucho para que todos puedan usar camisas de seda.” ¿Era o no un revolucionario este ruso conductor de la revolución bolchevique?

Una vez más, entonces: ¿existe efectivamente un tal espíritu revolucionario? ¿Podemos cada uno de los seres individuales que nos comprometemos con estos principios de transformación social, ser en verdad “revolucionarios”? ¿Se trata de no tomar Coca-Cola, escuchar la Nova Trova cubana o no faltar a ninguna marcha chavista en Venezuela para ser un revolucionario? ¿Se trata de cumplir con íconos, con seguir un pretendido manual, o es otra cosa? ¿Cuándo se tiene la certeza de ser un revolucionario? ¿Quién la da?

Ernesto Guevara, según lo que podemos leer en su diario personal, calificaba a sus compañeros de célula estando enmontañados en las selvas bolivianas, determinando sus conductas revolucionarias. Dado que eso lo hacía el legendario, mítico “Che”, nada agregamos al hecho; pero si la calificación la hace el jefe de personal para ver el compromiso de cada trabajador con la empresa evaluando quién es “más” colaborador, seguramente ponemos el grito en el cielo. ¿Está alguien autorizado por “más” revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el perfil de luchador social? ¿O hay ahí, aún a riesgo de cuestionar ese ícono intocable que es la figura del “guerrillero heroico”, una asignatura pendiente con la nueva ética que la revolución pretende instaurar? ¿Era Ernesto Guevara más revolucionario que sus compañeros de lucha? ¿Se puede medir lo revolucionario de una persona? Pero el Che fumaba, y así lo vemos en todas sus fotos. ¿No es ese un patrón de consumo capitalista? ¿No es eso un producto cancerígeno que debemos eliminar de una buena vez por todas? ¿Cómo podríamos fotografiarnos fumando? ¿Y no abandonó a su familia en Cuba para irse a luchar al Africa? ¿Es ese un mensaje revolucionario o fomenta la paternidad irresponsable? Una vez más: ¿cuándo y cómo se gradúa uno de revolucionario? ¿Quién otorga el diploma?

Probablemente en todo esto arrastramos en la izquierda un prejuicio moralista, que quizá es muy difícil -o imposible- desechar, pero que debe ser considerado: las revoluciones implican monumentales cambios en las relaciones económico-sociales y políticas, pero las transformaciones subjetivas son infinitamente más lentas, dificultosas, tortuosas. Hay ahí un límite infranqueable que ningún manual puede superar. Aunque pareciera -ahí está el prejuicio ¿o ilusión?- que un decálogo para la acción sí pudiera dar el camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre son bienvenidos los libros sagrados. ¿Y qué diría ese decálogo: se debe o no usar camisas de seda? ¿Se debe o no fumar? ¿Está bien abandonar a los hijos para ir a trabajar por la revolución en otro país? ¿Y qué hacemos con un camarada que escucha Shakira? ¿Y si alguien toma Coca-Cola? Complejo, ¿verdad?

Esto no significa que no sea posible el cambio; obviamente no. Si no fuera posible, las sociedades humanas jamás hubieran evolucionado, y justamente la historia es una interminable sucesión de cambios, de mejoramientos en la situación cotidiana. Pero los cambios profundos en la subjetividad son más lentos, muchísimo más lentos de lo que pretenderíamos. Valga decirlo con este ejemplo: en el momento de la anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la Segunda Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los campos de concentración. Pero sí fue condenado al destierro. En el momento de abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco tiempo después moriría, dijo con ácida mordacidad: “en la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy día queman mis libros. No hay dudas que como especie hemos progresado.”

Los cambios revolucionarios, o más simplemente: los cambios culturales en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos. Rusia, después de décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión Soviética presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece más que exacto?: “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. A mucha gente de la izquierda española ya de alguna edad… le sigue gustando las corridas de toros. Obviamente la revolución es más que la toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué es ser un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos sumarnos y alentar? ¿Un revolucionario “de verdad” qué debe hacer en relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios “de verdad”? ¿Quién los designa?

Las primeras experiencias socialistas del siglo XX deben ser muy hondamente estudiadas para no repetir los mismos errores. No quedan dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo fracasaron; fueron los primeros intentos, sólo eso. La historia no ha terminado. Algo que debe ser abordado con la más profunda actitud autocrítica es el tema de lo subjetivo y la nueva cultura, la nueva ética que se forjó. Es bastante significativo que en distintas latitudes donde asistimos a estos experimentos de nuevas sociedades se repitió un mismo molde: los “revolucionarios” de arriba fijaron las pautas que la masa “no-revolucionaria” debió seguir. En otros términos: siguió habiendo arribas y abajos. Si alguien puede calificar, poner notas, decir quién es “más” y quién es “menos”… ¿no se ratifica entonces que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”?

Los distintos procesos socialistas conocidos de momento, en mayor o menor grado dieron respuestas positivas a los problemas básicos de las sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida, terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a los históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió siendo débil aún la modificación de los principios y valores culturales del día a día. Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en Rusia, reaparecieron con sorprendente velocidad valores capitalistas, individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados décadas atrás. Y algo similar sucedió en China con la reintroducción de mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la mañana una nueva casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores del consumismo occidental. Y lo curioso: todo eso se dio fundamentalmente en cuadros de los respectivos partidos comunistas. Lo cual abre una vez más la pregunta de qué significa ser revolucionario. ¿No lo eran todos estos militantes rusos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética conclusión que los revolucionarios verdaderos son sólo los líderes de estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No es, entonces, demasiado estrecho el concepto de “revolucionario”? Porque estos grandes personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara, o Hugo Chávez, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano, de a pie, el sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes muy pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas socialistas y milita activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue los acontecimientos por la televisión…luego de ver el juego de fútbol.

Lo cual no debe avergonzar a nadie: esa es la normalidad habitual. La gran mayoría de la gente pasa su vida en la búsqueda de la sobrevivencia económica y no se interesa mayormente por cuestiones políticas. Al menos, así ha sido hasta ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces, sólo los que pueden llegar a tomar parte activa en la historia? ¿No son las masas las que hacen la historia? ¿Y en qué medida se es más revolucionario: cuánto más se milita, cuánto más se compromete en la estructura de un partido político, cuanto más uno se eleva en la calificación que podría otorgarle el Che por acciones heroicas? Entre esa gran masa que prefiere -por una sumatoria de motivos- acompañar los acontecimientos un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no hay revolucionarios entonces? En el recién creado Partido Socialista Unido de Venezuela, de los casi seis millones de inscriptos como aspirantes a militantes sólo un millón y medio participa en las discusiones de base en las asambleas populares. ¿No son revolucionarios todos aquellos que no llegan a esas reuniones?

Quizá se filtra en esta concepción del partido de vanguardia y del revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual, iluminista por último, solidario de la racionalidad europea en que nace el marxismo, y que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales y de ideario socialista: el revolucionario es siempre alguien que está adelante, alguien que está más allá que el común de la gente (y por eso puede calificar a sus seguidores). Si así lo aceptamos -y es lo que ha venido haciendo la izquierda por largos años con todos los partidos ¿revolucionarios? que creó, siempre como organizaciones de cuadros con estructuras verticales, jerárquicas, partidos de iluminados que iluminan a la masa más “atrasada” (la alegoría platónica de la caverna sigue viva después de dos milenios y medio…)- si así entendemos la idea de “revolucionario”, dejamos muy por lo bajo la potencialidad del pueblo.

Tal vez es cierto que los grandes cambios sociales, las cataclísmicas transformaciones que implica un proceso como la construcción de una nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes conductores. Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la revolución cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la venezolana sin Chávez? Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión -que no abordaremos aquí, pero que sin dudas es una asignatura pendiente de importancia capital- sobre por qué se repite siempre ese fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la garantía de grandes figuras?

¿No pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, en un determinado momento histórico, los pueblos se tornan revolucionarios, se desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego vuelven a su calma conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir eternamente en actitud revolucionaria; las sociedades requieren de cierta estabilidad rutinaria para mantenerse. Las revoluciones son momentos puntuales, grandes quiebres que rompen la cotidianeidad con las que se da un paso delante de no retorno. Lo que nos lleva a pensar: ¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras más, palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es lo que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos largos años de lucha. Pero, ¿y dónde queda entonces el poder popular?

El común de la gente en su gran mayoría, todos los días, no vive en actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En qué consistiría eso? ¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen? ¿No hacerle caso a los valores que promueven los medios masivos de comunicación? ¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa? ¿Debería dejar de tomar Coca-Cola? ¿No escuchar Shakira? Una vez más entonces: ¿qué significa ser revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria si se usa una camisa de seda, si se fuma o se toma Coca-Cola? ¿Sí o no? ¿Cuándo se empieza a dejar de ser revolucionario: si se usa ropa Nike? ¿Dónde está ese límite?

El problema, ya lo dijimos, es endemoniadamente difícil, porque no se trata sólo de ir a una concentración política masiva con la pancarta del caso y con eso tener asegurado el estatuto de “revolucionario”. Por otro lado, esa imagen de militante absoluto que no come Mc Donald’s ni toma Coca-Cola no es una garantía total de “pureza” revolucionaria, de cambios sin retorno, porque a veces, conseguido algún cargo de dirección (en alguna organización popular, en la administración política del Estado, etc. -la historia nos lo enseña con demasiada frecuencia-) los ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación militante por las características distintivas del ejercicio del poder tal como hasta ahora lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta de autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del “estar arriba”. ¿La revolución es hacerle el boicot a las marcas transnacionales? Si es más que eso, si es un cambio profundo en la forma de ser, habrá que tomarlo con mucha paciencia. “Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo”, enseñaba Sun Tsu hace más de dos milenios.

No debemos dejar de recordar que muchas veces grandes cuadros militantes en su intimidad son tremendamente machistas, homofóbicos, incluso racistas. Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto de vista político no implica forzosamente la superación de todas las lacras culturales ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro lado, ¿por qué habría de implicarlo?) Y además, no todos los que se comprometen con una causa política van a ser militantes inquebrantables según el modelo guevarista. ¿Acaso es posible que un ser humano común y corriente -como somos la absoluta mayoría- viva en ese mundo un tanto artificial de estar militando activamente todo el día? Quienes se comprometen con el trabajo político revolucionario en general son grupos minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que encabezan las reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores quienes activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando, pero no es la que toma la iniciativa. ¿No es revolucionaria entonces? Así planteadas las cosas, no hay salida. No debemos quedarnos con la limitada idea -moralista en definitiva- de ver quién es “buen” revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo ayuda a ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que está abajo.

Si algo nuevo puede aportar el socialismo, básicamente es el generar una nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando la idea de abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia civilizatoria, nadie -tampoco los que puedan ser considerados “revolucionarios”, o “más” revolucionarios- escapan a estas matrices culturales: las nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen siendo dominantes. La apuesta es poder desarticular esas formaciones. ¿Cuánto tiempo tomará? No se sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni fácil. La misma noción de “revolucionario”, quizá sin proponérselo, está haciendo una alusión a “esclarecido” y “no-esclarecido” (¿arriba y abajo?)

Y si de algo se trata en esta titánica y fabulosa tarea que es inventar una sociedad nueva a la que llamamos socialismo, es poder llegar a tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como dijo Gabriel García Márquez, “ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse.” 

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