Opinión
04/01/2019
El desenlace electoral de 2019 está cerca. Cuando cierre la jornada de votación del próximo 3 de febrero, no habrá encuestas prelectorales que valgan, pues lo único que contará serán los resultados efectivos que se desprendan de la decisión que cada quien tomará al momento de dejar su marca sobre la bandera del partido y la fórmula presidencial de su preferencia.
Por ahora, estamos como cuando, antes del lanzamiento aire de una moneda, se calcula la probabilidad de que caiga cara o corona (50% y 50%). Cuando se realiza el lanzamiento, el cálculo previo queda atrás, y sólo importa el resultado efectivo del mismo. Hacia eso vamos; a lo que en verdad cuenta: los resultados electorales del 3 de febrero, respecto de los cuales las encuestas no son la anticipación de nada, sino sólo el cálculo mental de sus probabilidades.
Dicho lo anterior, hay valoraciones del proceso electoral que se pueden hacer desde ya, aunque también se podría esperar a la culminación de la jornada electoral de febrero. Sin que vaya en desmedro de un análisis posterior, creo que es oportuno adelantar algunas reflexiones en torno a lo que considero el saldo negativo que, desde criterios democráticos, está dejando la actual campaña electoral. Ese saldo negativo tiene que ver con daños significativos a la institucionalidad política y a la cultura democrática, cuyo recuento será una tarea de primera importancia cuando este proceso llegue a su fin, pero del cual se pueden anticipar algunos aspectos. Voy a referirme aquí al segundo de los temas, dejando para otra ocasión el primero.
Por el lado de la cultura democrática, ésta no puede echar raíces ahí donde el debate de ideas, razonado, informado y crítico, no es promovido o, peor aún, es aniquilado por discursos (si es que se les puede llamar así) sin contenido, ilógicos e incoherentes. Asimismo, la posibilidad de una cultura democrática se ve ahogada cuando el debate de ideas es anulado por spots, frases sueltas, elaboraciones fantasiosas y estribillos que no resisten el menor contraste con la realidad.
La actual campaña política, lamentablemente, ha estado lejos de ser un espacio para el debate crítico, el debate de planteamientos e ideas. Esto, por lo demás, no es una novedad; en campañas políticas pasadas, el debate de ideas –uno de los pilares de la democracia— estuvo a la zaga de lo promocionado por la publicidad y la propaganda de baja calidad. Precisamente, lo preocupante es que esto no sea algo inédito, sino algo que guarda continuidad con prácticas viejas, que los más optimistas creyeron superadas. No es que estemos volviendo al pasado; más bien, el pasado no se ha ido: lo peor suyo se resiste a morir, al ser recreado por quienes no tienen la capacidad (o las ganas) de ver que el empobrecimiento del debate público causa un grave daño a nuestra incipiente democracia.
Dos cosas relativamente nuevas (pero que en esta campaña se han ganado un peso extraordinario) son, por un lado, la proliferación de opiniones, comentarios y burlas en las “redes sociales”; y, por otro, el impacto social que han tenido (y tienen) los discursos ligeros, incoherentes y llamativos puestos en circulación en esas redes. Es increíble cuánta gente –incluso con credenciales académicas— celebra como genialidades lo que no son más que ocurrencias publicitarias sin contenido. La proliferación de opiniones sin sentido en las redes sociales (aderezadas con las denigraciones y las malcriadezas de rigor) ha erosionado el ya endeble debate público en nuestro país.
En fin, en la actual campaña política, lo peor del pasado se ha conjugado con unos potentes recursos tecnológicos que, en las manos equivocadas, han dado (y están dando lugar) a una cascada interminable de opiniones ligeras y sin sentido, así como a ataques arteros y denigraciones personales, que contaminan el ambiente y pervierten la capacidad de razón de quienes entran en el juego de los dimes y diretes de las redes sociales.
A este empobrecimiento de la cultura política han contribuido, también lamentablemente, las encuestas de opinión preelectoral. Un instrumento valioso para el análisis de las percepciones ciudadanas ha sido incorporado al vagón de los instrumentos de manipulación y propaganda políticas.
No hay nada radicalmente nuevo en esto, salvo por el abandono por parte de las casas encuestadoras de los intereses propiamente cognoscitivos. Y es que desde criterios de conocimiento bastaría con un par de buenas encuestas; desde criterios propagandísticos y de mercadeo, cuantas más encuestas se hagan, mejor, pues así las instituciones que las realizan, además de hacerse sentir en el mercado académico, influyen más en la opinión de la gente y se congratulan con el partido (o candidato) de su preferencia1.
Ha quedado atrás el propósito de dotar a los ciudadanos de unas buenas herramientas de análisis y reflexión para su mejor decisión a la hora de votar. Ni las opiniones y diatribas en las redes sociales ni las encuestas están movidas por ese objetivo, sino más bien por uno opuesto: anular la capacidad de razonamiento de las personas para que éstas, como autómatas, sigan los dictados impuestos por quienes más vociferan en las redes y en los espacios mediáticos articulados con ellas.
De hecho, una cultura política sin debate de ideas, con opiniones inducidas desde las redes sociales (y sus medios asociados) y reafirmadas (y reforzadas) hasta el cansancio por las encuestas de opinión no sólo no es una cultura política democrática, sino que es una cultura que no contribuye a la formación de ciudadanos. Lo que corona estos ataques arteros a la ciudadanización es el discurso “antipolítica”, que ha encontrado en las redes sociales, principalmente, la plataforma idónea de lanzamiento y propagación. Lo paradójico de todo esto es que quienes hacen de la antipolítica su carta de presentación pública no dudan en usar los mecanismos de la “sucia” política para acceder a los “despreciables” cargos públicos de alto nivel.
El discurso antipolítica no sólo blinda a sus portavoces para comprometerse políticamente con la sociedad –elaborando planteamientos razonados sobre la realidad del país y confrontando esos planteamientos con otros— sino que genera en sus destinatarios (los simpatizantes y seguidores) actitudes de complacencia ante los líderes. La disonancia cognoscitiva se convierte en la regla que gobierna sus percepciones: se rechaza todo aquello que vaya en contra de lo que el líder (o sus voceros) opina o hace. El fanatismo entra en escena. Se asume que el líder tiene irremediablemente la verdad de su parte, que sus críticos siempre están equivocados y que, por estar equivocados, siempre atacan.
Nada nuevo, en definitiva. Todo esto ya se ha dado en nuestro país y en otros en décadas pasadas. Que se siga dando; que no lo hayamos superado ni hagamos algo para ponerle freno; que lo celebremos; que sigamos tropezando de nuevo con la misma piedra… Eso es lo preocupante. O sea, nada de vino nuevo en odres viejos, sino todo lo contrario: vino viejo en odres (relativamente) nuevos.
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