¿QUÉ ES EL VALOR? ¿QUÉ SIGNIFICA LA CRISIS?
Norbert Trenkle
(A partir de una conferencia sostenida el 24 de junio de 1998 en la Universidad de Viena)
El asunto al que me voy a referir es muy amplio. Se extiende desde el plano más elemental de la teoría del valor o, más bien, de la crítica del valor (es decir, desde el plano de las categorías fundamentales de la sociedad productora de mercancías: trabajo, valor, mercancía, dinero) al plano donde estas categorías fundamentales se manifiestan objetivadas y fetichistas, como hechos aparentemente “naturales” y “necesidades objetivas”. En este plano (el plano del precio, el beneficio, sueldo, circulación, etc.) se manifiestan abierta y simultáneamente las contradicciones internas de la sociedad de mercancías moderna; allí se pone en claro su última imposibilidad histórica: en la forma de la crisis. Está claro que sólo podré hacer una aproximación esquemática en el tiempo que se me ha concedido, pero espero conseguir poner en claro las ideas esenciales.
Para establecer un punto de partida me gustaría empezar con una categoría que se entiende por lo común como una condición absolutamente obvia de la existencia humana: el “trabajo”. Esta categoría no se problematiza, por lo general, en todo el Capital de Marx y se introduce en éste como una característica antropológica válida en toda sociedad y en todo momento. “Cómo escultor de los valores de cambio”, escribe Marx, “como trabajo eficiente, el trabajo es, por ello, una condición existencial de los hombres independiente de todas las formas sociales, una necesidad natural eterna para facilitar el intercambio entre hombre y naturaleza, es decir, la vida humana” (MEW 23, 57).
La categoría de “trabajo” en Marx no es, sin duda, tan poco problemática como parece en esta cita. En otros lugares, sobre todo en los llamados escritos de juventud, replican tonos mucho más críticos. En su manuscrito, publicado por primera vez en los años setenta, sobre la crítica al economista nacional Friedrich List habla incluso explícitamente de la superación del trabajo como condición previa de la emancipación. Allí escribe: “el ‘trabajo’ es, atendiendo a su esencia, la actividad no libre, inhumana, asocial, condicionada por la propiedad privada y creadora de propiedad privada. La superación de la propiedad privada se convertirá en realidad cuando se entienda como superación del trabajo…” (Marx, 1972, p. 436). También en el Capital se encuentran pasajes que recuerdan a esa opinión de juventud. Pero no voy a intentar aquí analizar las ambivalencias del pensamiento de Marx en relación al “trabajo” (véase, por ejemplo, Kurz, 1995), sino que querría llegar directamente a la cuestión de qué conlleva esta categoría. ¿Es el “trabajo” efectivamente una constante antropológica? ¿Podemos hacer de ella como tal punto de partida no problemático de un análisis de la sociedad de mercancías? Mi respuesta es un no rotundo.
Marx distingue entre trabajo concreto y abstracto y lo denomina el doble carácter específico de la sociedad productora de mercancías. De esta manera, insinúa (y dice explícitamente) que en el plano de esa duplicación o doblez tiene lugar un proceso de abstracción. El trabajo abstracto es abstracto en tanto que prescinde de las propiedades y particularidades materiales concretas de la actividad específica correspondiente, como, por ejemplo, trabajo de costura, de carpintería, de carnicería, y se reduce a un tercero común. Pero Marx (y el marxismo no ha desarrollado una conciencia del problema en este plano) no se fija en que el trabajo ya es una abstracción como tal. Y no una mera abstracción del pensamiento, como “árbol”, “animal” o “planta”, sino una abstracción real impuesta históricamente y socialmente poderosa que subyuga a la gente bajo su autoridad.
Abstraer significa literalmente separar o restar de una cosa. ¿En qué sentido es el trabajo una abstracción, es decir, una separación de algo? Lo específico socio-históricamente en el trabajo no es, obviamente, que se produzcan cosas en general y que se instituyan las más distintas actividades sociales. Eso lo tiene que hacer de hecho cada sociedad. Lo específico es la forma en que tal cosa sucede en la sociedad capitalista. En esta forma es esencial ante todo que el trabajo sea una esfera segregada, separada de otro contexto social. El que trabaja sólo trabaja y no hace nada más. Descansar, divertirse, alimentar sus intereses, amar, etc. tiene que pasar fuera del trabajo o, como poco, no puede influir en prejuicio de los procesos de función completamente racionalizados. Por supuesto, esto nunca sale bien del todo, porque nunca se ha podido, pese a siglos de adiestramiento, hacer de las personas máquinas. Pero aquí se trata de un principio estructural que nunca se da empíricamente con absoluta pureza; aunque, como poco en Europa central, el proceso empírico del trabajo corresponde generosamente ese espantoso tipo ideal. Por esta razón, es decir, por la exclusión de todo momento de no-trabajo de la esfera del trabajo, la imposición histórica del trabajo va de la mano de la configuración de otras esferas sociales separadas en cada una de las cuales se destierran los momentos separados; esferas que obtienen también un carácter exclusivo (literalmente en sentido de exclusión, es decir, separación): tiempo libre, privacidad, cultura, política, religión, etc.
Condición estructural esencial para ese desdoblamiento del contexto social son las relaciones modernas de género con sus prescripciones jerárquicas-dicotómicas de masculinidad y feminidad. La esfera del trabajo cae claramente en el reino de la “masculinidad”, a lo que se remiten las demandas subjetivas que se plantean: racionalidad abstracta respecto a fines, objetividad, pensamiento formal, capacidad de competencia, etc., demandas que, por supuesto, también cuentan para las mujeres que “quieren llegar a ser algo” profesionalmente. Ese reino de la masculinidad sólo puede existir, estructuralmente, ante el contrafondo del reino separado y situado inferiormente de la feminidad, en el que el hombre trabajador siempre se puede regenerar porque un ama de casa fiel se ocupa de su bienestar corporal y emocional. Este contexto estructural que la ideología burguesa ha idealizado y romantificado desde hace tanto tiempo (en innumerables alabanzas pomposas del ama de casa y madre amante y dispuesta a sacrificarse), lo ha analizado y documentado la investigación feminista de los últimos 30 años más que suficientemente. Gracias a esto, es posible sostener sin más la tesis de que el trabajo y las relaciones de género modernas, jerárquicas, están ligadas inseparablemente. Ambos son principios estructurales fundamentales del orden social burgués-orientado a la mercancía.
No puedo entrar en más detalles sobre este contexto, ya que el tema de mi ponencia son las mediaciones específicas y las contradicciones internas dentro del reino del trabajo, la mercancía y el valor histórico-estructuralmente ocupados por la masculinidad. Voy a volver a esto. Más arriba he señalado que el trabajo como forma específica de la sociedad de mercancías es ya de per se abstracto, porque constituye una esfera separada, apartada del contexto social restante. Y, como tal, sólo existe allí donde la producción de mercancías ya se ha convertido en una forma determinada de la socialización; es decir, en el capitalismo, donde la actividad humana en la forma de trabajo sólo sirve al fin de valorizar el valor.
La gente, sin embargo, no se introduce en la esfera del trabajo voluntariamente. Lo hacen porque han sido separados en un proceso largo y sangriento de los medios más elementales de producción y existencia y ya sólo pueden sobrevivir en tanto que se vendan temporalmente o, dicho más precisamente, en tanto que vendan su energía vital por un fin tan externo e indiferente como la mano de obra. Por ello, el trabajo significa para ellos, principalmente, una resta elemental de energía vital y es también, desde este punto de vista, una abstracción altamente real. Sólo por eso funciona la igualdad: trabajo = sufrir, tal y como conllevaba el significado originario del verbo laborare.
Finalmente, sin embargo, domina la abstracción en la esfera del trabajo también en la forma de un régimen temporal específico, a saber, abstracto-lineal y homogéneo. Lo que cuenta es lo objetivamente medible, es decir, los tiempos separados de la percepción, el sentido y la vivencia subjetivos de los individuos trabajadores. El capital los ha alquilado para un periodo de tiempo definido con precisión y, en ese periodo de tiempo tienen que producir el máximo output de mercancías o servicios. Cada minuto que no empleen en ello es, desde el punto de vista del comprador de la mercancía mano de obra, una pérdida. Cada minuto es valioso y tiene, por tanto, el mismo precio, en tanto que representa, en sentido literal, valor potencial.
Históricamente, la imposición del régimen temporal abstracto-lineal y homogéneo representa una de las rupturas más agudas con todos los órdenes sociales pre capitalistas. Como se sabe, hicieron falta muchos siglos de coacción manifiesta y uso abierto de la violencia hasta que las masas interiorizaron esta forma de referencia temporal y ya no les importase entrar todos los días puntualmente en la fábrica o en la oficina, dejar su vida en la puerta de entrada y someterse durante un fragmento de tiempo exactamente preestablecido al ritmo uniforme del transcurso de la producción y la función. Ya sólo este hecho conocido muestra lo poco obvia que es la actividad social impuesta bajo el nombre de trabajo.
Si, entonces, el trabajo no es tal constante antropológica, sino que es él mismo una abstracción (en cualquier caso, una abstracción con un alto grado de poder social), ¿qué conlleva, entonces, el doble carácter del trabajo representado en las mercancías que Marx analiza y que forma el fundamento de su teoría del valor? Como se sabe, Marx establece que el trabajo productor de mercancías tiene dos partes: una concreta y la otra abstracta. Como trabajo concreto es productor de valores de uso, produce, entonces, cosas provechosas. Como trabajo abstracto, por el contrario, es el gasto de trabajo, es decir, de trabajo más allá de cualquier determinación cualitativa. Como tal, constituye el valor representado en las mercancías. Pero, ¿qué queda más allá de toda determinación cualitativa? Lo único que tienen en común todas las clases diferentes de trabajos cuando se las resta su parte material-concreta, está completamente claro, es ser formas diferentes de gasto de tiempo de trabajo abstracto. El trabajo abstracto es, por tanto, la reducción de todos los trabajos productores de mercancías a ese denominador común. Los hace comparables y, por ello, intercambiables en tanto que los reduce a una cantidad puramente abstracta, concretizada de tiempo transcurrido. Como tal se conforma la sustancia del valor.
Casi todos los teóricos marxistas han interpretado esta determinación conceptual tan y tan poco obvia como definición plana de un hecho antropológico y cuasi natural y, como tal, la han repetido sin meditar. Nunca han entendido por qué Marx se ha esforzado tanto con el primer capítulo del capital (que reescribió varias veces) y por qué, supuestamente sin necesidad, volvió tan confuso mediante un lenguaje hegeliano un estado de cosas aparentemente tan claro. Al marxismo el trabajo le parecía tan obvio, como obvio le parecía también que el valor se produce en sentido literal, igual que el pandero hace pan, y que en el valor se almacena el tiempo de trabajo pasado como trabajo muerto. También en el mismo Marx sigue sin estar claro que el trabajo abstracto mismo presupone lógica e históricamente el trabajo como forma específica de actividad social; que, entonces, es la abstracción de una abstracción; o, dicho de otra forma, que la reducción de una actividad a unidades de tiempo homogéneas presupone la existencia de una medida abstracta de tiempo que domina la esfera del trabajo como tal. A un agricultor medieval, por ejemplo, nunca se le hubiese ocurrido medir en horas y minutos la siega de sus campos y no porque no tuviese un reloj, sino porque esa actividad quedaba absorbida por su contexto vital y una abstracción temporal no hubiese tenido sentido.
Aunque Marx no aclare suficientemente la relación entre trabajo como tal y trabajo abstracto, no deja dudas sobre la absoluta demencia de una sociedad en la que la actividad humana, es decir, un proceso vital, se coagula en una forma objetiva y, como tal, se constituya como poder social dominante. Marx ironiza con la idea común de que esto sea un hecho natural cuando, por ejemplo, señala frente a la teoría del valor positivista de la economía política clásica: “hasta ahora ningún químico ha descubierto el valor de cambio en perlas y diamantes” (MEW 23, p. 98). Cuando Marx demuestra que el trabajo abstracto compone la sustancia del valor y, por ello, la cantidad del valor se define por la media de tiempo de trabajo gastado, entonces no está cayendo, de ninguna manera, en el punto de vista psicologicista o naturalista de la economía clásica, como afirma el ponente Michael Heinrich en su libro Die Wissenschaft von Wert. Como la mejor parte del pensamiento burgués desde la Ilustración, la economía clásica entiende las relaciones burguesas hasta cierto punto, pero sólo para declararlas, sin haberlo pensado, “orden natural”. Marx critica esta ideologización de las relaciones dominantes en tanto que las descifra como reflejo fetichista de una realidad fetichista. Muestra que el valor y el trabajo abstracto no son meras fantasías que sólo haya que sacarse de la cabeza. Más bien se enfrentan, bajo las condiciones del sistema del trabajo y de la producción moderna de mercancías que siempre se ha presupuesto y que constituye su pensamiento y su acción, a sus productos de facto como manifestaciones de tiempo objetivado abstracto de trabajo como si fuesen una autoridad natural. Sus propias condiciones sociales se han vuelto para la burguesía una “segunda naturaleza”, como Marx dice acertadamente. Esto conforma el carácter fetichista del valor, la mercancía y el trabajo.
Alfred Sohn-Rethel ha creado el concepto de la abstracción real para esa forma absurda de la abstracción. Con él se refiere al proceso de abstracción que no se lleva a cabo en la conciencia de la gente como proceso de pensamiento, sino que se presupone a su pensar y actuar como estructura a priori de la síntesis social y los determina. Para Sohn-Rethel, la abstracción real es, en cualquier caso, idéntica a acto de cambio; por tanto, domina allí donde la mercancía entra en juego en el contexto de función del mercado. Sólo aquí, según su argumentación, se iguala lo desigual, se reducen cosas cualitativamente distintas a un tercero común: al valor, o valor de cambio. ¿En qué radica este tercero común? Si las distintas mercancías se reducen a un denominador común en el valor o valor de cambio como manifestaciones de tamaño distinto de cantidad abstracta, habrá que poder establecer cuál es el contenido de este valor ominoso y cuál es su medida. Sohn-Rethel no da esas respuestas. Y esto radica, no en último lugar, en su concepto reducido, casi hasta se pude decir que mecánico, del contexto de la sociedad de mercancías.
Después la esfera del trabajo aparenta ser un ámbito presocial, en la que fabricantes privados producen sus productos aun completamente ajenos a toda forma social concreta. Sólo después los lanzan como mercancías en la esfera de la circulación, donde después se abstraen en el intercambio de sus particularidades materiales (e indirectamente, de esta forma, del trabajo concreto gastado en ellos) y, así, se convierten en portadores de valor. Pero este punto de vista, que separa las esferas de la producción y la circulación y las opone externamente se equivoca del todo con las condiciones internas del sistema productor de mercancías de la modernidad. Sohn-Rethel equivoca sistemáticamente dos puntos de vista del examen: en primer lugar, la sucesión temporal necesaria de la producción y venta de las mercancías particulares. Y, en segundo lugar, la unidad lógica y real-social de los procesos de valoración y de cambio siempre presupuesta a este transcurso particular.
Me gustaría entrar en más detalles respecto a esto, ya que este punto de vista no es, en absoluto, exclusivo de Sohn-Rethel, sino que, por el contrario, está extendido en distintas versiones. También en el libro mencionado de Michael Heinrich (1991) se encuentra a cada paso. Heinrich afirma (por citar sólo un ejemplo) que, los objetos de mercancía “sólo obtienen su objetividad de valor dentro del cambio” y continua de la siguiente manera: “aislado, examinado en sí mismo, el objeto de mercancía no es mercancía, sino un mero producto” (Heinrich 1991, p. 173). Heinrich, sin embargo, no saca las mismas conclusiones teóricas que Sohn-Rethel de estas o otras afirmaciones semejantes, pero subyacen a la lógica de su argumentación. Sólo mediante construcciones teóricas auxiliares poco convincentes (en esencia mediante la separación radical de forma de valor y sustancia de valor), puede esquivarlas (véase Heinrich 1991, p. 187, así como Kritik von Backhaus/Reichelt 1995).
Obviamente, los productos no se producen en el proceso de producción capitalista como cosas útiles inofensivas que acaban sólo a posteriori en el mercado, sino que todo proceso de producción está orientado de entrada a la valorización del capital y organizado en consecuencia. Es decir, los productos se fabrican ya en la forma fetichista del valor, sólo tienen que cumplir una función: representar el tiempo de trabajo usado en la producción en la forma de valor. La esfera de la circulación, del mercado, no está, por tanto, únicamente al servicio del intercambio de mercancías, sino que es más bien el lugar donde se lleva a cabo o, en todo caso, se tendría que llevar a cabo, el valor representado por los productos. Para que esto pueda suceder (como condición necesaria, aunque no suficiente) las mercancías tienen que ser también objetos de uso, aunque objetos de uso sólo para compradores potenciales. La parte material-concreta de la mercancía, es decir, el valor de uso, no es el sentido ni el fin de la producción, sino sólo, en cierta medida, su efecto secundario. Desde el punto de vista de la valorización se podría buenamente y con ganas prescindir de él (y, en cierta forma, lo hace, en tanto que se fabrican masivamente cosas completamente absurdas, u otras que se desgastan en poco tiempo), pero el valor no sale adelante sin un portador material. Ya que nadie compra “tiempo de trabajo muerto” como tal, sino sólo cuando éste se presenta como un objeto que adjudique al comprador algún uso.
Por ello, la parte concreta del trabajo no deja de estar influida, de ninguna manera, de la forma presupuesta de la socialización. Si el trabajo abstracto es la abstracción de una abstracción, entonces el trabajo concreto sólo representa la paradoja de la parte concreta de una abstracción (a saber, de la forma de abstracción “trabajo”). “Concreto” es sólo en el sentido estrecho y obtuso de que diferentes mercancías exigen materialmente procesos de producción distintos: un coche se fabrica de manera diferente que una aspirina o la mina de un lápiz. Pero estos procesos de producción se comportan técnica y organizativamente respecto al fin presupuesto de la valorización de cualquier manera menos neutralmente. No necesito extenderme mucho en explicar como funciona el proceso de producción capitalista desde este punto de vista: se organiza única y exclusivamente según la máxima de producir la mayor cantidad posible de productos en la menor cantidad posible de tiempo. Esto se llama eficiencia empresarial. La parte concreta-material del trabajo no es, por tanto, otra cosa que la figura real en la que el dictado del tiempo del trabajo abstracto hace frente a los trabajadores y los subyuga bajo su ritmo.
Por lo tanto, es correcto afirmar que las mercancías producidas en el sistema del trabajo abstracto ya representan valor antes de haber entrado en la esfera de la circulación. Forma parte de la lógica del asunto que la realización del valor puede salir mal, es decir, las mercancías pueden ser invendibles o colocarse muy por debajo de su valor, pero esto se refiere a un ámbito completamente distinto del asunto. Puesto que para que un producto entre en el proceso de circulación, se tiene que encontrar ya en la forma fetichista del objeto de valor; y, ya que como tal no es otra cosa que la representación de trabajo abstracto pasado (y eso significa siempre también de tiempo de trabajo abstracto pasado), le pertenece siempre también una determinada cantidad de valor. Puesto que como forma pura sin sustancia (es decir, sin trabajo abstracto) el valor no puede existir sin entrar en crisis y, en última instancia, sin acabar cercenado.
La cantidad de valor de una mercancía no queda definida, como es sabido, por el tiempo de trabajo empleado directamente en su fabricación individual, sino por la media social de tiempo de trabajo necesario. Esta media, por su parte, no es una cantidad fija, sino que cambia junto a nivel válido en cada caso de la fuerza de producción (es decir, la tendencia secular rebaja el tiempo de trabajo necesario por mercancía y, de esa manera, la cantidad de valor representada con él). Como unidad de medida del valor siempre se presupone, sin embargo, cada proceso de producción particular y lo gobierna como un dictador inexorable. Un producto, entonces, sólo representa una cantidad determinada de valor en tanto que lo pueda demostrar ante la tribuna de la masa de productividad social. Si en una empresa se trabaja de forma poco productiva, sus productos no representan, obviamente, más valor que aquellos que se fabrican bajo las condiciones sociales medias. Esa empresa tiene, por tanto, que elevar su productividad a la larga o desaparecer del mercado.
Resulta un poco confuso en este contexto que la objetividad del valor y la cantidad de valor no se presenten en productos particulares, sino sólo en el intercambio de mercancías; es decir, sólo cuando entra en relación directa con otros productos de trabajo abstracto. El valor de una mercancía se presenta entonces en la otra mercancía. Por ejemplo, se puede expresar el valor de 10 huevos en 2 kilos de harina. En la producción de mercancías desarrollada (y es de la que se trata aquí), el lugar de esa otra mercancía es ocupado por un equivalente general: el dinero, en tanto que expresa el valor de todas las mercancías y funciona como unidad de medida social. Decir que el valor en forma de valor de cambio aparece sólo en el ámbito de la circulación, da por supuesto el punto de vista de no surge aquí, como opinan Sohn-Rethel y otros teóricos del intercambio, así como todos los defensores de la teoría subjetiva del valor; el punto de vista, por tanto, de que hay una diferencia entre la esencia del valor y sus formas de darse.
La teoría subjetiva del valor que, en su empirismo vulgar, se queda estancado en la apariencia de circulación, siempre ha descalificado a la teoría del valor del trabajo como metafísica, una objeción que ha vuelto a encontrar coyuntura con la nueva tendencia posmoderna. Sin quererlo, divulga algunas cosas sobre el carácter fetichista de la sociedad productora de mercancías. Cuando las relaciones sociales objetivadas se erigen en poder ciego sobre la gente: ¿qué es sino metafísica encarnada? La teoría subjetiva del valor y, también, el positivismo marxista se apoyan en el hecho de que no se puede atrapar empíricamente al valor a toda costa. Puesto que de hecho ni se puede refiltrar la sustancia de trabajo de las mercancías, ni es posible deducir los valores de la mercancía del ámbito de la aparición empírica (es decir, del ámbito de los precios) de forma consistente. ¿Dónde está, entonces, el valor ominoso?, preguntan nuestros positivistas, sólo para desechar inmediatamente toda la cuestión. Ya que los que no sea empíricamente tangible y medible, no existe en su concepción del mundo.
Esta crítica sólo afecta, sin embargo, a una versión cruda y también positivista de la teoría del valor del trabajo, como es, en cualquier caso, propio de la mayor parte del marxismo. Puesto que se refiere positivamente siempre en doble sentido a la categoría del valor: en primer lugar, como ya he mencionado, se considera el valor, en efecto, como un hecho natural o antropológico. Parece, por tanto, completamente obvio que se pueda conservar el trabajo pasado o tiempo de trabajo pasado en los productos como si fuera una cosa. Como poco, habría que poder dar una prueba contable de como se obtiene del valor de una mercancía su precio derivado de éste. Y, en segundo lugar, sería consecuente intentar dirigir la producción social con ayuda de esta categoría entendida positivamente. La principal objeción al capitalismo consistía, por tanto, en que en el mercado se ocultan los “valores reales” de los productos y no se les daba importancia. En el socialismo, por el contrario, según una conocida sentencia de Engels, es fácil sacar la cuenta exacta de cuantas horas de trabajo “se han echado” en una tonelada de trigo o de hierro.
Ese era el programa fundamental, condenado a fracasar, de todo el socialismo real y, de forma diluida, de la socialdemocracia, que fue planeada por auténticas legiones de economistas políticos y acompañado de una forma más o menos crítica-constructiva. Y estaba condenada al fracaso porque el valor es una categoría no-empírica, cuya esencia no se puede atrapar, sino que se impone como objeto fetichista por la espalda de la gente que actúa y les impone sus leyes ciegas. Es, sin embargo, una contradicción en sí misma querer dirigir conscientemente una condición inconsciente. Por esa razón, no se podía evitar el castigo histórico por el intento.
Cuando digo que el valor no es una categoría empírica, ¿estoy diciendo que no tiene ninguna relevancia para la evolución económica real? Claro que no. Significa que el valor no se puede atrapar como tal, sino que tiene que pasar por distintos planos de mediación antes de presentarse como una forma transformada en la superficie económica. Lo que Marx consigue en el Capital es mostrar el contexto lógico y estructural de esos planos de mediación. Muestra como las categorías de la superficie económica, como precio, beneficio, sueldo, interés, etc. se deducen de la categoría del valor y de su dinámica interna de movimiento y, por ello, también se puede estudiar analíticamente. Pero de ninguna manera cae en la ilusión de que sea posible calcular empíricamente en cada caso, como exigen la teoría de economía política y el marxismo armado de positivismo (sin poder haber dado nunca una solución a tal exigencia). Pero esto no es un defecto de la teoría del valor, sino que sólo indica la falta de conciencia de estos procesos. Marx no tuvo nunca la intención de formular una teoría positiva que fuese adecuada como instrumento político-económico. Su deseo era demostrar la demencia, las contradicciones internas y, por ello, la imposibilidad última de la sociedad basada en el valor. Por esta razón su teoría del valor es, en esencia, una crítica del valor (no es casual que su obra principal lleve el subtítulo de Crítica de la economía política) y, a la vez, fundamentalmente, una teoría de crisis.
La fundamentación empírica de la crítica del valor es general y de la teoría de crisis en particular no puede dar cuenta de la lógica interna del asunto según una matematización exacta en forma cuasi-científica. Allí donde se instaura esa medida metodológica a priori, como, por ejemplo, en el famoso debate de la transformación del valor en precio del marxismo académico, el concepto de valor y el contexto general que constituye está equivocado en lo fundamental. Es cierto que la crítica del valor y la teoría de crisis se pueden fundamentar empíricamente, pero el método tiene que dar cuenta de las mediaciones internas y de las contradicciones. Sólo puedo señalar someramente que significa esto. Tomemos como ejemplo el hecho esencial de la teoría de crisis de que el capital desde los años setenta ha alcanzado, mediante la expulsión mundial y absoluta de mano de obra de su proceso de valorización, los límites históricos de su fuerza de expansión y, de esa forma, su capacidad de existencia. Dicho de otra forma: que la producción de mercancías moderna ha entrado en un proceso de crisis fundamental, que sólo puede desembocar en su final.
Este hecho, naturalmente, no se basa en una deducción puramente lógico-conceptual, sino que se obtiene de la ratificación teórica y empírica de las transformaciones estructurales del sistema mundial productor de mercancías desde el final de fordismo. A esto hay que sumar, por ejemplo, como factum fundamental, la ablación de la sustancia del trabajo (es decir, de tiempo de trabajo abstracto gastado a la altura del nivel dominante de fuerza productiva) en los sectores nucleares productivos de la producción de los mercados mundiales; además la retirada progresiva del capital de enormes regiones del mundo, que se han desacoplado en gran medida de los flujos de mercancías e inversiones y han quedado abandonadas a su suerte. Finalmente, se sitúa en este contexto el desinfle violento y el desencadenamiento de los mercados de crédito y de especulación; que se haya acumulado en una medida históricamente nunca vista capital ficticio, explica por un lado que la irrupción de la crisis en la regiones nucleares de los mercados mundiales haya sido hasta ahora tan suave y, por otro lado, permite deducir, sin embargo, la violencia contundente del impulso desvalorizador que se aproxima.
Seguro que una teoría de crisis basada en la crítica del valor puede equivocarse en algunos diagnósticos y no puede anticipar todos los procesos del proceso de crisis, aunque se base sobre todo en análisis de detalles. En cualquier caso, puede demostrar teórica y empíricamente que no va a haber más impulsos seculares de acumulación, sino que el capitalismo ha entrado irrevocablemente en una época bárbara de derrota y decadencia. Esta demostración empieza inevitablemente con la crítica inexorable al trabajo, la mercancía, el valor y el dinero y continua con el fin de la superación de las abstracciones fetichistas reales y, de esta manera, por lo demás, ya que su campo de validez tiene que superarse, con la superación de la teoría del valor.
Bibliografía:
Backhaus, Hans-Georg/Reichelt, Helmut: “Wie ist der Wertbegriff in der Ökonomie zu konzipieren?” en: Engels’ Druckfassung versus Marx’ Manuskript zum III. Buch des “Kapital” (Beiträge zur Marx-Engels-Forschung, Neue Folge), Hamburgo 1995, pp. 60 – 94
Heinrich, Michael: Die Wissenschaft vom Wert, Hamburg 1991
Kurz, Robert: Postmarxismus und Arbeitsfetisch, in Krisis 15, Bad Honnef 1995
Marx, Karl: “Über Friedrich Lists Buch “Das nationale System der politischen Ökonomie”, en Beiträge zur Geschichte der Arbeiterbewegung, año 14, n° 3, 1972, pp. 423 – 446 y: Das Kapital I, MEW 23
Traducción: Marta M. Fernández
Comentarios
Publicar un comentario