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El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo

El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo


Antoni Domènech 

13/11/2016
“Como hilo en la mar es la palabra /
Hondo sendero la acción labra”
(Henrik IbsenCasa de Muñecas, 1879)
El texto que se reproduce a continuación es la base escrita ampliada de la conferencia que Antoni Domènech pronunció en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) el pasado 26 de octubre en el marco de unas jornadas conmemorativas organizadas por la Comissió del Centenari de la Revolució Russa y por el grupo de investigación GREF-CEFID de la UAB. La conferencia fue seguida de un largo y animado debate, que ha tratado de incorporarse ahora al cuerpo del texto final y, sobre todo, a las notas a pie de página. Por los intercambios críticos habidos en ese debate, el autor se manifiesta particularmente agradecido a los historiadores Borja de Riquer y Enric Prat, a los sociólogos Joaquim Sempere, Edgar Manjarín y Jordi Borja, al politólogo Joan Botella y al economista Daniel Raventós, así como al doctorando Julio Martínez Cava. (SinPermiso publicó el pasado 26 de octubre el texto de la conferencia dictada por el historiador Josep Fontana en el marco de esas mismas jornadas conmemorativas: La revolución rusa y nosotros.)
En muchos sentidos, la Revolución Rusa de Octubre de 1917 fue el acontecimiento más determinante del siglo XX. Lo menos que puede decirse de su estallido es que fue inopinado. No menos sorprendente resultó para sus coetáneos el afianzamiento y la  posterior consolidación del poder bolchevique en medio de todas las calamidades imaginables, incluida una espantosa Guerra Civil contrarrevolucionaria fomentada, primero, por el Estado Mayor de una  Alemania Guillermina agonizante y, luego, por las potencias vencedoras de la Entente (Francia, Inglaterra y los EEUU), que se saldó con no menos de 8 millones de muertos entre bajas en combate y víctimas de hambrunas. A pesar de que hoy asociamos invariablemente el nombre de la Revolución Rusa al “marxismo”, lo cierto es que no resultó menos inopinada ni menos sorprendente para el grueso de los sedicentes marxistas de carne y hueso. Tanto para los marxistas partidarios de ella, como para los marxistas que se manifestaron críticos o aun abiertamente hostiles desde el primer momento.
Es sobradamente conocido que el joven Gramsci, deslumbrado por ella,  habló inmediatamente de una  “Revolución contra El Capital” de Karl Marx.[1]
Y uno de sus críticos socialistas más tempranos, Karl Kautsky –el “Papa del marxismo” de la época—, lo resumió retrospectivamente así:
“Yo me decía: Si Lenin tiene razón, vano habrá sido el trabajo de toda mi vida consagrada a expandir, aplicar y desarrollar el mundo de ideas de mis grandes maestros Marx y Engels. Yo sabía, naturalmente, que Lenin se pretendía el más ortodoxo de los marxistas. Pero si llegaba a tener éxito en lo que emprendía y prometía, eso sería la prueba de que la evolución social no sigue unas leyes rígidas y que es falsa la idea de que un socialismo viable no puede desarrollarse independientemente más que allí donde un capitalismo industrial superiormente desarrollado ha creado un proletariado industrial no menos superiormente desarrollado.”[2]
El éxito del bolchevismo, para bien o para mal, vendría a ser la refutación del “marxismo” entendido como teoría de una “evolución social” gobernada por unas “leyes rígidas”. Con raras excepciones, esa interpretación kaustkyana ortodoxa del legado intelectual de Marx y Engels era ampliamente compartida por la socialdemocracia del cambio de siglo,  es decir, por el “marxismo” ortodoxo que se fabricó doctrinalmente y “se adaptó” a la Belle Epoque (1871-1914: entre el fin de la Guerra Franco-Prusiana y el estallido de la I Guerra Mundial).
El historiador conservador alemán Golo Mann (1909-1994) llamó celebérrimamente a esa época la “Era de la Seguridad”.[3] Lo mismo hizo el escritor austriaco Stephan Zweig (1881-1942), quien llegó a hablar nostálgicamente en sus aclamadas Memorias de una “era dorada de la seguridad”.[4] Y el que fue sin duda el más grande historiador de la Revolución Rusa en el siglo XX, el académico y diplomático británico de izquierda liberal E.H. Carr (1892-1882), trazó expresivamente en esos mismos términos el perfil general del mundo de su infancia y primera juventud:
“ ’Seguridad’ es la primera palabra que se me ocurre cuando miro retrospectivamente a mi juventud: ‘seguridad’ no sólo en las relaciones familiares, sino en un sentido apenas imaginable luego de 1914. (…) El mundo era sólido y estable. Los precios no cambiaban. Los ingresos, si cambiaban, lo hacían para subir –gracias a una prudente gestión—. Todo el mundo era así. Un buen sitio, que iba a mejor. Y este país lo dirigía por la buena senda. Había, sin duda, abusos, pero se les hacía –o podía hacérseles— frente. Se necesitaban cambios, pero el cambio era automáticamente cambio a mejor. Decadencia era un término a la vez enigmático y paradójico.” [5]
Fuera de Europa, los historiadores latinoamericanos, por ejemplo, hablan de ese tiempo, con más reticencia, como de la “Edad de oro del proyecto oligárquico”.[6] Y si atendemos retrospectivamente al conjunto del planeta, la palabra “seguridad” no sería lo primero que a uno se le ocurriría, y sí, probablemente, “decadencia”. Las hambrunas y catástrofes climáticas y humanas provocadas por la gran oleada de mundialización colonizadora capitalista que fue la Belle Époqueen los 80 y en los 90 del XIX provocaron, sólo en China, la India y Egipto, más muertes que toda la Gran Guerra de 1914-18 en lo que Mike Davis ha llamado muy pertinentemente los “holocaustos tardovictorianos”.[7]
El principio del fin de la “Edad de oro del proyecto oligárquico” en América Latina –economías primarizadas orientadas a la exportación a un mercado mundial ya fuertemente oligopolizado— no fue la Gran Guerra de 1914, sino la Revolución Mexicana de 1910.  Pero bien podría decirse que fue la Revolución Mexicana la que de verdad abrió el ciclo revolucionario que enterró a escala planetaria la “Era de la Seguridad”: la Revolución china de 1911, las dos Revoluciones rusas de 1917 (precedidas de la fracasada de 1905) y el rimero de revoluciones y contrarrevoluciones entre 1918 y 1939 (Alemania, Austria, Hungría, Italia, China, España, etc.) que culminó en la Guerra Civil española (1936-39), preludio trágico de la II Guerra Mundial.
Es significativo que la II Internacional socialdemócrata condenara sin reservas la Revolución Mexicana. Y más significativos aún los términos en que la condenó: era una revolución campesina plebeya (potencialmente anticapitalista, pues), cuando lo que estaba a la orden del día en un país como México era muy otra cosa, culminar una “revolución burguesa”. Su estallido, que tumbó al despotismo desarrollista –“progresista”, si así quiere decirse— de Porfirio Díaz violaba, entonces, como diría Kautsky años después de la bolchevique, las “leyes rígidas” de la “evolución social”. La Revolución mexicana –así se expresaba una declaración del Partido Socialista de Uruguay— carecería:
“… de una noción clara de la sociedad y de la historia (…) y no sabe, por tanto, que el capitalismo, en la fase histórica contemporánea, está en un momento culminante de la expansión y predominio del mercado internacional.”[8]
Rusia no era México, claro. Era, por lo pronto, un imperio autocrático multinacional largamente agrario: más de la mitad del ingreso nacional procedía del campo, más del 80% de la población era campesina, sólo una sexta parte vivía en las ciudades, y el proletariado industrial representaba, como mucho, la mitad de esa población urbana. Al tiempo que imperialmente colonizador, sin embargo, el Imperio de los Romanov estaba, a su vez, ampliamente colonizado por el capital extranjero: los inversores occidentales poseían el 90% de las minas rusas, el 50% de las industria química, más del 40% de las instalaciones de ingeniería y cerca del 42% de las acciones bancarias. Y Rusia, a diferencia de México, había estado desde el primer momento en el centro de las preocupaciones del socialismo internacional, muy particularmente, claro está, del alemán. Puede decirse sin exageración que la elite intelectual del socialismo ruso, en sus distintas corrientes, estaba perfectamente integrada en la discusión socialista europeo-occidental, en muy buena parte a causa del gran número de exilados del zarismo en Zurich, París, Londres, Viena o Berlín.
Es muy conocido ahora el intercambio epistolar de 1881 entre Marx (1818-1883) y la socialista populista rusa Vera Zasulich (1849-1919). En ese intercambio, Marx rectificaba la interpretación corriente de su obra El Capital como una especie de teoría universal de la historia, según la cual el modo de producir capitalista y la progresiva colonización por éste del conjunto de la vida social y económica era una fase ineluctable por la que había necesariamente que pasar para llegar al socialismo. Marx restringía históricamente la validez de lo dicho en el volumen I de El Capital (1867), el único que publicó en vida, a Europa occidental y, más particularmente, a Inglaterra:
“El análisis presentado en El Capital no da, pues, razones, en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rural, pero el estudio especial que de ella he hecho, y cuyos materiales he buscado en las fuentes originales, me ha convencido de que esta comuna es el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia. Mas para que pueda funcionar como tal será preciso comenzar eliminando las influencias deletéreas que la acosan por todas partes y, acto seguido, asegurarle las condiciones normales para un desarrollo espontáneo.”[9]
Ya cuatro años antes, Marx pensó en enmendar epistolarmente al director del periódico ruso Otiechéstvennie Zapiski:
“… si Rusia persevera por el camino emprendido desde 1861, perderá la más hermosa oportunidad que jamás haya ofrecido la historia a un pueblo, y tendrá que apechar con todas las fatales vicisitudes del sistema capitalista.”[10]
Como se ve, eso no tiene nada que ver con “leyes rígidas de la evolución social”.
Es bien sabido que el “marxismo” conquistó fulminantemente a la intelligentsia rusa, no sólo radical, sino liberal también, en el último cuarto del siglo XIX. Se puede recordar, por ejemplo, que Marx tuvo una excelente relación científica y personal con el historiador republicano-demócrata de la comuna agraria rusa Maksim Kovalevsky (1851-1916).[11]  Pero el “marxismo” que cuajó en Rusia no fue el de la carta a Vera Zasulich, que conquistó a la populista para la causa, ni el que había fascinado –sin llegar a “convertirlo”— al gran Kovalevsky, sino el de las supuestas “leyes rígidas de la evolución social”. La atrasada y autocrática Rusia tenía que pasar volens nolens por una fase de desarrollo capitalista antes de poder siquiera plantearse la realización de algo parecido al socialismo. Los liberales, los socialistas de cátedra y los llamados “marxistas legales” –como Pyotr Struve (1870-1944) o el gran economista ruso-ucraniano Mijail Tugan-Baranovsky (1865-1919)— leyeron indiscutiblemente a Marx como poco menos que un apóstol de la modernización capitalista.
En lo tocante a los socialistas políticos, tras el fracaso del socialismo agrario populista de los narodniki de la generación de Herzen, Bakunin y  Chernichevsky –a la que el campesinado dio dolorosamente la espalda en la década de los 60 y 70— y tras el fracaso de la segunda generación populista-terrorista hipervanguardista de los narodnovoltsy en la década siguiente –el hermano mayor de Lenin, Sasha, fue ejecutado en 1887 por un atentado contra Alejandro III—, se formó una nueva generación de revolucionarios marxistas que, hostil al terrorismo conspiratorio y a lo que  ellos entendían como acrítica glorificación del campesinado, optó decididamente por la organización democrática en forma de partidos y sindicatos obreros de masas. La enérgica industrialización de la Rusia delfin de siècle –en parte por “el camino emprendido desde 1861” de que habló Marx en 1877—y la consiguiente formación de un proletariado industrial fresco y combativo en Moscú y, sobre todo, en la capital Petesburgo vino a echar aquí una mano al nacimiento y consolidación de la socialdemocracia marxista rusa.
Lenin dijo una vez que Kautsky tenía más lectores en Rusia que en Alemania. Y era verdad. Hacia 1910, la polémica entre la ortodoxia del “papa del marxismo” y su gran contrincante “revisionista” de 1898, Bernstein, era casi una antigualla histórica en la socialdemocracia alemana. Ya en los últimos años de Bebel, una legión de funcionarios de partido –Legien, Ebert, Scheidemann, etc.— se había hecho con el control de la SPD, y para esos funcionarios el “marxismo” o cualquier idea teórico-política que no tuviera que ver con el día a día de la lucha sindical y parlamentaria y con la gestión cotidiana de la imponente contrasociedad civil que había ido levantando la socialdemocracia -esa maravillosa red de periódicos, revistas, editoriales, cooperativas, entidades financieras, universidades, clubs deportivos, teatros, bibliotecas, casas del pueblo, etc.— era poco más que un adorno cosmético carente del menor interés. Pero bajo la autocracia zarista, la situación era muy distinta. El marxismo ortodoxo retóricamente revolucionario de Kautsky tenía un gran público potencial. Rusia necesitaba una revolución que derrocara al zarismo y la constituyera como República democrática. No por casualidad, fue la polaca-rusa establecida en Berlín Rosa Luxemburgo –quien ya había polemizado con Bernstein en 1898 con argumentos mucho más inteligentes que los de Kautsky— la que agitó las aguas de la SPD en 1910 planteando como perentoria la necesidad de pelear por una República democrática en la próspera Alemania Guillermina a la que tan estupendamente parecía adaptarse la “bien probada táctica” de pacientes y continuos avances socialdemócratas.[12] La estólida respuesta de Kautsky, que había censurado previamente la publicación del texto de Rosa en la Neue Zeit, fue esta:
"Ya en su posición de partida anda errada. En el programa de nuestro partido no hay ni una sola palabra sobre la República"[13]
Seis años antes, en el Congreso de Ámsterdam de la II Internacional, se había asistido a un duelo entre el jefe de la socialdemocracia alemana, Bebel, y el jefe del ala republicana del socialismo francés, Jean Jaurès, inveteradamente enfrentado al sectarismo del supuesto “marxista ortodoxo” Jules Guesde. Criticando la política jauresiana de colaboración con la izquierda republicana pequeñoburguesa en la construcción y defensa de una República laica en la estela del caso Dreyfuss, Bebel llegó a decir:
"Por mucho que envidiemos a los franceses vuestra República, ni se nos ocurriría dejarnos cortar la cabeza por ella."
Monarquía semiautocrática, o constitucional, o parlamentaria, o República, ya parlamentaria, ya presidencialista, no serían sino distintas formas de Estado burgués, aptas de distinta manera al mantenimiento del dominio capitalista de clase: esa era la idea central de Bebel. Aparentemente,  la socialdemocracia alemana ya ni se acordaba de la durísima crítica del viejo Engels al Programa de Erfurt redactado por el propio Kautsky en 1891:
“En la SPD se fantasea con la idea de que ‘la presente sociedad va creciendo hacia el socialismo’. Pero no se pregunta si con ello, y con igual necesidad, la sociedad crece desbordando su vieja constitución social, de manera que ese viejo caparazón, como el del cangrejo en crecimiento, tiene que estallar también violentamente. Como si en Alemania la sociedad no tuviera que romper además las cadenas de orden político todavía semiabsolutista (…) Se puede concebir que la vieja sociedad crezca y se desarrolle pacíficamente en el sentido de la nueva en países en los que la representación política concentra en sí todo el poder (…) pero proclamar eso en Alemania (…) y proclamarlo encima sin necesidad, significa aceptar la hoja de parra con que cubre el absolutismo sus vergüenzas, y atarse uno mismo a la propia indefensión.”
Sea ello como fuere, la réplica del “heterodoxo” Jaurès al “ortodoxo” Bebel fue memorable y trágicamente premonitoria:
"Lo que hoy en Europa y en el mundo resulta un lastre para el mantenimiento de la paz, para el aseguramiento de las libertades políticas, para el progreso del socialismo y de la clase obrera, no son los supuestos compromisos, los ponderados ensayos de los socialistas franceses que se han aliado con la democracia para salvar la libertad, el progreso y la paz del mundo, sino la impotencia política de la socialdemocracia alemana. (…) Hay en el proletariado alemán ejemplos de admirable entrega. Pero en su historia no hay tradición revolucionaria alguna. No ha conquistado el sufragio universal en las barricadas."
Bebel murió en 1910. Cuatro años después, el 3 de julio de 1914,  el enérgico pacifista internacionalista Jaurès fue asesinado por un nacionalista belicista de extrema derecha en París. Y sólo unas semanas después, en agosto, el maximalista ortodoxo Guesdes y los marxistas ortodoxos alemanes capitularon vergonzosamente y votaron en sus respectivos parlamentos los créditos de guerra y la union sacrée y elBurgfrieden con sus respectivas burguesías nacionales.  Fue el final de la Internacional Socialista tal como la había concebido su principal fundador, Engels, en 1889.
La socialdemocracia rusa (mencheviques y bolcheviques) se mantuvo en posiciones internacionalistas y no apoyó la guerra. Los mencheviques apoyaban una paz incondicional justa y sin anexiones territoriales que pusiera fin a la carnicería. Los bolcheviques tenían eso por ilusorio, y abogaron desde el principio por poner fin a la Gran Guerra promoviendo guerras civiles de clase que derrocaran a las respectivas burguesías belicistas. Lenin no veía la Gran Guerra como un fenómeno excepcional y desgraciado que venía a interrumpir trágicamente la Era de la Seguridad, sino, lúcida y premonitoriamente, como el comienzo de un tiempo histórico radicalmente distinto:  
“El imperialismo pone en riesgo el destino de la cultura de Europa: esta guerra no tardará en ser seguida por otras, a menos que haya revoluciones exitosas. Todo esta cháchara huera de la ‘última guerra’ es una peligrosa fabricación engañosa, ‘mitología’ filistea (…) La bandera proletaria de la guerra civil no sólo juntará a centenares de miles de obreros con consciencia de clase, sino a millones de semiproletarios y pequeñoburgueses (…) a los que los horrores de la guerra no sólo amedrentarán y deprimirán, sino que los ilustrarán, también; los instruirán, los espabilarán, los organizarán, los templarán y los prepararán para la guerra contra la burguesía del ‘propio’ país y de los países ‘extranjeros’. Y eso ocurrirá, si no hoy, mañana; si no durante la guerra, luego de la guerra; si no en esta guerra, en la próxima.”[14]
Tal como había pronosticado (y temido) el viejo Engels, la guerra cerró definitivamente la “Era de la Seguridad” y reabrió un ciclo revolucionario clásico a escala mundial como el que se había vivido entre 1789 y 1871.
Rusia, la potencia industrialmente más atrasada de Europa, conoció una primera Revolución en Febrero de 1917, que terminó con la monarquía imperial de los Romanov, y una segunda Revolución en Octubre, que derribó al gobierno provisional y transfirió todo el poder a los consejos (soviets) de obreros, campesinos y soldados. Y en Alemania, la potencia industrialmente más avanzada de Europa, la llamada Revolución de Noviembre de 1918 puso fin a la monarquía semiautocrática de los Hohenzollern. La Revolución rusa de Octubre de 1917 llevó al poder a los bolcheviques que, entre abril y septiembre de ese año, pasaron vertiginosamente de ser una minoría en los soviets a conquistar una amplia  mayoría en ellos.  La Revolución alemana de Noviembre de 1918 llevó al poder a una coalición de los dos partidos obreros en que se había escindido la socialdemocracia en 1916: la SPD, ahora llamada MSPD o “Socialdemocracia Mayoritaria”, y la USPD, el Partido Socialdemócrata Independiente en que habían terminado confluyendo viejos rivales: Kaustky, Bernstein y Rosa Luxemburg.
La potencia más avanzada y la más atrasada, Alemania y Rusia, se convertían ahora en laboratorios de dura prueba práctica para los distintos “marxismos” teóricos tan hondamente arraigados en ambos países. Por ejemplo, para las ideas de lo que era una revolución “burguesa” y una revolución “proletaria”, concebidas por el kautskysmo como etapas políticas correspondientes a distintos estadios de la “evolución social y sus leyes rígidas”.
Alemania era ya la primera potencia industrial del planeta y contaba con el más disciplinado, afianzado  y multitudinario movimiento obrero del mundo. Pero la Monarquía Guillermina ni siquiera era una monarquía parlamentaria: era una monarquía semiautocrática puramente constitucional (como la austrohúngara o la española), en donde el Reichstag, además de ser políticamente impotente –no tenía capacidad para derribar un gobierno—, era elegido por un particular sufragio censitario que dividía a la población en tres categorías fiscales (Dreiklassenwahlrecht), a cada una de las cuales se asignaba un tercio de diputados. ¿Cómo tenía que entenderse, pues, la Revolución de Noviembre de 1918, como una revolución “burguesa” o como una revolución “proletaria”?
Y aun cuando muchos coincidían en que la Revolución rusa de Febrero de 1917 había sido una revolución “burguesa” porque, en efecto, había inicialmente llevado al gobierno provisional a una coalición liberal sin socialistas de ninguna tendencia, lo cierto es que, como todas las revoluciones supuestamente “burguesas”, vino de un levantamiento del pueblo trabajador, concretamente un 8 de marzo (del antiguo calendario gregoriano ruso), día internacional de la mujer trabajadora –una tradición que inauguraron Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin—, en el que decenas de miles de obreras se manifestaron en Petesburgo para protestar contra la escasez de alimentos y contra la guerra que se había llevado ya a tantos maridos, hijos y hermanos.[15] Y en la manifestación proletaria preinsurrecional ya mayoritariamente bolchevique del 18 de junio de 1917, los manifestantes se volcaron sobre la Avenida Nevsky de Petrogrado (como el pueblo trabajador de Barcelona la noche del 14 de abril de 1931) ¡cantando la –¿”burguesa”?— Marsellesa![16]
Precisamente, uno de los más perceptivos críticos coetáneos del experimento bolchevique fue el gran historiador francés Albert Mathiez (1874-1932), que venía desde comienzos de siglo renovando los estudios de la Revolución Francesa y que había rehabilitado completamente a Robespierre y al Partido de la Montaña contra todas las leyendas fabricadas en su daño a lo largo del siglo XIX. Mathiez se entusiasmó inicialmente con la Revolución de Octubre, y a tal punto, que ingresó en el Partido Comunista francés en 1920. Notó que Lenin conocía muy bien el desarrollo de la Revolución francesa –la había estudiado a fondo, y no sobre fuentes secundarias,  sino con escrupuloso trabajo en fuentes primarias guardadas en la Bibliothèque Nationale y en otros archivos municipales en sus años de exilio parisino— y observó que el asalto al poder de los bolcheviques entre junio y octubre de 1917 replicaba y guardaba muchas analogías con el ascenso montagnard al poder a partir del 10 de agosto de 1792 (el 22 de septiembre se proclamaría la I República Democrática francesa). Mathiez publicó un célebre artículo, “Bolcheviques y Jacobinos”, que Gramsci tradujo inmediatamente al italiano para su revista Ordine Nuovo.[17]
No será necesario decir que para Mathiez, robiespierrista convencido, eso no era una censura al bolchevismo, sino todo lo contrario. La idea –inmediatamente puesta en circulación por muchos de sus enemigos y repetida luego hasta la náusea por toda la historiografía banderizamente conservadora— de que Lenin y los bolcheviques se habrían limitado a dar un golpe de estado en Octubre de 1917 no podía serle más ajena. Al contrario, Mathiez no habría podido estar más de acuerdo con la historiografía actual que, disponiendo de archivos inaccesibles hasta hace pocos años, prueba concluyentemente la amplia base de masas y el carácter democrático de la toma del poder bolchevique. En el prólogo a su reciente y aclamado libro sobre el primer año del poder bolchevique, Alexander Rabinowitch escribe:
“Llegué [en mi anterior libro][18] a la conclusión de que la Revolución de Octubre en Petrogrado no fue tanto una operación militar, sino más bien un proceso paulatino desarrollado sobre el terreno de una cultura política profundamente arraigada en la población, así como de una amplia insatisfacción con los resultados de la Revolución de Febrero combinada con la fuerza del irresistible atractivo de las promesas de los bolcheviques: paz, pan y tierra inmediatamente para los campesinos y una democracia de base a través de los soviets multipartidistas. Pero esa interpretación arrojaba tantas preguntas como contestaba. Aun cuando parecía claro que el éxito del partido bolchevique en 1917 se debía en buena medida a su naturaleza y a su acción abiertas, relativamente democráticas y descentralizadas, ¿cómo explicar entonces que ese partido se convirtiera tan rápidamente en una de las organizaciones políticas más robustamente centralizadas y autoritarias de la época moderna?”[19]
El diagnóstico de Mathiez sobre esa rápida evolución del bolchevismo democrático hacia una dictadura de partido único que le llevó a él mismo a romper muy tempranamente (1922) con el comunismo fue que esa dictadura no tenía nada que ver con la dictadura democrática montagnard. Ni siquiera, por ejemplo, en el pico extremo del Terror jacobino (1793-4), asediada la República por los ejércitos de las potencias monárquicas reaccionarias de Austria y Prusia, sumados al “ejército de los príncipes” del aristócrata emigrado Condé –a sueldo de Austria, Inglaterra y Rusia—; ni siquiera en esa circunstancia, digo,  limitó el Comité de Salud Pública la libertad de expresión, como sí hicieron los bolcheviques ya a partir de enero de 1918.
Hay que observar que “dictadura” no significaba hasta bien entrado el siglo XX lo mismo que ahora. En la tradición clásica romana, una “dictadura” era una institución republicana, merced a la cual, en períodos extremos de guerra civil, el “pueblo” –es decir, el Senado— comisionaba y encargaba todo el poder ejecutivo a un dictator por un período limitado de tiempo (normalmente, seis meses), terminado el cual estaba obligado a rendir cuentas ante sus comitentes de lo que había hecho o dejado de hacer durante ese período excepcional de plenos poderes. Es decir, la “dictadura” en el sentido clásico del término era una institución fideicomisaria, no un despotismo “soberano” como han sido, o tendido a ser, de maneras muy distintas,[20] las dictaduras que ha conocido el siglo XX: Stalin, Mussolini, Hitler, Franco, etc.
Cuando Barère presenta ante la Convención legislativa republicana su proyecto para substituir el ineficiente Comité de Defensa General por un Comité de Salud Pública se expresa en esos términos tradicionales:
“En todos los países, en presencia de conspiraciones flagrantes, se ha sentido la necesidad de recurrir momentáneamente a autoridades dictatoriales, a poderes supralegales. (…) ¿Qué tenéis que temer de un comité responsable, incesantemente vigilado por vosotros, que no dictará leyes y que no hará sino acuciar y presionar a los agentes del poder ejecutivo? ¿Qué tenéis que temer de un comité que no puede actuar sobre la libertad de los simples ciudadanos, sino solamente sobre los agentes del poder que resultarían sospechosos? ¿Qué tenéis que temer de un comité instituido para un mes?”[21]
Pues bien; el Mathiez crítico del bolchevismo concede que “toda revolución es una guerra civil, puesto que se trata de reconfigurar la propiedad, y la propiedad, junto con la vida, es lo que resulta más caro al hombre”. Pero la dictadura jacobina del año II fue una “dictadura del bien público” estrechamente asociada a una “política resueltamente democrática”, una “dictadura [fideicomisaria] de la Convención”, la asamblea legislativa elegida por sufragio universal. Es más, como observan en la larga y luminosa introducción a su reciente reedición de La réaction thermidorienne (1929) –el libro de Mathiez ocultado por el estalinismo francés— Florence Gauthier y Yannick Bosch:
“Por su naturaleza, esta ‘dictadura del bien público’ asocia estrechamente el pueblo a la toma de decisiones y a la ejecución de las leyes. Y a tal punto, que el Terror fue caracterizado por sus enemigos [termidorianos] como una ‘tiranía de la anarquía’, un ‘sistema’ en el que el pueblo estaba ‘en perpetua deliberación’.”[22]
Huelga decir que la noción marxiana y engelsiana de la “dictadura del proletariado” se correspondía con la concepción fideicomisaria clásica de la dictadura como institución republicana en condiciones de guerra civil. Precisamente en su crítica del proyecto del Programa de Erfurt de la SPD (1891), en plena Era de la Seguridad, Engels había sentido la necesidad de recordar a la dirección de la socialdemocracia lo que era la “dictadura del proletariado”, lo que era la república democrática y las lecciones de la Revolución Francesa:
“Si algo está claro, es que nuestro partido y la clase obrera sólo podrán llegar al poder bajo la forma de la república democrática, que es la forma específica de la dictadura del proletariado como ya enseña la gran Revolución Francesa.”[23]
Con lo que llegamos a la crítica marxista coetánea más ecuánime y profunda del experimento bolchevique, la de Rosa Luxemburgo. En un manuscrito-borrador encontrado entre sus papeles póstumos, y publicado en 1922 por su amigo, abogado y albacea político Paul Levi con el sobrio título de La Revolución Rusa,[24] Rosa insistirá, sin citarlo, en el problema planteado por Engels en 1891 de la dictadura revolucionaria y la República democrática. El texto comienza con una crítica despiadada del “marxismo” kautskyano:
“Pero el curso [de la Revolución rusa] se ha revelado también, para cualquier observador capaz de pensar, como una refutación demoledora de la teoría doctrinaria que Kaustky comparte con el partido de los socialdemócratas ahora en el gobierno [alemán], según la cual Rusia, en tanto que país económicamente atrasado, predominantemente agrario, no estaría suficientemente maduro para la revolución social y para una dictadura del proletariado (…) Esa teoría de que en Rusia sólo sería viable una revolución burguesa (…) es también la del ala oportunista del movimiento obrero ruso, los llamados mencheviques.”
Y con una alabanza de los bolcheviques que no puede ser más significativa para lo que aquí interesa:
“Todo lo que un partido situado en un momento histórico puede dar en punto a coraje, capacidad de acción, amplitud de visión revolucionaria y consecuencia, Lenin, Trotsky y sus camaradas lo han ofrecido a plena satisfacción. (…) Su insurrección de Octubre no sólo logró salvar la Revolución rusa, sino que salvó también el honor del socialismo internacional. Los bolcheviques son los herederos históricos de los niveladores ingleses y de los jacobinos franceses.”
Rosa centraba la crítica del primer año de bolchevismo en el poder en tres puntos: su política agraria, su política territorial fundada en el solemne reconocimiento del derecho de autodeterminación de las naciones que componían el viejo imperio de los Románov y, finalmente, el carácter antidemocrático de la incipiente dictadura bolchevique. Vamos limitarnos de momento al último y, oblicuamente, a algunas de sus conexiones menos evidentes con el penúltimo.[25]
Rosa entra en el núcleo del problema con toda claridad:
“El fallo capital de la teoría de Lenin y Trotsky es precisamente el de contraponer, exactamente igual que Kautsky, dictadura a democracia. ‘Dictadura o democracia’, así plantean el problema tanto los bolcheviques como Kaustky. Éste se decide naturalmente por la democracia, y desde luego por la democracia burguesa, puesto que la ve precisamente como la alternativa a la transformación revolucionaria socialista. Lenin-Trotsky, al revés, se deciden por la dictadura en contraposición a la democracia y, así, por la dictadura de un puñado de personas, es decir, por la dictadura conforme al modelo burgués.” [El énfasis es de la autora.]
Puesto que el significado de muchas de las palabras empleadas aquí ha variado tanto en los últimos 150 años, y puesto que el período que estamos estudiando fue precisamente una época de aceleración de las mutaciones semánticas en el léxico político, vale la pena detenerse un poco en este texto que, por otra parte –no se olvide—, no es sino un primer borrador-esquema nunca corregido ni completado (Rosa fue asesinada apenas unas semanas después de escribirlo).
Al lector de nuestros días le sorprenderá, por lo pronto, la idea de una “dictadura” no contrapuesta a “república” y a “democracia”, y no digamos la posibilidad, obviamente implicada por Rosa, de una “dictadura republicana democrática”. Ya se ha dicho antes que la noción clásica, de ascendencia romana republicana, de “dictadura” era fideicomisaria, no –como suele entenderse ahora, tras las experiencias del siglo XX— soberana.[26] Lo que, así pues, está diciendo en este paso Rosa es que Kautsky se ha olvidado de la República democrática como dictadura fideicomisaria del proletariado y sus aliados populares (en el sentido de Engels y de Marx) y, más importante aún, que Lenin y Trotsky están en vías de introducir una novedad radical particularmente desagradable, y es a saber: una dictadura no fideicomisaria, es decir, una dictadura que se cree dispensada de responder ante sus supuestos comitentes (el “pueblo”, el “proletariado”, la “alianza de obreros, campesinos y soldados”, o lo que fuere). Es decir, que Lenin y Trotsky, sin advertirlo, estarían en vías de engendrar un monstruo característico del siglo XX, una dictadura soberana. Rosa, desde luego, ni mendigaba ni temía favores:
“Si podéis ver en las semillas del tiempo
Y decir qué granos crecerán y cuáles, no
Habladme a mí, que ni mendigo
Ni temo vuestros favores.”[27]
Criticando la justificación ofrecida por Trotsky de la disolución de la Asamblea Constituyente en noviembre de 1918, Rosa da una lección de teoría democrática de la representación política como fideicomiso y de su papel en una dictadura democrática republicana. Trotsky sostenía, en substancia, que en los meses que precedieron a la Revolución de Octubre se había producido un vigoroso desplazamiento de las masas hacia la izquierda, cosa que se reflejaba, por ejemplo, en el robustecimiento del ala izquierda dentro del partido social-revolucionario. Sin embargo, en las listas de ese partido para la Asamblea Constituyente seguían dominando muy ampliamente “los viejos nombres del ala derecha”, como el propio Kerensky. “El torpe mecanismo de las instituciones democráticas” no puede, dice Trotsky, seguir el ritmo de la politización y radicalización de las masas populares. Pero, entonces, replica Luxemburgo:
“… hay que maravillarse de que gentes tan listas como Lenin y Trostky no saquen de eso la conclusión que de los hechos mencionados debería seguirse inmediatamente. Puesto que la Asamblea Constituyente había sido elegida bastante antes del momento de cambio decisivo –la insurrección de Octubre— y en su composición se reflejaba la imagen del pasado superado (…), iba de suyo que lo que tenían que hacer era precisamente liquidar esa (…) Asamblea Constituyente nacida muerta y ¡decretar nuevas elecciones!”
Frente a la supuesta “torpeza del mecanismo de las instituciones democráticas”, Rosa observa que precisamente “la experiencia histórica de todas las épocas revolucionarias” muestra lo contrario. La relación entre los representantes políticos y sus bases sociales mandantes o comitentes no está fijada y encapsulada estáticamente como se figura la “esquemática abstracción” de un Trotsky cuya concepción de la representación política, carente del más elemental dinamismo, “viene a negar toda conexión intelectual entre los otrora electos y su electorado, cualquier interacción entre ambos”:
“¡Cómo contradice eso toda la experiencia histórica! Porque lo que nos enseña ésta es, al contrario, que el vivo fluido del sufragio popular enjuaga constantemente los cuerpos de los representantes, los penetra, los orienta.”
Incluso en los parlamentos burgueses de la época, no elegidos por sufragio universal:
“… podemos observar de vez en cuando las más deliciosas cabriolas ejecutadas por ‘representantes del pueblo’ que, súbitamente poseídos por un nuevo ‘espíritu’, comienzan a expresarse en tonos inauditos y hasta las más resecadas y renegridas momias parecen rejuvenecer (…) conforme al clamor que sale de fábricas, talleres y calles. ¿Y esos efectos vivos del sufragio y la maduración política de las masas en los cuerpos electos deberían encallarse precisamente en el curso de una revolución? (…) ¡Al contrario! Precisamente el fuego abrasador de la revolución crea aquel aire político ligero, vibrante y receptivo por el que las ondas del sufragio popular y el pulso de la vida del pueblo inciden al punto y del modo más maravilloso en los cuerpos representativos”.
Es verdad que:
“… toda institución democrática tiene sus límites y carencias, lo que comparte con el resto de las instituciones humanas. Solo que el remedio descubierto por Lenin y Trotsky –la liquidación de la democracia en general— es todavía peor que el mal que pretende enmendar, porque ciega precisamente la única fuente viva capaz de corregir todas las insuficiencias ínsitas en las instituciones sociales: la vida política activa, desinhibida, enérgica de las más amplias masas populares.”
Como se ve, Rosa Luxemburgo critica el experimento del primer año bolchevique apelando a ideas normativas básicas de la teoría de la democracia republicana revolucionaria moderna en la estela de la Revolución francesa, de la que fue hijo también el primer “marxismo” originario.[28] Sin embargo, su texto está atravesado por una interesante tensión conceptual que salta especialmente a la vista en su inclemente –y a veces, lúcida y certera— crítica a la política territorial bolchevique fundada en el reconocimiento incondicional del derecho de autodeterminación de las naciones que componían el Imperio de los Románov. La tensión de fondo es entre la reducción de la política a puras cuestiones de oportunidad más o menos coyunturalmente  “históricas” y la afirmación de la política republicano-democrática como fundada en última instancia en la defensa de principios y derechos inalienables largamente independientes de las coyunturas “históricas”. Repárese en este paso:
“… que políticos tan sobrios y críticos como Lenin y Trotsky y sus amigos, que para cualquier fraseología utópica como desarme, federación internacional de los pueblos, etc., reservan a lo sumo un irónico encogimiento de hombros, convirtieran ahora una hueca consigna del mismo tenor [como es el derecho de autodeterminación de las naciones] en su caballo de batalla, nos parece que sólo puede atribuirse a un cálculo político de oportunidad.”
A continuación, Rosa procede a una crítica demoledora de ese cálculo político de oportunidad bolchevique.[29] Queda fuera de los intereses de esta charla discutir lo acertado de esa crítica. Porque lo que aquí interesa es otra cosa. Ésta: el lenguaje de los derechos humanos inalienables –intrínsecamente ligado a la teoría de la república democrática— se había eclipsado después de Termidor (1795) y había desaparecido casi completamente después de 1848, muy particularmente en la época de cristalización del “marxismo” doctrinario socialdemócrata y de la adaptación del mismo a una Belle Époque dominada por la Realpolitik imperial-colonial.
Rosa intuye en su texto que la fundamentación normativa de la República democrática es cosa muy distinta de las puras consideraciones “históricas” de oportunidad política. Observa agudamente, por ejemplo, la llamativa contradicción en que incurren Lenin y Trotsky al tratar los derechos democráticos con meras consideraciones (erradas, en opinión de Rosa) de oportunidad instrumental mientras parecen, en cambio, dispuestos a ofrecer a la autodeterminación de las naciones la dignidad normativa de un derecho inalienable, ampliamente independiente de los cálculos de oportunidad política:
“La contradicción (…) es tanto más incomprensible, cuanto que las formas democráticas de la vida política en todos los países (…) constituyen, en efecto, fundamentos superlativamente valiosos, imprescindibles incluso, de la política socialista, mientras que el dichoso ‘derecho de autodeterminación de las naciones’ no es sino huera fraseología, patraña pequeñoburguesa.”
Cuando, tras 150 años de eclipse post-termidoriano, el lenguaje republicano de los derechos humanos universales e inalienables fue recuperado en la vida política internacional luego de la derrota militar y política del nazifascismo el derecho inalienable de autodeterminación de los pueblos –junto con las otras dos dimensiones de los Derechos Humanos, es decir, los derechos individuales inalienables y los derechos inalienables de la Humanidad toda e indivisible— se convirtió, como es sobradamente conocido, en el ariete normativo de la descolonización. La derrota del nazismo abrió hasta cierto punto una época de franco retroceso de la Realpolitikreductora de la política a puras consideraciones de oportunidad. Pero lo cierto es que el “marxismo” doctrinario cristalizado en la Belle Époque no se había librado del contagio. El texto de Rosa que estamos comentando es importante también porque en él aflora esa tensión, a la que, obviamente, sucumbe su autora. Rosa considera “fraseología pequeño burguesa” el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero aunque podemos ver en su texto los intentos por defender la democracia sobre todo con argumentos de oportunidad política “histórica” frente a la dictadura soberana bolchevique incipiente, no puede dejar de decir que los derechos democráticos en todos los países son “fundamentos superlativamente valiosos” de la política socialista.
Ahora bien; con la misma lógica consecuencialista podían Lenin y Trotsky reponer que eso de los  “fundamentos superlativamente valiosos” es pura fraseología metafísica pequeñoburguesa. Y Trotsky, en efecto, lo hizo. No respondiendo a Rosa, sino a Kautsky en la importante polémica que ambos tuvieron entre 1918 y 1920: 
“La doctrina de la democracia formal no está constituida por el socialismo científico, sino por el derecho natural. La esencia del derecho natural radica en el reconocimiento de normas jurídicas eternas e invariables que hallan en las distintas épocas y entre los distintos pueblos expresiones más o menos restringidas y deformadas. El derecho natural de la historia moderna, tal como lo produjo la edad media, entrañaba ante todo una protesta contra los privilegios de las castas, contra los abusos sancionados por la legislación del despotismo y contra oros productos ‘artificiales’ del derecho positivo feudal. La ideología del tercer estado, todavía demasiado débil, expresaba su propio interés por medio de algunas normas ideales que llegaron luego a convertirse en la enseñanza de la democracia (…). La personalidad es un fin en sí; los hombres tienen todos el derecho de expresar su pensamiento de palabra y por escrito; todo hombre tiene un derecho de sufragio igual al de los demás. Emblemas de combate contra el feudalismo, las reivindicaciones de la democracia significaron un progreso. Pero con el correr del tiempo, la metafísica del derecho natural, que es la teoría de la democracia formal, se ha hecho cada vez más reaccionaria: es el control de una norma ideal sobre las exigencias reales de las masas obreras y de los partidos revolucionarios.”[30]
Se puede observar que, polemizando con Kautsky, Trotsky acepta el grueso de los dogmas “marxistas” de la ortodoxia kautskyana. Por ejemplo, el de la caracterización de la francesa como una revolución “burguesa”. Si se repasa la discusión entre Kautsky y Trostky sobre democracia, se puede ver que se trata de una discusión desarrollada íntegramente en términos de oportunidad histórico-política, como si la dimensión propiamente normativa de la política no existiera o fuera fraseología metafísica “burguesa”. La disputa entre el viejo “papa del marxismo” y los jóvenes bolcheviques respondones es tremenda y dramática, como lo fueron las circunstancias en que se produjo. Figurémonos: en plena guerra civil rusa, Trostky, el fundador del ejército ruso, escribe su “Anti-Kautsky” montado en un vagón de campaña militar. Pero su idea filosófica, si así puede decirse, de la democracia no era tan distinta. Ambos estaban troquelados por el “marxismo” doctrinario de la Era de la Seguridad y, en cierto sentido, igualmente desorientados por el desplome de la misma. En medio del desastre de la Gran Guerra, Trotsky observó con gran perspicacia que:
“El marxismo llegó a ser para el proletariado alemán, no la fórmula algebraica de la revolución que había sido en sus orígenes, sino el método teórico de adaptación al estado nacional-capitalista coronado por el casco prusiano”.[31]
Pero la verdad es que los bolcheviques estaban harto más troquelados de lo que ellos mismos podían imaginar por ese “marxismo” doctrinalmente fabricado por la socialdemocracia alemana en la era del imperio de la Realpolitik que fue la Era de la Seguridad: auctoritas, non veritas facit legem. Como lo sugiere el que, en el mismo momento histórico (1921), bajo la República de Weimar, el viejo revisionista Edward Bernstein, un enemigo mucho más radical –y más inteligente— que Kaustky del experimento bolchevique, decía cosas asombrosamente parecidas a las que acabamos de escuchar de Trotsky. Sólo que haciendo explícito el transfondo vétero-socialdemócrata de esa visión puramente consecuencialista, carente de la menor consciencia de la necesidad de fundamentación propiamente normativa de la acción política, y que no es otro que el de la famosa “evolución social” y sus “leyes rígidas”:
“La  doctrina de Marx y Engels ha de entenderse como una teoría de la evolución (…) Esta circunstancia, a saber: que la teoría marxista del socialismo y sus objetivos se deriven de una evolución de hecho y de unos movimientos reales, la diferencia de sus precursoras, todas las cuales se fundaban, no en una teoría evolutiva, sino, de uno u otro modo, en el derecho natural. De eso trató la segunda de mis lecciones [en la Universidad Humboldt de Berlín, en 1921], titulada `La fundamentación iusnaturalista del socialismo’, en donde apuntaba, entre otras cosas, al vínculo del socialismo iusnaturalista racionalistamente construido con la ideología de la Gran Revolución francesa. Pero también muchos socialistas que creen proceder científicamente por apelar a la economía razonan iusnaturalistamente, lo que amenaza constantemente con el extravío utopizante.”[32]
La idea que la Revolución Francesa habría sido “burguesa” forma parte de un esquema cuajado en la Belle Époque y canonizado por el “marxismo”    ortodoxo de la II Internacional. Ni Marx ni nadie antes de 1850 la había considerado como otra cosa que como una gran revolución popular democrática en el sentido que invariablemente tuvo la palabra “democracia” desde Aristóteles en el siglo IV antes de nuestra era hasta finales del XIX, es decir, como un movimiento político del démos, esto es, de los pobres libres que vivían por sus manos. Como una revolución, pues, no menos “antifeudal” que “antiburguesa”. Porque el “pueblo” –y, menos aún, elmenu peuple robespierreano— no era la “burguesía”, el “tercer estado”, sino un “cuarto estado” compuesto de pequeños campesinos, artesanos, pequeños comerciantes y jornaleros y asalariados. Y cualesquiera que fueran sus insuficiencias como analistas y críticos de la Revolución Francesa, Marx y Engels supieron eso desde siempre. Jamás emplearon los viejos el término oximorónico, que hoy pasa por prototípicamente “marxista”, de “democracia burguesa”.[33]
En sus años de aprendizaje, el joven Marx extractó y subrayó con particular énfasis este paso de Robespierre que encontró citado en una de sus primeras lecturas de investigación sobre la Revolución Francesa (concretamente, en el tomo II del mamometro en 4 volúmenes del helenista e historiador francmasón alemán Wilhelm Wachsmuth sobre la Historia de Francia en la Era Revolucionaria):[34]
Robespierre (papiers inédits): ‘los peligros interiores vienen de los burgueses; para vencer a los burgueses, es preciso unir alpueblo. Es preciso … que los sansculottes reciban una paga y se mantengan en las ciudades. Hay que armarlos, encolerizarlos, ilustrarlos.”[35]
Resulta de lo más instructivo observar que, entre la revolución rusa “burguesa” de febrero de 1917 y la revolución “proletaria” de octubre de 1917, bajo el gobierno provisional de coalición entre social-revolucionarios y liberales, ese léxico democrático abandonado hacía años por el “marxismo” doctrinario cristalizado en la Belle Époque –si no condenado como “huera palabrería pequeñoburguesa” (Trostky, Lenin) o como “extravío utopizante” (Bernstein)— se mantenía muy vivo en la consciencia y en el habla de los pueblos. Repárese, si no, por limitarnos a un solo ejemplo, en esta declaración del primer regimiento (pro-bolchevique) de fusileros de Petrogrado del 21 de junio:
“De aquí en adelante, sólo enviaremos destacamentos al frente cuando la guerra haya adquirido un carácter revolucionario, cosa que sólo ocurrirá cuando los capitalistas hayan sido apartados del gobierno y el gobierno haya pasado a manos de la democracia, representada por los diputados del Soviet panrruso de obreros, soldados y campesinos.”[36]
La virulenta polémica de 1918-1919 entre Kautsky y Trotstky resulta sumamente instructiva si se relee hoy teniendo en mente más el fondo tácito de lo que compartían que sus evidentes desacuerdos. Trotsky muestra, por ejemplo, que, de haber participado en la polémica del Congreso socialista de Amsterdam de 1904 al que antes nos hemos referido, se habría alineado con Bebel, y no con Jaurès. Y de haber participado en la polémica entre Kaustky y Rosa en 1910, tal vez se habría alineado con Kautsky y no con Rosa. Monarquía autocrática, monarquía constitucional, monarquía parlamentaria o república democrática no son para él sino, todas, puras y apenas distintas formas de dominación capitalista:
“Absolutismo, monarquía parlamentaria, democracia: a ojos del imperialismo, y sin duda de la revolución que viene a tomar su lugar, todas las formas gubernamentales de la dominación burguesa, del zarismo ruso al federalismo quasi-democrático de la América del Norte, son iguales desde el punto de vista de los derechos y forman parte de combinaciones en las que se complementan indisolublemente unas a otras. Llegado el momento crítico, el imperialismo ha logrado someter, con todos los medios de que dispone, y señaladamente a través del parlamento –cualquiera que fuera la aritmética del escrutinio— a la pequeña burguesía urbana y rural e incluso a la aristocracia obrera. La idea nacional que había guiado al tercer estado [sic!] en su acceso al poder tuvo en el curso de la guerra su período de renacimiento con la ‘defensa nacional’. (…) El naufragio de las ilusiones imperialistas, por lo pronto en los países vencidos y, luego, con cierto retraso, en los países vencedores, ha destruido las bases mismas de la otrora democracia nacional y de su instrumento esencial, el parlamento democrático.”[37]
Es notabilísimo que Trotsky, exactamente igual que su contrincante Kautsky, razone en 1919 como si la democracia parlamentaria fuera una institución con una larga historia detrás tanto en los “países vencedores” como en los “países vencidos”. Lo cierto es que, en el momento de estallar la Gran Guerra, aparte de la pequeña Suiza, había una sola democracia republicana parlamentaria con sufragio universal (masculino) en el mundo: la III República francesa salida de la guerra franco-prusiana en 1871. El resto eran monarquías autocráticas, como la zarista, monarquías meramente constitucionales con parlamentos políticamente impotentes como la Guillermina, la Austro-Húngara, la italiana o la española. Y la monarquía británica, plenamente parlamentaria desde 1832, pero sin pleno sufragio universal, o una República presidencialista de los EEUU que, según hemos visto, el propio Trotsky sólo se atreve a calificar de “quasi-democrática”.
Lo cierto es que la democracia parlamentaria sólo llegó a Europa tras el fin de la Gran Guerra y el desplome de las viejas monarquías centrales. Sólo con la caída del Zar tras la Revolución de febrero de 1917 conoció Rusia una República parlamentaria con sufragio universal. Sólo tras la Revolución de Noviembre de 1918 y el gobierno provisional de coalición obrera SPD-USPD conoció Alemania una República parlamentaria con pleno sufragio universal (masculino y femenino). Otrotanto ocurrió con la I República austriaca en 1918, merced al gobierno obrero socialdemócrata inspirado por el viejo jurista Karl Renner y el joven jefe de filas teórico del austromarxismo, Otto Bauer. Por su parte, el Partido Laborista británico multiplicó su representación parlamentaria tras la llamada Cuarta Reforma y la consiguiente nueva ley electoral (Representation of the People Act) de 1918[38] y logró llegar por vez primera al gobierno en 1923 tras la celebración de las primeras elecciones con sufragio universal (masculino, a partir de 21 años, y femenino, a partir de los 30) pleno celebradas en Gran Bretaña, y fue el segundo gobierno laborista de MacDonald el que en 1928 promovió, con la Quinta Reforma, el igual sufragio femenino a partir de los 21 años.
Y si en una Gran Bretaña que desde el Reform Bill de 1832 conocía la vida parlamentaria y sucesivas oleadas de progresiva ampliación del sufragio popular la súbita introducción del pleno sufragio universal y la consiguiente entrada en escena del conjunto de la población trabajadora en 1918-28 –mucho más allá, pues, de la “pequeña burguesía urbana y rural” y de la “aristocracia obrera”, esa idée fixe del Lenin y el Trotsky de la época— vino a significar un verdadero shock amedrentante para las gentes de viso y para buena parte de las llamadas “clases medias” bienpensantes,[39] no hará falta decir lo que representó eso mismo, acompañado de la simultánea parlamentarización de la vida política, en países de monarquías semiautocráticas o meramente constitucionales. Por ejemplo, en la Italia de la Monarquía Piamontesa, en la Alemania de la Monarquía Guillermina, en la Austria-Hungría de los Habsburgos o –a partir de 1931— en la España de la Pimera Restauración Borbónica, es decir, en los cuatro grandes países europeos que terminaron sucumbiendo, con muy distintos grados de resistencia popular, a golpes de Estado fascistas que vinieron a poner trágicamente fin en pocos años al efímero experimento democrático de la Europa de la posguerra.[40]
Dígase así, y tómese con el correspondiente grano de sal: Trostsky y Lenin, como Kautsky y Bernstein, pagaron intelectualmente muy caro en 1918-21 el caso omiso que la dirección de la socialdemocracia alemana había hecho en 1891 a la pregnante crítica engelsiana del Programa de Erfurt. Todos seguían dando por medianamente buena la “hoja de parra” pretendidamente “democrática” o “parlamentaria” con que las monarquías meramente constitucionales y/o sin sufragio universal “cubrían sus vergüenzas”, y cuando el final de la Gran Guerra hizo caer en Europa todas las hojas de parra y trajo consigo el sufragio universal, la democracia parlamentaria y la irrupción y ”rebelión de las masas” (Ortega) en la vida político-social por vez primera a escala continental, reaccionaron todos con parecida y desnortada gazmoñería ante el espectáculo de las vergüenzas al descubierto.
La proclamación popular, primero en Munich –en un improvisado mítin de masas del gran socialista de izquierda que fue Kurt Eisner (1867-1919)— y luego en Berlín, de la República alemana el 9 de noviembre 1918 sorprendió a los jefes supremos de la socialdemocracia mayoritaria (Scheidemann, Ebert) negociando en secreto con el príncipe Max von Baden la abdicación de Guillermo II en su hijo Guillermo de Prusia para salvar a toda costa la monarquía de los Hohenzollern. Presumiblemente, porque el fallido intentocoram populo de abdicación del zar Alejandro III en su hermano, el Gran Duque Miguel, habría dado paso en febrero de 1917 a la República en Rusia, y la República parlamentaria, ¡ay!, habría traído inexorablemente consigo en unos pocos meses el ascenso del bolchevismo al poder.
Lo cierto es que las socialdemocracias alemanas (mayoritaria e independiente) en el gobierno provisional no supieron qué hacer con la República. A diferencia de la socialdemocracia austriaca (o, años más tarde, en 1931, del PSOE) ni siquiera participaron de manera activa en la elaboración de la Constitución republicana de Weimar (1919), que dejaron en manos, básicamente, de la llamada “izquierda burguesa” del nuevo Partido Democrático de Max Weber y Walter Rathenau. Pero los redactores efectivos de la Constitución eran mucho más “burgueses” que de “izquierda”. No sólo permitieron constitucionalmente una “revisión judicial” contraparlamentaria que habría de quedar fatalmente en manos de una reaccionaria casta judicial guillermina intacta,[41] sino que el constitucionalista berlinés Hugo Preuss (1880-1925), “padre de Weimar”, fuertemente influido por su colega y mentor alsaciano Robert Redlob (1882-1962) –un enemigo mortal del carácter parlamentario de la III República francesa—, redactó en persona aquel malhadado artículo 48 que, al otorgar poderes excepcionales supraparlamentarios al Presidente de la República, habría de permitir andando el tiempo el golpe de Estado antiparlamentario del presidente Hindenburg en enero de 1933 y el acceso al poder de un partido parlamentariamente minoritario como el nazi, que tenía apenas un 33% del sufragio popular y contaba con un millón largo de votos menos que la sola suma de los de la SPD y la KPD (sin contar con el sufragio de los dos partidos burgueses aún lealmente republicanos, el Demócrata y el Centro Católico).
Es lo más probable que, retóricas guerra-civilistas aparte, ni Lenin ni Trotsky se engañaran en 1918-20 respecto de la peligrosa naturaleza “soberana” de la incipiente dictadura bolchevique y la radical incompatibilidad de la misma con la dictadura republicano-democrática “fideicomisaria” prevista por Marx y Engels.[42] Y favor de Lenin y de Trotsky tal vez pueda decirse que en ningún momento llegaron a pensar en otra posibilidad que la de afirmar provisionalmente su poder en el “eslabón más débil” de la geopolítica mundial sólo como reserva y palanca para la venidera cadena de revoluciones socialistas a escala europea (incluidas las colonias imperiales), cuyo estallido preveían inminente.
Pero en el verano de 1920, cuando se celebró el III Congreso de la Internacional Comunista –luego de los fracasos revolucionarios alemanes de enero de 1919 (que costó trágica y absurdamente la vida a Rosa Luxemburgo) y marzo de 1920 y del fracaso revolucionario italiano de septiembre de 1919—, tenía que estar ya meridianamente claro para dos Realpolitikerconsumados como Lenin y Trostky que el audaz e interesante experimento bolchevique de fomentar revoluciones e insurrecciones por doquiera aun a costa de la enconada división del movimiento obrero socialista internacional había llegado a su fin. Como es harto sabido, hicieron todo lo contrario de lo que aconsejaba ese sobrio reconocimiento de la situación, y a pesar de la nueva y poco creíble retórica del “Frente Único” con la socialdemocracia, persistieron en el experimento y en la división. Rosa Luxemburgo fue asesinada en enero de 1919 a manos de un pelotón de Freikorps de extrema derecha empleados para sofocar la rebelión en Berlín por el ministro del interior de la nueva República, el socialdemócrata de derecha Gustav Noske (1868-1946).[43] Paul Levi (1882-1930), su abogado y albacea testamentario, el cerebro más lúcido de la recién nacida y crecientemente antiluxemburguista KPD volvió a la socialdemocracia en 1921 tras la negativa de la IC del “Frente Único” a permitir la incorporación del ala izquierda de la USPD a la sección alemana de la IC. La USPD terminó disuelta, y el grueso de su ala izquierda, pro-bolchevique, acabó siguiendo el camino de Bernstein y de Kaustky, y volviendo con la cabeza gacha a la vieja SPD mayoritaria, ya completamente dominada por derechistas berroqueños como Ebert, Noske y Scheidemann. Así pues, la expresión política del otrora movimiento obrero más importante, disciplinado y masivo del mundo, terriblemente diezmado ya por la Gran Guerra, terminó en la República de Weimar quedando en manos de una extrema derecha socialdemócrata sólo republicana a su pesar[44] y de un estalinismo ferozmente antiluxemburguista y más sectario aún que primitivo.[45]
El 27 de abril de 1927, el más brillante, elocuente y respetado parlamentario del Partido Comunista de Alemania (KPD) en la cámara legislativa de la República de Weimar, el prestigioso historiador y clasicista Arthur Rosenberg (1889-1943), ultraizquierdista y antiluxemburguista en su juventud, cercano luego al gran Paul Levi, hacía pública su decisión de abandonar las filas del partido. No renunciaba a su escaño parlamentario en el Reichstag, empero. Y no tanto porque concediera un gran valor político al mismo, cuanto porque, dados los continuos cambios en la línea política y en la composición del equipo dirigente de ese partido, se negaba a exponer a sus electores a un “juego de azar” respecto de su sucesor. Conservaba el mandato, en tanto que “socialista sin partido.”[46] Un día antes, y al parecer en paralelo a otra del mismo tenor dirigida al mismísimo Stalin, había enviado al comité central de la KPD una carta que es mucho más que una mera motivación política al uso –cortés o enrabietada, pero rutinaria— de su portazo. Es, se verá en seguida, un extraordinario documento histórico en el que se revela por lo magnífico el genio de Rosenberg como analista político. Vale la pena citarla con extensión:
“El total derrumbe de la política de la Komintern en China inmediatamente después de la grave derrota [de la huelga general] en Inglaterra [1926] exige una revisión de la forma organizativa del movimiento obrero internacional. Cada vez es más claro que las incesantes derrotas de la III Internacional no pueden explicarse por causas externas, sino que estamos en presencia de un error de fondo del sistema. La moderna Rusia soviética se funda en el compromiso de los obreros calificados con los campesinos propietarios, y por lo tanto, en la democracia nacional rusa. Por eso la Rusia soviética sería el aliado natural tanto de los movimientos de liberación nacional en el extranjero [colonial], como de los estratos obreros socialistas moderados [metropolitanos], dispuestos al compromiso y deseosos de emprender la reconstrucción. Y sin embargo, los partidos comunistas fuera de la Rusia soviética, para justificar su propia existencia particular, se ven obligados a apoyarse en los estratos obreros más pobres, radicales, enemigos de los compromisos y antinacionales.[47] Por otro lado, la Komintern no puede estorbar a la política de la Rusia soviética. Así, surgen contradicciones insostenibles. Y de esas contradicciones nacen las constantes oscilaciones tácticas, los errores y las derrotas.”[48]
Lo que Rosenberg planteaba aquí, en un momento histórico –como enseguida veremos— crucial, era la inconsistencia, nacional e internacional, de la línea Bujárin-Stalin que se había impuesto desde 1925 con la liquidación de la política de industrialización a cualquier precio representada sobre todo por Trotsky, el fundador y jefe del Ejército Rojo y héroe de la victoria revolucionaria en la Guerra Civil. Esa política significaba, en el plano interno, la promoción de la industria pesada a costa del bienestar campesino y del consumo de la población trabajadora urbana, y tenía sólo sentido en la idea de “provisionalidad” de la dictadura del partido bolchevique, es decir, en la idea de que el testigo de la revolución iba a pasar de manera inminente –precisamente con la oportuna ayuda del poder bolchevique ruso a partidos comunistas jerárquica y conspiratoriamente organizados como secciones de la IC— a otros países de la Europa occidental (y a sus colonias). Refutadas concluyentemente por los hechos las razones, digamos que internacionalistas, de esa “provisionalidad”, todo tenía que ser revisado: la política interna rusa, no menos que la política internacional de la Komintern dimanante de su III Congreso de 1920.[49]  
No tenía, pues, sentido, en el plano interno, seguir manteniendo la dictadura del partido bolchevique. Rosenberg subraya que Rusia debería reconocerse políticamente como lo que, en su opinión, ya era en la práctica, “una democracia nacional” fundada en “el compromiso de los obreros calificados con los campesinos propietarios”. ¿Qué quería decir exactamente con eso? Es importante averiguarlo, porque –destaquémoslo una vez más— estamos estudiando un tiempo de vertiginosas mutaciones semánticas. Tal vez la mejor ayuda para entenderlo nos la proporcione un texto de 1914 firmado por uno de los mejores amigos personales y científicos no socialistas de Marx, y a quien ya hubo ocasión de referirse antes, el gran historiador agrario ruso Maksim Kovalevsky (1851-1916). En una conferencia dictada en París y enigmáticamente (para el lector de hoy) intitulada “¿Es Rusia una democracia social?”,[50] Kovalevsky, el sabio  que tanto había ayudado al último Marx a entender los complejos secretos de la vieja comuna rural rusa,[51] describía así la distribución de la propiedad de la tierra en la Rusia de 1914, que llevaba ya décadas de vertiginosa industrialización y disolución de las formas tradicionales de la propiedad agraria tradicional:
“- Bienes nobles: 49.906.000 desiatinas [una desiatina es un poco más de una hectárea, aproximadamente 1,1 Ha].
- Bienes en posesión de la clase comercial e industrial: 16.700.000 desiatinas.
- Bienes en posesión del clero: apenas 300.000 desiatinas (la secularización de los bienes monásticos tuvo lugar bajo el reinado de Catalina II).
En cuanto a la clase campesina, antes de la nueva reforma agraria [de 1906],[52] poseía ya, a título de indiviso, 138 millones de desiarinas, y a título privado, 13,2 millones. De modo que la nobleza posee hoy tres veces menos tierras que los campesinos. Se pueden estimar sus pérdidas de tierra [desde 1861] comparando el número de desiatinas actualmente en posesión de la nobleza con las que tenía en 1877. Entonces la nobleza contaba aún en la Rusia europea (…) con [cerca de] 77 millones de desiatinas. En 25 años ha perdido 23 millones. La corona y los infantazgos poseen en todo el Imperio una cantidad de desiatinas (154,7 millones) superior a la propiedad campesina, pero sólo 8 millones de las cuales sirven para la agricultura…”.
Consignada esta distribución, Kovalevsky observaba algo que vale la pena citar en toda su extensión porque le dará al lector de hoy una idea más rica y matizada de lo que podía significar todavía en la época (y desde luego, en tiempos de Marx y Engels) “democracia”:
“En un libro publicado en 1648 [La República de Oceana, obra capital del republicanismo moderno], el conocido escritor inglés Harrington sostuvo que la estructura social y política de un estado depende de la distribución de su propiedad de la tierra. Allí donde, como en Inglaterra, pertenece a un pequeño número de familias nobles, el Estado debería necesariamente ser aristocrático, mientras que la existencia de la pequeña propiedad servía de base a la democracia suiza y la concentración de todas las tierras en manos del sultán hacía de Turquía un imperio autocrático. Siguiendo ese razonamiento (…) debería admitirse a priori que la Rusia moderna está gobernada dentro de un espíritu democrático, y que este imperio de campesinos comunistas no está lejos de hallarse en las mismas condiciones de existencia que son propias de Suiza, todavía país de Allmende o tierras comunales. Los escritores de mi país aman entretener a sus lectores hablando de la gran democracia rusa, de sus aspiraciones igualitarias, del sentimiento de justicia social que regula su vida económica y determina sus inclinaciones hacia el socialismo y aun hacia el comunismo. Pero si se llega a preguntar cómo es gobernado este pueblo de 160 millones de almas, habrá que reconocer que en parte alguna se da tamaño abismo entre la masa de los gobernados y la ínfima minoría de los gobernantes: que quienes poseen las 3/4 partes de la tierra no desempeñan sino un débil papel en la marcha de los asuntos, y que el poder se halla concentrado entre las manos de la nobleza y de la alta burocracia en detrimento de los cultivadores de los campos y de los obreros de las ciudades.”[53]
Kovaleksky terminaba su brillante conferencia parisina de 1914 con esta profecía:
“Para concluir, diremos que actualmente Rusia está lejos de ser gobernada como corresponde a una democracia de campesinos que poseen las 3/4 partes del suelo cultivado. La burocracia, la nobleza cortesana y la pequeña nobleza rural, que ha ingresado en estos últimos años en las asambleas de la nobleza unificada, se han hecho con el poder. El gobierno y las cámaras legislativas se han dejado influir muchas veces por ellas.
Pero se trata de un estado pasajero, porque la nobleza ha perdido y sigue perdiendo su rango preponderante en el dominio político. Los bienes raíces pasan y han pasado ya en gran medida a los campesinos, mientras que los bienes muebles, el dinero y el crédito, se concentran en manos del tercer estado.
Sin arrogarme el papel de profeta, yo me creo autorizado a decir que la democracia rusa terminará por convertirse en una realidad en un futuro no muy lejano.”[54]
Pues bien; sólo 10 años después de la profecía de Kovalevsky, el gobierno revolucionario bolchevique parecía enfrentarse a este dilema: o se allanaba al reconocimiento de la realidad social “democrática” (en el sentido de Kovalevsky) de Rusia para convertirse políticamente en lo que Rosenberg llamaba una “democracia nacional” fundada en la alianza de obreros industriales calificados y campesinado (comunario, cooperativista y pequeño-propietario), lo que implicaba la renuncia a la política internacional revolucionaria de la Komintern; o, al contrario, se afianzaba como una dictadura soberana de partido único diz-que-obrero sin esperanzas internacionales razonables ya de que esa dictadura no fuera otra cosa que meramente provisional.  El triunfo de la línea “de derecha” de Bujárin (apoyada inicialmente por Stalin) en 1925 iba en esa línea, consistente en profundizar la rectificación que del “comunismo de guerra” durante la Guerra Civil hiciera el propio Lenin a partir de marzo de 1921 con la llamada Nueva Política Económica. La cabeza intelectualmente rectora de esa línea, aparte de Bujárin, fue el genial economista agrario socialista (de ascendencia populista o narodniki) Aleksandr Chayánov (1888-1937).
Chayánov era el heredero de una larga e interesante tradición rusa de elaboración analítica del cooperativismo campesino que contaba con antecedentes científicamente tan robustos como el “marxista legal” Sergei Prokopovich  (1871-1955) y, sobre todo, el “marxista revisionista” formado académicamente en Viena con los marginalistas austriacos y, luego, en Berlín, con los llamados socialistas alemanes de cátedra, Mijail Tugan-Baranovsky (1865-1919).[55] Prokopovich  y Tugan-Baranovsky habían concebido el cooperativismo agrario antes de la Gran Guerra, no como un medio de promoción de la economía socialista propiamente dicha en el agro, sino sobre todo como un instrumento de neutralización y auncaptación de benevolencia hacia la política socialdemócrata general entre los pequeños propietarios amenazados por la penetración del capital y de la banca en el campo, es decir, como un instrumento de defensa de la pequeña propiedad campesina ante la voracidad expropiatoria del capitalismo y sus economías de escala. Pero Chayánov desarrolló en 1919 una teoría muy original y analíticamente refinada de lo que él llamó un “colectivismo agrario cooperativista” –cuando menos compatible con una economía plenamente socialista— fundado en una analíticamente novedosa (y empíricamente muy bien investigada) teoría económica de los balances característicos de toda “unidad de producción campesina”.[56]  
El punto de partida de Chayánov, bajo la Revolución de febrero de 1917, habían sido las exigencias revolucionarias comunes a todas las fuerzas democráticas, y particularmente la de “La tierra para quien la trabaja”: “de acuerdo con esa reivindicación, toda la tierra que ahora forma parte de las grandes haciendas agrícolas debe pasar a fincas de campesinos autoempleados”. Y esa transferencia al campesinado de tierras privadamente poseídas debe llevarse a cabo:
-  O bien “en forma de socialización” (en el sentido de abolición de cualquier posesión privada de la tierra: “como el aire, pertenece por igual a todo el mundo”);
-  o bien “en forma de nacionalización, es decir, de transferencia al Estado de la propiedad y el control de la tierra”;
- o bien “en una forma que entrañara un papel decisivo para la autogestión en el control de la tierra” y que implicara el uso de un “impuesto único sobre la tierra”, a fin de ingresar una renta del suelo para beneficio del pueblo (siguiendo la idea de Henry George);
- bien, finalmente, a través de la creación de un “sistema público de regulación de la propiedad de la tierra, con prohibición del derecho de compra y venta de suelo”.[57]
La Revolución tenía que elegir entre esas varias opciones.[58]Pero  Chayánov buscaba encontrar la mejor solución al complejo problema de realizar la socialización de la tierra y su trasferencia a las unidades domésticas campesinas autoempleadas con el mínimo de dificultad y el mínimo de costes:
“Y se inclinó [en abril de 1917] por favorecer una combinación de las dos últimas alternativas: un sistema de regulación pública de la propiedad de la tierra y un sistema de impuestos progresivos a la tierra con el derecho adicional ‘a expropiar cualquier tierra’, puesto que él creía que eso haría enteramente posible ‘lograr automáticamente en una o dos décadas la nacionalización o municipalización.”[59]  
Su libro de 1919[60] venía a elaborar eso con toda una teoría nueva de la cooperación campesina colectiva. Se sabe que el último Lenin había estudiado a fondo ese libro, y que lo utilizó profusamente para su texto, escrito ya en el lecho de muerte: “Sobre la cooperación” (1923).
En 1926, Chayánov publicó una segunda edición revisada, en donde se entraba directamente en la polémica política del momento. La institucionalización de un sistema cooperativo colectivista de producción agrícola venía resolver del mejor modo –de modo democrático— el problema de las economías de escala, y de una manera mucho más eficaz y mucho más congrua con los ideales del socialismo que una autoritaria concentración estatitsta de la propiedad, y no digamos una  expropiatoria concentración capitalista de la propiedad. Chayánov
“… todo el sistema experimenta una transformación cualitativa que lo hace pasar de un sistema de hogares campesinos en los que la cooperación cubre ciertas ramas de su economía a un sistema basado en una economía rural cooperativa construido sobre el fundamento de una socialización del capital que deja la realización de determinados procesos a las unidades domésticas de sus miembros, quienes ejecutan el trabajo más o menos como una tarea técnica.”[61]
“La colectivización cooperativa” representaba el mejor, y tal vez el único modo posible de introducir en la economía campesina “elementos de una economía a gran escala, de industrialización y de planificación estatal”. Y no era su mérito menor el de su factibilidad sobre bases de todo punto voluntarias, lo que equivalía a una “auto-colectivización”.
Pero el camino de la Rusia soviética hacia una democracia nacional que, a partir de 1925 (con el XIV Congreso del Partido bolchevique), gentes como Rosenberg veían expedito tras el triunfo de la “línea Bujárin” inspirada en ideas de política económica como las de Chayánov se truncó decisivamente con el giro de 180 grados dado por Stalin en 1927. Un voltafacciaplasmado, en el interior, con una política de industrialización forzada a costa del bienestar y la propiedad de los campesinos y a costa del consumo de la clase obrera industrial urbana; y plasmado, en el exterior, con la ultrasectaria política decidida por el VI Congreso de la IC del “clase contra clase”, que venía ciertamente a romper con la incongrua política del Frente Único decidida por Lenin y Trostky en el III Congreso de la IC, pero del peor modo imaginable: los socialdemócratas pasaban ahora de ser “aliados” bajo permanente sospecha[62] a la categoría de enemigos directos de la revolución: “socialfascistas”. La lúcida carta de despedida de Rosenberg enviada desde Berlín trae causa precisamente en esto, aun cuando, como se ha visto, interpreta todavía el giro de Stalin, no como la inauguración de una época radical, enteramente nueva de afirmación de unadictadura (soberana) nacional concebida como un despotismo industrializador sine die de nuevo cuño que iba a traer consigo inmediatamente las colectivizaciones forzosas y las correspondientes masacres campesinas –por lo pronto en Ucrania, el antiguo granero del Imperio romano—, sino como “prisionero de las ideas de ayer”.   
A comienzos de 1930, sujeto ya una persecución policíaca cada vez más intensa e insidiosa, Chayánov logró publicar en la  Selskokhozyaistvennaya gazeta (Gaceta agrícola) un valiente artículo autobiográfico, “Sobre el destino de los neo-narodniki”, recapitulando su actitud –nunca fue bolchevique— ante la Revolución de Octubre:
“En general, coincido totalmente con [Jean] Jaurès en que una revolución sólo puede ser o totalmente rechazada o totalmente aceptada tal y como es. Yo me he guiado por esa idea desde el estallido mismo de la revolución. Así, pues, mi actitud ante la Revolución de Octubre no se ha decidido en el presente, sino en aquel día de enero de 1918 en que la Revolución descartó la idea de la Asamblea Constituyente y siguió la vía de la dictadura proletaria. Desde febrero de 1918, mi vida ha estado continuamente ligada a la reconstrucción de nuestro país; (…) yo creo que nadie tiene o puede tener razón alguna para negarse a describirme como un trabajador soviético, tal cual, sin comillas.”[63]
En 1920 había escrito una maravillosa eutopía, tal vez la mejor, y desde luego la más hermosa, del siglo XX: “Viaje de mi hermano Alexei al país de la Utopía campesina”. Era una visión futurista de Moscú en 1984 –la necia e inverosímil distopía de Orwell 1984 copió probablemente la fecha—, una ciudad totalmente remodelada en el seno de una economía social democráticamente instituida como un continuum campo-ciudad tecnológicamente muy avanzado y con sobrada capacidad para sobrevivir, también militarmente, en un ambiente internacional más bien hostil.[64]
En 1930 fue arrestado por vez primera y procesado bajo la acusación de pertenecer a un supuesto “Partido de los Campesinos y Obreros” que sólo existía literariamente en su eutopía de 1920.  Todo quedó en nada, en buena parte a causa de la entereza demostrada por Aleksándr en la farsa judicial. En 1932 volvió a ser detenido, juzgado –esta vez en secreto— y condenado a 5 años de trabajos forzados en Kazajistán. El 3 de octubre de 1937 fue detenido de nuevo e inmediatamente ejecutado en secreto, sin siquiera el vistoso y escandalosamente falsario proceso público que llevó a la “confesión” y posterior ejecución en el mismo año del gran Bujárin (“el favorito del Partido”, a decir del último Lenin). La obra de ambos y su memoria ha sobrevivido parcialmente hasta nuestros días gracias a la fiel y valerosa tenacidad de sus respectivas viudas, inclementemente perseguidas ellas mismas, pero longevas: Olga Chayánova (18 años en un campo de concentración, fallecida en 1983, cuatro años antes de que Aleksándr fuera oficialmente rehabilitado en la URSS) y Anna Larina (20 años en prisión, destierro y campos de concentración, fallecida en 1996, ocho años después de la rehabilitación oficial de Mijail).
Así como, contra todo pronóstico, el proyecto revolucionario de Lenin y Trotsky sobrevivió a todas las calamidades entre 1918 y 1923, también contra todo pronóstico[65] el despotismo industrializador de Stalin y su equipo[66] sobrevivió. Churchill, su aliado en la II Guerra Mundial, dejó famosamente dicho que Stalin había comenzado a ejercer su poder en un país “con arados de madera” dejando en 1953 un país que “había desarrollado la energía atómica”. El descrédito democrático internacional del despotismo industrializador y de su corolario político, la dictadura soberana de Stalin y su equipo, llegó a su cénit entre los Procesos de Moscú (1937) y el pacto Molotov-Ribbentrop de no agresión con la Alemania de Hitler (firmado en 1939, ¡apenas unas semanas después de la derrota de la II República española, a la que la URSS y la República de México habían sido los dos únicos países en ayudar militarmente frente a la agresión de las potencias fascistas del Eje!). Pero la contribución absolutamente decisiva del Ejército Rojo y de la Rusia soviética, a partir de junio de 1941, y a un coste humano apenas concebible, a la derrota militar del nazismo cambió radicalmente la percepción de la opinión pública democrática internacional luego de 1945. Y pocas dudas pueden caber de que la sóla existencia de la URSS explica en buena parte el que las viejas clases rectoras occidentales se allanaran, mal que bien, en la posguerra a tolerar la construcción de estados democráticos y sociales de derecho y a prestar menor resistencia a los procesos de descolonización que se desarrollaron en todo el planeta.[67]
En 1967, con ocasión del cincuentenario de la Revolución de Octubre, el gran analista político y erudito historiador filotrotskysta polaco exilado en Londres Isaac Deutscher se sintió obligado a repetir, sin citar expresamente a su autor, las palabras del conservador Winston Churchill sobre los “arados de madera” y la “energía atómica”.[68] Su juicio global sobre el legado de la Revolución de Octubre era muy parecido al de su amigo, colaborador científico en labores de historia de la Revolución rusa y protector político-académico en Inglaterra, el diplomático y académico left-liberal británico E.H. Carr. A diferencia de la Revolución francesa, la Revolución rusa, con un “coste terrible” había durado. Mientras que en los 50 años siguientes a su Gran Revolución, Francia había conocido la I República democrática, la reacción Termidoriana, el Directorio, el Consulado, el Primer Imperio, la Restauración borbónica y la Monarquía orleanista de julio de 1830, Stalin y su equipo se mantenían inalterablemente en el poder desde 1925, y por torcida y aun criminal que fuera su dictadura, seguía manteniendo incólumes los símbolos y las liturgias de Octubre de 1917.  Su impacto sobre el mundo contemporáneo había sido duradero. Carr, por ejemplo, menciona  a menudo como indiscutibles legados de Octubre la irrupción de las masas en la política del siglo XX y la planificación estatal de la vida económica. Sus logros eran “irreversibles”, porque –eso nos sonará—, no eran “utopías”, sino que iban en el sentido de la evolución social histórica.[69] En uno de los volúmenes finales de su Historia de la Revolución Rusa, Carr dejó famosamente dicho:
“Muy raramente, tal vez, en el curso de la historia habrá tenido que pagarse un precio tan monstruoso para alcanzar el objetivo deseado”.[70]
Con esa misma orientación, en la primera de sus ya mencionadas Conferencias Trevelyan en Cambridge, Deutscher citará, para defender el largo experimento soviético, al gran historiador de la efímera Revolución inglesa que fue Trevelyan: como en el caso de los Puritanos revolucionarios ingleses de 1649, “sus buenas obras sobrevivirán a sus locuras”.
En la segunda Conferencia Trevelyan, Deutscher empezó de la forma más tradicional:
“”En 1917 Rusia experimentó la última de las grades revoluciones burguesas y la primera de las revoluciones proletarias de la historia europea.”
Pero Deutscher era demasiado buen historiador y demasiado inteligente como para aceptar a cierraojos toda esta grosera falsificación kaustkyano-estaliniana de las “revoluciones burguesas”. Observa, por ejemplo, que en la revolución “burguesa” de febrero, el primer gobierno provisional burgués “ni siquiera se atrevió destruir las grandes haciendas aristocráticas y a dar tierra a los campesinos”:
“Incluso como revolución burguesa, la de Febrero fue una revolución manquée.” 
Y se cree entonces obligado a unas puntualizaciones que tienen para nosotros el mayor interés:
“Me veo precisado a ofrecer aquí, a riesgo de repetir lo obvio, una breve definición de ‘revolución burguesa’. El punto de vista tradicional, ampliamente aceptado por marxistas y antimarxistas por igual, es que en esas revoluciones la burguesía jugó el papel dirigente, estuvo a la cabeza del pueblo insurgente y se hizo con el poder. (…) A mí me parece que esa concepción, sea quien sea la autoridad a la que se atribuya, es esquemática y carece de realidad histórica. Tomada al pie de la letra, uno podría llegar a la conclusión de que la revolución burguesa no es sino un mito que difícilmente pudo ocurrir jamás, ni siquiera en Occidente. Los empresarios capitalistas, los comerciantes y los banqueros no se contaban entre los dirigentes de los Puritanos o entre los comandantes de los Ironsides, ni estaban en el Club de los Jacobinos, ni en cabeza de las masas que asaltaron la Bastilla o invadieron las Tullerías. (…) Las clases medias bajas, los pobres urbanos, los plebeyos y los sans culottes compusieron los grandes batallones insurgentes.”[71]
¿En qué consiste entonces una “revolución burguesa”? La respuesta no puede ser más estupefaciente. En las consecuencias a largo plazo de la misma, pero sólo tras el triunfo de una contrarrevolución (esa sí, añadamos nosotros, “burguesa”). Esas revoluciones:
“… terminaron creando, a menudo sin saberlo, las condiciones  bajo las cuales los industriales, los comerciantes y los banqueros lograron ganar predominio económico y, a largo plazo, incluso [sic!] supremacía social y política. Las revoluciones burguesas crean las condiciones en las que la propiedad burguesa puede florecer. En eso, y no en los particulares alineamientos durante la lucha, radica sudifferentia specifica.”
Se observará que incluso un marxista crítico tan culto y bienintencionado como Deutscher se hallaba ya en 1967 a años luz de un Mathiez, un Chayánov o un Kovalevsky en la comprensión de las complicadas e históricamente proteicas sutilezas de la institución político-social de la propiedad. Y es que, efectivamente, la “cultura europea” –como habíamos visto profetizar al Lenin de 1915 (véase la nota 14)— se desplomó tras dos guerras mundiales y las experiencias del exilio, el fascismo y la represión estalinista. Lo que había sido el rico y vigoroso pensamiento socialista europeo del primer tercio del siglo XX había prácticamente dejado de existir en el último, al menos como comunidad deliberativa compuesta de distintas corrientes intelectuales vivas y mutuamente fertilizantes.
Sea ello como fuere, es evidente que el propósito de esta metodológicamente impropia redefinición ad hoc de las “revoluciones burguesas” por sus consecuencias a largo plazo, siendo “injusta” con la Revolución Francesa al hacer depender su carácter y naturaleza, no de ella misma, sino precisamente de la contrarrevolución que la yuguló luego de Termidor, buscaba hacer algún tipo de “justicia” a la Revolución de Octubre. Si Rosa Luxemburgo alabó en 1918 a los bolcheviques diciendo que “¡osaron!”, Deutscher los alababa cincuenta años después viniendo a decir de ellos y de sus sucesores: “¡duraron!”; ¡lograron contra viento y marea, con altibajos y a un “precio monstruoso”, mantener sus cambios a largo plazo! Y eso es lo que presumiblemente haría de la rusa una revolución “proletaria” y no, como la francesa, “burguesa”.
Ahora, cincuenta años después, huelga decirlo, el criterio ad hoc de Deutscher se volvería incluso contra su propia intención política: la Revolución de Octubre también debería ser considerada “burguesa”, porque “a largo plazo” habría terminado creando, y de la peor manera tras 1990, “las condiciones en las que la propiedad burguesa puede florecer”.
Hoy resulta tal vez difícil de creer, pero lo cierto es que la duradera pervivencia de la Unión Soviética terminó siendo aceptada, incluso por sus peores enemigos, como un éxito, como una realidad que iba, mal que bien, con el signo de los tiempos y de la  “evolución social”, y la onda expansiva de la que provenía, la Revolución de Octubre, difícilmente podía verse en 1967, salvo por encallecidos guerreros fríos entonces situados en la franja lunática de la academia (como Berlin, Popper o Hayek, a los que Carr y Deutscher tanto despreciaban científicamente), del modo en que, en cambio, sí vieron desde el comienzo a la Revolución Francesa los liberales (Constant, Bentham, Say), los conservadores (Burke) y los reaccionarios (Chateaubriand) de finales del XVIIl y comienzos del XIX: como puro extravío y obra de locura y vesania de sus iniciadores.
Ahora –es evidente— las fuerzas conservadoras de nuestro tiempo se aprestan a recordar ad deterrendum el centenario de la Revolución de Octubre en términos muy parecidos a como, desde el comienzo, quisieron las fuerzas contrarrevolucionarias europeas decimonónicas recordar a la República democrática de Robespierre y a su programa de “economía política popular”:
“Yo me sentiría dichoso si, recordando esos tiempos de dolores y depravaciones terribles, contribuyera por mi parte a extinguir en la clase trabajadora e industrial todo deseo, toda pretensión de ejercicio del poder; y a salvarla de sus propios desvaríos, de sus propios furores, para que los condene y reniegue de ellos desde el momento en que, libre y emancipada de toda efervescencia política, se halle rendida a su buen sentido natural y a sus ocupaciones habituales e inofensivas.”[72]
Y me parece que actos como el de hoy en la UAB son una modesta pero valiosa contribución de los académicos que todavía aman la verdad a recordar la Revolución de Octubre muy de otra forma.— Barcelona, 7 de Noviembre de 2016, 99º aniversario de la Revolución de Octubre
Notas:

[1] Avanti, 24 Noviembre de 1917. 
[2] Prefacio a la edición francesa del Bolchewismus Sackkasse(1930): Le bolchevisme dans l’impasse, Paris, Alcan, 1931, pág. 13-14
[3] Deutsche Geschichte des 19. und 20. Jahrhunderts, Francfort del Meno, Fischer, 1992.
[4] Hay traducción castellana de Roberto Bravo de la Varga: El mundo de ayer, Barcelona, Acantilado, 2002.
[5] “An Autobiography”, publicado póstumamente por vez primera en: Michael Cox, comp., E.H. Carr. A Critical Appraisal, Nueva York, Palgrave McMillan, 2000, pág. xiii.
[6] Así se titula precisamente el Capítulo 2 de Marcelo Carmagniani: Estado y Sociedad en América Latina 1850-1930, Barcelona, Crítica, 1984, págs. 99-175.
[7] Mike Davis, Late Victorian Holocausts, Londres, Verso, 2001
[8] Citado por Adolfo Gilly, La revolución interrumpida, México, Era, 1994, pág. 303.
[9] Marx-Engels Werke (MEW), Dietz, Berlín, 1979, Vol. 35, pág. 166.
[10]  Marx escribió la carta a la redacción de la revistaOtechestvennie Sapiski [Anuario de la patria] poco después de la aparición del artículo del ideólogo de los populistas Mijailovsky “Karl Marx ante el tribunal del señor J. Shukovski” (publicado en el nº 10 de O.S., en octubre de 1877). Marx no llegó a enviar la carta. Engels la encontró entre los papeles póstumos de Marx, hizo varias copias y mandó una de ellas, con una carta fechada el 6 de marzo de 1884, a Vera Zasulich. Traducida por ella al ruso, la carta se publicó en el nº 5 delVestnik Naordnoi Voli y, en octubre de 1888, en el Yuridicheski Vestnik. Aquí se traduce, según la edición publicada en la MEW  Berlín, Vol.19, págs. 107-112.
[11] Kovalevsky dejó escrito un interesante documento sobre su relación personal y científica con Marx recogido en la valiosa colección de testimonios personales sobre Marx editado por Vladimir Victorov Andoratskij: Karl Marx, eine Sammlung von Erinnerungen und Aufsätzen, Zurich, Ring Verlag, 1934.
[12] Rosa Luxemburg, "Zeit der Aussaat", Volkswacht, Breslau, 25 de marzo de 1910. Kautsky censuró la publicación de este artículo en la revista teórica oficial dirigida por él, Die neue Zeit.
[13] Para toda esta discusión, y lo que sigue, cfr. Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004, cap. V. 
[14] Citado por Roman Rosdolsky, Imperialist War and the Question of Peace. The Peace Politics of the Bolsheviks before the November 1917 Revolution, cap. 2. (Puede leerse online en la web www.marxists.org).
[15] Cfr. Barbara Evans Clements, A History of Women in Russia, Bloomington, Indiana Univ. Press, 2012, cap. V.
[16] Rabinowitch, Prelude, pag. 105
[17] “Le Bolchévisme et le Jacobinisme”, enero 1920 (edición de la Librairie du Parti Socialiste et de l’Humanité, París).
[18] Alexander Rabinowitch,  Prelude to Revolution,Bloomington, Ind. Univ. Press, 1991.
[19] Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks in Power,Bloomington, Ind. Univ. Press, 2007, Prefaciopágs. IX-X
[20] La designación como dictaduras soberanas de estos regímenes políticos de raíces y propósitos tan distintos no tiene que ver con la noción anhistórica de “totalitarismo” que se hizo popular, bajo la guerra fría, entre ciertos filósofos (como la heideggeriana Hannah Arendt) y publicistas. Los historiadores profesionales jamás la aceptaron, entre otras cosas porque presupondría un trabajo de historia comparada que nadie se molestó en hacer: esa consigna metodológica de “archivo, archivo, archivo y hechos, hechos, hechos” en que tan donosamente insiste en cuanto se le presenta la ocasión mi admirado amigo, el gran historiador español Ángel Viñas. La historiadora australiano-británica Sheila Fitzpatrick –discípula de Carr— demolió la categoría de “totalitarismo” como concepto analíticamente valedero en los años 80 y 90 con sus soberbiamente investigados libros sobre la Rusia de Stalin, y señaladamente en Every Day Stalinism. Ordinary Life in Extraordinary Times: Soviet Russia in the 1930s (Oxford, Oxford Univ. Press, 2000).  Recientemente, ella misma ha editado un libro que viene a cumplir ese trabajo serio, nunca antes hecho por los propagandistas del “totalitarismo”, de historia comparada, y al que significativamente ha tituladoBeyond Totalitarianism. Stalinism and Nazism Compared  (Michael Geyer y Sheila Fitzpatrick, eds., Cambridge, Cambridge Univ. Press, 2009).
[21] “Décret de constitution du comité de salut public”,  publicado en Le Moniteur universal, no 99 del 9 agosto de 1793 p. 76 (para Leer on line [archive])
[22] “Introduction a la réedition”, en Albert Mathiez, La réaction thermidorienne, Paris, La Fabrique, 2010, pág. 36.
[23] “Zur Kritik des sozialdemokratischen Programmentwurfs 1891”, en MEW, Vol. 22, págs. 227-238.
[24] Escrito con toda probabilidad a fines de 1918. Aquí se citará conforme a la siguiente edición: Rosa Luxemburg,Politische Schriften, Volumen III, Francfort, Europäische Verlagsanstalt, 1968, págs. 106-141
[25] La crítica a la política agraria del bolchevismo recién llegado al poder consistía básicamente en mostrar el contraste entre la (“necesaria”) política ultracentralizadora de la industria con la nacionalización de la banca, el comercio y las fábricas y la renuncia a hacer lo propio (contra el programa bolchevique tradicional) con el suelo y la gran propiedad agraria: “aquí, al contrario, descentralización y propiedad privada”. Eso sería una concesión a los socialrevolucionarios populistas y “al movimiento espontáneo del campesinado”. Pero al “destruir y disolver la gran propiedad agraria, el punto de partida más adecuado para la economía socialista”, la “reforma agraria leninista le ha creado al socialismo en el campo una nueva capa popular hostil, cuya resistencia será mucho más peligrosa y tenaz de lo que fue la de la nobleza terrateniente”. El pronóstico no podía ser más premonitorio. Nótese, sin embargo, la ausencia en esta discusión de cualquier preocupación por la vieja comuna rural rusa colectiva. Ahora hemos soltado una liebre que no debemos todavía perseguir.  Pero véase más adelante, y particularmente la nota 58 de este texto.
[26] Se puede, por ejemplo, recordar que, en mayo de 1936, previendo la sublevación fascista, el redactor del programa del Frente Popular, el eminente civilista madrileño Felipe Sánchez Román, propuso a Azaña una dictadura (fideicomisaria) republicana. Una propuesta que Don Manuel rechazó. Sánchez Román partió entonces hacia México y fue, en 1937, uno de los arquitectos jurídicos de la nacionalización del petróleo emprendida por el gobierno de Lázaro Cárdenas.
[27] Shakespeare, Macbeth, Acto I, Escena 3 (diálogo de Banquo con las brujas). La traducción es mía, como la de todas las citas de este texto, salvo indicación expresa de lo contrario.
[28] En la Introducción de 1891 a la reedición de  La guerra civil en Francia de Marx, Engels dejó escrito redondamente que: “Contra la inexorable transformación de todos los Estados y órganos estatales hasta ahora conocidos de servidores [fideicomisarios] de la sociedad en señores de la sociedad, la Comuna de París [1871] utilizó dos medios infalibles. Primero: hizo que todos los cargos –administrativos, judiciales, docentes— resultaran elegidos por sufragio universal de los interesados [de los comitentes], y desde luego con posibilidad de destitución inmediata por parte de esos mismos interesados. Y segundo: pagó para todos los servicios públicos, altos o bajos, sólo el salario percibido por los demás trabajadores”. (MEW, Vol. 22, págs. 509-27.)  Que la posición del viejo Engels era (y es) teoría política republicana moderna convencional podrá tal vez comprenderlo mejor el lector si recuerda la famosa sentencia del juez norteamericano Vanderbilt reafirmando en 1952 la naturaleza jurídica fiduciaria del poder político y de la administración en una República (con o sin sufragio universal, es decir, democrática o no): “[Los funcionarios públicos] se hallan en una relación fiduciaria con el pueblo que los ha elegido o los ha nombrado para servir (…) En tanto que tales, son fideicomisarios (trustees) del interés público, y se hallan bajo la ineludible obligación de servir al público con la mayor fidelidad. Al desempeñar los deberes de su cargo,  se les exige que lo hagan con toda la inteligencia y toda la pericia de que sean capaces, que sean diligentes y concienzudos, que no ejerzan su discrecionalidad de modo arbitrario, sino razonable, y sobre todo, que procedan de buena fe, con probidad e integridad. (…) Tiene que ser inmunes a las influencias corruptoras, y tienen que operar franca y abiertamente a la luz del escrutinio público, de manera que la opinión pública pueda conocer y juzgarles equitativamente, a ellos y a su trabajo (…)Esas obligaciones no son meros conceptos retóricos o abstracciones idealistas sin fuerza ni efectos prácticos; son obligaciones impuestas por el derecho común a los funcionarios públicos, que tienen que aceptarlas como materia legal cuando acceden a un cargo público. La exigencia jurídica del cumplimiento de esas obligaciones es esencial para el sentido y la eficacia de nuestro Estado, que existe para beneficio del pueblo”  (Driscoll v. Burlington-Bristol Bridge Co., 86 A.2d 201 at 221-22 (N.J. Sup. Ct. 1952). El énfasis es mío, A.D.
[29] “En vez de aspirar resueltamente, en el espíritu de la pura política internacional de clase que en otros ámbitos representaban, a la más compacta unión de las fuerzas revolucionarias en todo el territorio del Imperio, en vez de defender con uñas y dientes la integridad del Imperio ruso como ámbito de la revolución y de oponer, como mandato supremo de la política, la pertenencia común y la indivisibilidad de los proletarios de todos los países en el ámbito de la revolución rusa a todas las aspiraciones nacionalistas particulares, lo que los bolcheviques han logrado con la tronante fraseología del ‘derecho de autodeterminación hasta la posibilidad de la separación estatal’ es todo lo contrario: regalar a la burguesía de todos los países periféricos el más brillante pretexto que pudiera desear para convertirlo en bandera de sus aspiraciones contrarrevolucionarias.” Para una muy competente revisión histórica de las interesantes raíces históricas de la posición bolchevique favorable al derecho de autodeterminación nacional, véase, en SinPermiso electrónico, 1 de junio 2014, el artículo de Eric Blanc “Liberación nacional y bolchevismo: la aportación de los marxistas de la periferia del Imperio Zarista” (traducción castellana de Gustavo Búster):http://www.sinpermiso.info/textos/liberacin-nacional-y-bolchevismo-la-aportacin-de-los-marxistas-de-la-periferia-del-imperio-zarista.
[30] Leon Trotsky, Communisme et terrorisme (1920), reedición: París, Ink Book Edition,   2012, cap. III, pág. 120. Respuesta a Kautsky: Kommunismus und Terrorismus, Ein Beitrag zur Naturgeschichte der Revolution (1919)
[31] Trotsky, “La Guerra y la Internacional”, un panfleto escrito en septiembre de 1914. La cita está tomada de Roman Rosdolsky: Imperialist War and the Question of Peace, op.cit.
[32] Eduard Bernstein, Sozialdemokratische Lehrjahre. Autobiographien. Berlin 1918, Dietz, Berlin, 1991, p. 240. La lección de Bernstein en la Humboldt a la que alude él mismo aquí ha sido recientemente republicada como Capítulo 2 (“Die naturrechtliche Begründung des Sozialismus” [La fundamentación iusnaturalista del socialismo]) en: Eduard Bernstein, Der Sozialismus einst und jetz, , Berlín, Jazzbee Verlag Jürgen Beck, 2009.
[33] Cfr. Antoni Domènech, “’Democracia burguesa’: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo”, en Viento Sur, Nº 100, enero 2009, págs. 95-100.
[34] Wilhelm Wachsmuth, Geschichte Frankreichs im Revolutionszeitalter, 4 Vols., Hamburgo, Perthes Verlag, 1840-44.
[35] MEGA IV, 2 (Exzerpte 1843 bis Januar 1845), Berlín, Dietz, 1981, pág. 169. Las cursivas son de Marx. Cuando en elManifiesto Comunista (1848) Marx y Engels declararon que socialistas y comunistas eran un “ala de la democracia”, no hacían sino plegarse al uso común de la palabra en su tiempo: socialistas y comunistas representaban políticamente, dentro del conjunto del “pueblo” –del “cuarto estado”— a los trabajadores asalariados modernos, al “proletariado industrial”.
[36] El énfasis es mío, A.D. Citado por Alexander Rabinowitch,Prelude to Revolution. The Petrograd Bolsheviks and the July 1917 Uprising, Bloomington, Indiana Univ. Press, 1991, pág. 119.
[37] Communisme et terrorisme, op.cit, pág. 106.
[38] Antes de la Representation of the People Act de 1918, sólo 7,1 millones de varones disponían de derecho de sufragio. La nueva ley electoral triplicó el volumen del electorado hasta alcanzar más de 21 millones (8,4 de los cuales, mujeres). 
[39] Véase, por ejemplo, el reciente libro de Selina Todd, The People. The Rise and Fall of the Working Class, Londres, John Murray, 2014. También resulta instructivo el libro de Lucy Lethbridge: Servants. A Downstairs View of Twentieth-century Britain, Londres, Bloomsbury, 2013.
[40] En su pequeña obra maestra de los años 30, Angelo Tasca mostró, el primero, cómo el ascenso al poder de Mussolini, aun con el pretexto del miedo al bolchevismo, fue básicamente una reacción a la incipiente democratización de la vida social y política en la Italia de posguerra (El nacimiento del fascismo, trad. de Antonio Aponte e Ignacio Romeral, Barcelona, Ariel, 1969). Y, en general, para los cuatro países mencionados, véase El eclipse de la fraternidad, op. cit., capítulos VI-X.
[41] El redactor socialista de nuestra constitución republicana de 1931, el gran penalista Luis Jiménez de Azúa, aleccionado por los errores de Weimar, evitó conscientemente ese peligro mortal a la “República de trabajadores” española, diseñándola unicameralmente y sin posibilidad de revisión judicial contraparlamentaria. Resulta sumamente instructiva la lectura de su Preámbulo, en donde se contrapone con toda claridad la concepción republicana –lockeano-kantiano-robespierreana, si así puede decirse— de la división de poderes a la concepción de Montesquieu que, más propia de una monarquía constitucional, permite al poder judicial y al poder ejecutivo limitar a placer al legislativo.
[42] Ahora sabemos que ni siquiera Stalin se engañó al respecto, como puede verse en los Diarios de Dimitrov, uno de los documentos inéditos más importantes publicados en los últimos años sobre la historia del comunismo. Por ejemplo: Dimitrov anota una conversación con Stalin del 6 de diciembre de 1948, en dónde éste dice redondamente que, para Marx y Engels, “la mejor forma de dictadura del proletariado” era “la república democrática”, lo que “para ellos significaba una república democrática en la que el proletariado tenía un papel dominante, a diferencia de las repúblicas suiza o americana”; y 

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