Bukelismo y la banalización de la política
A finales de 2012, Mario Vargas Llosa publicó La civilización del espectáculo, libro denso y provocador y de permanente actualidad. En él mostraba su preocupación por la rampante depreciación de la cultura en las sociedades contemporáneas, la que a partir de la superficialidad y la frivolidad “da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia con un mínimo esfuerzo intelectual”, lo que en opinión del intelectual propaga el conformismo en sus peores manifestaciones: complacencia y autosatisfacción.
Si uno revisa los periódicos de los primeros meses de 1972, se encontrará imágenes de los candidatos recorriendo en caravanas el país, a veces a lomo de caballo, “trabajando los territorios” decía un activista. Lo mismo acontecía a finales de la década con los dirigentes del movimiento social de izquierda; a través de una densa y compleja red, el Bloque Popular Revolucionario o la Coordinadora Revolucionaria de Masas eran capaces de convocar multitudinarias manifestaciones que retaban al gobierno. La misma tónica se impuso en los años de la posguerra. Arena y FMLN se disputaban por ser el partido que más público convocaba en sus mítines. Esta forma de hacer proselitismo político exigía mucho esfuerzo a los dirigentes y militantes, pero tenía la virtud de acercarlos y reforzar vínculos a través de la interacción presencial.
Las formas de movilización política han cambiado en los últimos años. Hoy tenemos un presidente que ganó las elecciones con una mínima interacción personal y prácticamente sin tener una estructura partidaria territorial. Sin mensaje político, pero con un funcional discurso populista fue capaz de ganarse el apoyo de los votantes, no proponiendo sino explotando los desencantos y resentimientos acumulados en la población. Puede decirse que con un mínimo de inversión, Nayib Bukele obtuvo extraordinarios dividendos, que un año después de estancia en el poder aún le generan altos indicadores de popularidad. Que Bukele acertó en su estrategia es innegable. Si esto es beneficioso para el país es, cuando menos, discutible.
Retomando las ideas de Vargas Llosa, es plausible afirmar que esta forma de hacer política la “empobrece”. Por varias razones. En primer lugar, la política es contraposición de ideas, por lo tanto el debate le es consubstancial. Bukele, como todos los populistas, es tremendamente provocador, pero rehúye el debate. Solo se siente cómodo con absolutos contundentes, pero insostenibles. Se afianza con tres o cuatro ideas atractivas pero superficiales, sobre las cuales vuelve una y otra vez, sin entrar en ningún momento en una discusión de fondo.
Durante la campaña escuchamos etiquetas como “Los mismos de siempre” para referirse a sus adversarios, y eslóganes del tipo “El dinero alcanza cuando nadie roba” como promesa de una administración intachable. Ya en el gobierno, Bukele acuñó nuevas frases tergiversando la realidad, como cuando afirmó que: “La @SalaCnalSV nos acaba de ordenar que, dentro de 5 días, asesinemos a miles de salvadoreños”, o más recientemente, “¿Por qué tanto odio al pueblo salvadoreño?”
Sin embargo, planteamientos tan pobres como rebatibles tienen mucha aceptación entre la población, porque aparentemente son de sentido común y tan contundentes que no requieren discusión. Tantas veces se nos ha dicho que la política es sucia como otras tantas los políticos han dado fe de ello. Tantos casos de corrupción hemos conocido y tan pocos políticos han sido enjuiciados y mucho menos condenados por ellos. Ahora bien, un mínimo de análisis demuestra que tales afirmaciones son ciertamente rebatibles, a condición de que se analicen debidamente, y sobre todo que se contrapongan discursos y prácticas.
Bukele y los suyos reproducen en sus prácticas lo que critican en sus discursos. Basta revisar la manera en que Bukele conformó su gabinete de gobierno con amigos y parientes después de despotricar contra el nepotismo y de despedir, poniendo en la picota y a veces violando el debido proceso, a funcionarios del anterior gobierno. Ni que decir de su resistencia a transparentar la gestión pública, o de su rechazo a la separación de poderes.
La “nueva forma de hacer política” tiende a reducir a la ciudadanía a un mero ejercicio de conexión vía redes sociales que vuelve al ciudadano simple consumidor de tuits, cuya actividad se restringe a dar me gusta y reenviar mensajes tan agresivos y contundentes como superfluos y empobrecedores. Sin embargo, crea la impresión de ser partícipes de la vida política, con poco esfuerzo, pero también con mínima incidencia.
Hacia las décadas de 1970 y 1980, hacer política exigía compromiso, disposición de asumir la ideología hasta las últimas consecuencias. Lo que menos había eran libertades políticas y garantías, pero quienes entraban a la política, ya fuera en los partidos o en los movimientos sociales, asumían el reto y muchas veces las consecuencias. Por suerte esos tiempos de la política heroica y martirial ya pasaron. Pero no debiéramos olvidar que las libertades de las que hoy gozamos, libertad de expresión y respeto a la voluntad política expresada en las urnas, son resultado de largas luchas, nutridas por ideologías contrapuestas que al final transigieron en el reconocimiento del otro.
“Nuevas ideas” supone nuevas formas de hacer política, pero difícilmente será una experiencia política, mucho menos una “escuela” política. Su principal líder carece de pensamiento político, pero no de “intereses políticos”. Carece de disposición al debate, a la discusión franca. Es dogmático e intolerante. Gusta del gesto provocador pero superfluo. Pocas cosas pueden ser más “políticamente empobrecedoras” que una cadena de tuits originada en Casa presidencial, y la cantidad de “me gusta” que generan es prueba de ello.
Como diría Vargas Llosa, hoy en día muchas personas se complacen en su ciudadanía de “mínimo esfuerzo”, obnubiladas por un líder que apuesta más por la descalificación que por las propuestas; que magnifica o inventa enemigos con el único objetivo de unir a sus seguidores en torno a lo que rechazan, y que no duda en erigirse en mediador y representante de la voluntad popular. Llegado a este punto, la tentación de juntar pueblo, líder y Dios es irresistible, como ya ha sucedido muchas veces. Con lo cual, la razón se aleja y la pasión se impone.
Para complicar más la situación, ya estamos en campaña para las próximas elecciones. Nuevas Ideas se apresta a ganar alcaldías y diputados con el fin de “equilibrar” fuerzas, especialmente en el legislativo. Sus candidatos reproducen mecánicamente el estilo del presidente; faltos de razones, apelan a las pasiones. Hoy resulta que funcionarios de gobierno que no se han distinguido por sus logros sino por sus exabruptos y falta de capacidad, pretenden llegar a la Asamblea, no en búsqueda de gobernabilidad, sino de cambiar la aritmética legislativa a favor del presidente.
Sería ingenuo pensar que la política, sobre todo la partidaria, pueda ser absolutamente racional, pero no debiera estar sujeta a los apasionamientos, la intolerancia y la superficialidad. Desde la amplitud y variedad de posicionamientos político-ideológicos, es posible construir entendimientos mínimos que le den rumbo al país. Y ese desinterés por el consenso es justamente el rasgo distintivo de este Gobierno, porque su estilo de hacer política solo tiene sentido desde la confrontación y la descalificación constante de lo que se ha dado en llamar “el sistema”, obviando la flagrante contradicción que como gobierno es parte del sistema, tanto que ya muestra los mismos vicios que antes criticó. Pero esas taras solo serán visibles si rompemos los esquemas mentales impuestos por la banalización de la política.
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