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¿Cuándo y cómo se jodió mi país?

¿Cuándo y cómo se jodió mi país?

Texto: Benjamín Cuellar Fotografías: Gerardo Magallón










San José las Flores, El Salvador. Civiles durante una explicación sobre la instrumentación de los acuerdos de paz.

El 16 de enero de 1992 se firmó el Acuerdo de paz de El Salvador; así lo denominaron oficialmente, pero terminó siendo más conocido como el Acuerdo de Chapultepec por el emblemático castillo ubicado en el entonces Distrito Federal mexicano, adonde se realizó tan trascendental evento para nuestra sociedad. En ese documento se incluyeron los compromisos establecidos y asumidos por las partes enfrentadas en un prolongado y doloroso conflicto armado, con el propósito de finalizarlo definitivamente. Fue el último tramo de un trayecto que duró formalmente veintiún meses y unos días; la Organización de las Naciones Unidas (ONU) afirmó que con el desarrollo exitoso de esa etapa de negociaciones y acuerdos el país ya estaba situado en y recorriendo “el camino de la paz”.1

Mucho se había hablado para bien sobre los “acuerdos” para alcanzar esta cuando, año tras año, se acercaba un nuevo aniversario del fin de la guerra; alrededor de esa fecha emblemática, se nos venían encima una avalancha de invocaciones y loas para dichos arreglos entre el Gobierno de la época y la entonces fuerza política militar conocida desde que fue anunciado su surgimiento –el 10 de octubre de 1980– como el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Todo mundo aplaudía; quien no lo hacía estaba situado en el lado incorrecto de la historia; la euforia era casi generalizada y cualquier asomo de crítica y pesimismo era visto mal, ignorado o atacado.

No eran bien vistos por ciertos ojos, pues, los cuestionamientos al desarrollo del proceso de pacificación salvadoreño; o, al menos, no lo fueron durante un buen tiempo. Yo los hice desde casi su inicio. La falta de una mirada objetora al mismo impidió corregir a tiempo el rumbo errado que se tomó, tras haber renunciado casi desde el principio recorrer en serio la vía trazada para pacificar esta tierra. Sin embargo, no fue así; en la misma se mantuvieron reinando entre las mayorías populares2 el hambre y la sangre, cuyo soporte tras el fin de los combates militares continuó siendo la impunidad para las minorías privilegiadas entre las cuales habría que incluir –en adelante– allá en la cola a cierta parte de la dirigencia rebelde.

  1. ¿De qué “acuerdos” hablamos?

Desde que acabó la confrontación interna hasta la fecha, ya sea en favor o en contra, al momento de discutir acerca de la realidad nacional durante la posguerra y en los discursos de ocasión al respecto siempre y de manera casi generalizada se ha hecho referencia –insistente y erróneamente– al 16 de enero de 1992 como el día en que se firmaron los “acuerdos de paz”. Error craso de forma y fondo, pues este fue el final; previamente hubo otros cinco.3

El primero, el de Ginebra, lo rubricaron el 4 de abril de 1990. Este es poco o quizás nada conocido. Lástima grande, porque constituye la esencia de lo que debía ocurrir en adelante, del deber ser; tenerlo presente siempre era lo debido, pues en su contenido quedaron estampados los cuatro grandes objetivos del proceso de pacificación. Tan importante era que, cuando lo suscribieron las partes, estuvo presente el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) –Javier Pérez de Cuellar– como actor principal en de dicho evento y garante de lo que pasaría después. “He aceptado –afirmó Pérez de Cuéllar y lo respaldó con su firma– llevar a cabo este esfuerzo a pedido del Gobierno y del FMLN, y porque he recibido seguridades de ambas partes de que existe un propósito serio y de buena fe de buscar dicho fin [de la guerra] por la vía de la negociación”.4

Ese, el cese al fuego en el plazo más corto posible, era el primero de los grandes propósitos convenidos entonces y se alcanzó entre el 31 de diciembre de 1991 y –como ya se apuntó– el 16 de enero de 1992. ¿Cuál eran los otros tres? Claros, concisos y contundentes: garantizar el respeto irrestricto de los derechos humanos, impulsar la democratización del país y “reunificar” la sociedad. Sobre este último, siempre he externado mi reparo: no se puede reestablecer algo que nunca ha existido. Y al revisar la historia republicana de El Salvador, se observa antes una unidad que se pudiera aspirar a recuperar.

La finalización de la guerra podía quedar en manos de los militares y políticos de ambos bandos; el involucramiento de la población civil no combatiente en ello, no tenía cabida. Así que ese componente del proceso se logró materializar; y se logró de manera impecable. Por ese éxito merecían las partes aprobación y felicitación nacionales e internacionales. Pero no pasó lo mismo con los restantes porque no permitieron, de diversas maneras, que participara protagónicamente en el proceso la que debió ser su resplandeciente “estrella”: una sociedad que ya se había involucrado activamente en el Debate Nacional sobre la paz en El Salvador (DN).

El trabajo que requirió este esfuerzo, fue realizado del 17 de junio al 18 de agosto de 1988; el 3 y 4 de septiembre se elaboró el documento final. “Acogiendo el clamor del pueblo salvadoreño por la paz, debido a los indecibles sufrimientos de casi ocho años de conflicto bélico, el Arzobispado de San Salvador” –se dijo entonces– “ha convocado a las fuerzas sociales más representativas del país para que, en un esfuerzo común, busque los puntos fundamentales de consenso que puedan poner fin a la guerra y sirvan de base a formas de convivencia más acordes con el mandamiento supremo del amor que debe distinguir a los discípulos de Cristo”.5

Entre las “fuerzas sociales” involucradas directamente en el proceso –más de un centenar– hubo asociaciones profesionales, universidades y entidades vinculadas al mundo cultural, empresa privada, organizaciones laborales, instituciones humanitarias, agrupaciones de personas damnificadas y desplazadas, así como representantes del sector religioso, entre otras. En el desarrollo de esta productiva e interesante iniciativa, se procesaron 53 propuestas. Abrí este paréntesis para mostrar que la experiencia del DN debió haber sido considerada por las partes firmantes de los acuerdos que frenaron la guerra, a fin de generar mecanismos para la participación de las mencionadas “fuerzas sociales” en el cumplimiento de los compromisos adquiridos.

Retomando lo relativo al Acuerdo de Ginebra, hay que analizarlo para responder las interrogantes incluidas en el título de esta reflexión; también para ver, con ese lente, cómo está el país y qué hay que hacer para enderezar el demasiado arriesgado rumbo en el que lo ha colocado –desde que acabó la guerra y hasta el día de hoy– una conducción partidista desacertada por politiquera e irresponsable. Como se señaló arriba, más allá del discurso y lo “políticamente correcto”– tanto ARENA como el FMLN se empeñaron en mantener visiones y actitudes nada congruentes con los compromisos de fondo que adquirieron hace casi 32 años, allá en la segunda ciudad de Suiza.

Cabe acá, entonces, interrogarnos si a estas alturas se debe hablar aún del Acuerdo de Ginebra o mejor de su recuerdo. Quizás mejor de lo segundo y es una lástima porque –para ilustrar figurativamente lo que en realidad eran ambos acuerdos– el contenido del de Chapultepec incluía el listado de medicamentos, algunos amargos pero necesarios, que se le debían recetar y administrar al herido y doliente cuerpo nacional. Ejemplos: una institución estatal para promover y defender los derechos humanos, en primer lugar, así como una entidad policial única con su academia propia para formar a sus integrantes y cuyo fundamento fuera –precisamente– el respeto de la dignidad de las personas y los grupos sociales; reducción cuantitativa del ejército y cualitativa, al quitarle de su misión lo relativo a las tareas de seguridad pública; nueva doctrina militar; y la creación del Tribunal Supremo Electoral, entre otros.

Pero el diagnóstico de las enfermedades casi terminales que padecía El Salvador y su tratamiento quedó determinado en el Acuerdo de Ginebra. No tener siempre presente este documento, posibilitó que se aplicaran mal los remedios y que los dolores de patria continuaran afectando su salud y produciendo numerosas afectaciones entre sus mayorías populares: tanto por la muerte lenta producto de la exclusión y la desigualdad, como por la muerte violenta producto de la violencia y la inseguridad. Ambas, eso sí, basadas principalmente en la impunidad.

Dicho de otra forma: estrenamos carro nuevo y bonito para recorrer “el camino hacia la paz”, pero las partes que hicieron la guerra y destruyeron el anterior –viejo y feo– se adjudicaron turnarse el timón y condujeron el auto en medio de los combates de otra guerra entre ambas: la electorera. En pocas palabras: distinto escenario, pero siempre ocupado por los mismos actores con las mismas mañas. Estos abandonaron aquel camino y siguieron el que más le convenía a sus intereses.

  1. ¿Por qué abandonaron “el camino de la paz”?

Recién iniciado, hubo una decisión política que socavó de raíz el prometedor proceso de pacificación: la de echar al basurero la obligación que asumieron para dejar funcionar de forma ejemplarizante los tribunales de justicia, de cara a los casos incluidos en el informe de la Comisión de la Verdad y otros similares. Ello, quedó redactado en el Acuerdo de Chapultepec, “independientemente del sector al que pertenecieren sus responsables”. Esa disposición la denominaron “superación de la impunidad”;6 pero al aprobar una amnistía amplia, absoluta, incondicional y ‒por tanto‒ contraria a los estándares internacionales de derechos humanos en la materia, lo que lograron fue el fortalecimiento de la misma. Eso ocurrió el 20 de marzo de 1993, cinco días después de la presentación pública del citado reporte de la Comisión de la Verdad.

Para entonces, el FMLN aún no tenía representación parlamentaria pese a ser ya ‒desde el 14 de diciembre de 1992‒ partido político. Pero era el otro protagonista de la firma de los acuerdos y del cumplimiento de los compromisos adquiridos. Siendo una de las partes del proceso pacificador y sabiendo el daño que se le haría a este con la anterior disposición, pudo haber dado la batalla para garantizar que eso no ocurriera; debió apelar a la ONU, en general, y en particular a los “países amigos” de esa gran empresa que apenas arrancaba.7 Lo pudo y debió haber hecho, sobre todo en algo tan delicado para un razonable desarrollo del mismo: dejar atrás, de una vez por todas, la impunidad.

De haber honrado su palabra empeñada cumpliendo a cabalidad ese vital compromiso, se le habría confirmado al país y al mundo que en adelante nadie estaría por encima de la ley. Sin embargo, decidieron cubrirse mutuamente y esconderse con ese “trapo sucio” de la impunidad. En la práctica a los victimarios imprescindibles, varios incluidos con nombre y apellido en el informe de la Comisión de la Verdad, se les recriminó su responsabilidad en esa barbarie reportada; pero, a pesar de eso, podían repetirla ellos u otros porque en el país no serían castigados. A sus víctimas les incrementaron el sufrimiento pues debían resignarse a no obtener justicia; quienes aspiraban a lograrla se veían orillados a buscarla como venganza, sea por “mano propia” o “comprándola” fuera de un sistema que les negaba un legítimo y elemental derecho.

De esa forma atrofiaron aún más un sistema judicial interno cuestionado acremente dentro y fuera del país. Asimismo, fueron burlados y despreciados los sistemas internacionales de protección de derechos humanos. En julio de 1997 el secretario general de la ONU ‒Kofi Annan‒ lamentó que las partes y, “especialmente el Gobierno, no cumplieron un mayor número de recomendaciones de la Comisión de la Verdad. Un ejemplo claro del rechazo de las conclusiones de la Comisión de la Verdad lo constituyó la aprobación de una amplia ley de amnistía pocos días después de la publicación del Informe de la Comisión. La celeridad con que esta ley se aprobó en la Asamblea Legislativa puso de manifiesto la falta de voluntad política de investigar y llegar a la verdad mediante medidas judiciales y castigar a los culpables”.8

De igual manera, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se refirió a este asunto considerándolo como la reacción más negativa al documento de la Comisión de la Verdad. El entonces presidente Alfredo Cristiani, el 18 de marzo de 1993 –tres días después de su publicación– aseguró que solo abarcaba una parte de los hechos ocurridos y que había que “borrar, eliminar y olvidar la totalidad del pasado” de manera “global”. Asimismo, lanzó un llamado a “apoyar una amnistía general y absoluta, para pasar de esa página dolorosa de nuestra historia y buscar ese mejor futuro para nuestro país”.9 Eso fue escuchado por la Asamblea Legislativa y se materializó dos días después.

La CIDH recordó haberle enviado a Cristiani el 26 de marzo de 1993 una nota advirtiéndole –entre otros asuntos– “que los acuerdos de carácter político celebrados entre las partes, no pueden eximir de ningún modo al Estado de las obligaciones y responsabilidades que éste ha asumido en virtud de la ratificación, tanto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, como de otros instrumentos internacionales sobre la materia”.10 En concreto, destacaba el deber de investigar los hechos, sancionar a los responsables y reparar el daño causado a las víctimas.

Lo formuló la CIDH con toda la razón y el sustento correcto pues con la amnistía les estaba asegurando la impunidad a quienes asesinaron, capturaron, torturaron, desaparecieron personas individualmente y masacraron poblaciones enteras; pero sobre todo a los que ordenaron ejecutar las atrocidades, a quienes los financiaron y los encubrieron. Se estaba despreciando y victimizando así, nuevamente, a quienes en el pasado reciente habían sufrido toda clase de atropellos contra su dignidad.

Esta fue la mayor y más grave traición de ese par de contrarios a su palabra empeñada y es que, hablado o no, estaban de acuerdo en este asunto. Había que protegerse. Más allá de las apariencias poco sostenibles y de las retorcidas justificaciones, el tiempo se ha encargado de confirmarlo; sobre todo después de que, el 13 de julio del 2016, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia decidiera declarar inconstitucional esa amnistía de marzo de 1993.

Cabe traer a cuenta, además, que en el informe público de la Comisión de la Verdad hubo algo que fue especialmente examinado y etiquetado: el fenómeno de los escuadrones de la muerte, a los que señaló como “los instrumentos más atroces de la violencia que conmovió al país durante los últimos años”.11 La citada Comisión, pese a no señalarlos como tales, también reconoció que existieron grupos insurgentes los cuales llevaron a cabo acciones que “podían añadirse a la violencia perpetrada por los escuadrones de la muerte”.12

En concreto, expresó que se debería “adoptar todas las medidas […] precisas para asegurarse del desmantelamiento de los mismos. A la luz de la historia del país, en este campo la prevención es imperativa. El riesgo de que tales grupos renueven su acción siempre existe”. Por ello, recomendó emprender “de inmediato una investigación a fondo” y solicitar, “por los canales que la confidencialidad que la materia impone, el apoyo de la policía de países amigos que estén en condiciones de ofrecer, dado el aún incipiente desarrollo de la nueva Policía Nacional Civil salvadoreña”.13

Dicha misión planteada y urgida por la Comisión de la Verdad, inició su concreción hasta el siguiente año. El Grupo Conjunto para la investigación de Grupos Armados Ilegales con motivación política en El Salvador, en adelante el Grupo Conjunto, se instaló casi nueve meses después de haberse recomendado su creación: hasta el 8 de diciembre de 1993. Pero el inicio de su trabajo real arrancó, con la integración progresiva del equipo técnico, a partir del 1 de febrero de 1994.

No obstante las resistencias, que las hubo y muy fuertes, se hizo realidad su existencia. Las razones de esto último, se resumieron así: “Considerando las recomendaciones hechas por la Comisión de la Verdad, el resurgimiento de la violencia durante el año 1993 y el consenso de las partes firmantes del Acuerdo de Paz, con la mediación de Naciones Unidas se llegó a un acuerdo sobre la creación del Grupo Conjunto, con el objetivo de ayudar al Gobierno de El Salvador a descubrir la existencia de los grupos armados ilegales con motivación política, que desde la firma de los Acuerdos de Paz el 16 de enero de 1992, estaban poniendo en peligro el proceso de paz”.14

Su mandato era: “Organizar, dirigir y supervisar un equipo de investigación técnico integrado por profesionales nacionales y extranjeros de probada competencia, imparcialidad y respeto a los derechos humanos”. Además, debía elaborar un informe final con sus respectivas conclusiones y recomendaciones.15

Como bien se observa, en el medio estaba la violencia que permanecía y esta era la oportunidad para enfrentarla en serio, hasta lograr reducirla y finalmente controlarla. Así, luego del desarrollo de sus labores, el Grupo Conjunto entregó varias conclusiones y recomendaciones. Cabe destacar entre las primeras, un par. Tras la guerra, estaba claro y confirmado: continuaron vivas y activas, organizaciones criminales que optaron “por el recurso a la violencia para la obtención de resultados políticos”.16 Eso era una realidad y así se informó al país y al mundo.

También se concluyó que la información recabada era suficiente para hacer funcionar, de manera adecuada, el sistema interno encargado de impartir justicia y garantizar el respeto de los derechos humanos. Pero había que profundizar aún más los hallazgos derivados de las investigaciones del Grupo Conjunto, para establecer responsabilidades precisas en los hechos y sancionar a quienes legalmente lo merecían.

Era ese sistema interno el que debía asumir esta enorme y crucial tarea. Por ello, buena parte de las recomendaciones que hizo este ente apuntaban al fortalecimiento del mismo que –a pesar de todo lo hecho antes– no cambiaba; no querían que cambiara y no lo dejaban cambiar poderosos intereses de sectores minoritarios de las élites política, económica, social y militar. Al igual que ocurrió con muchas recomendaciones de las ofrecidas por la Comisión de la Verdad, de nuevo se desperdició otra preciosa oportunidad para iniciar el combate real contra la impunidad y aspirar primero a su reducción progresiva, luego a su erradicación definitiva.

Los intereses y las veleidades de esos grupos de poder y otros que se movían entre las “penumbras”, terminaron por imponerse sobre este otro esfuerzo valioso: el realizado por el Grupo Conjunto. ¿Cuáles “penumbras”? Las del gatopardismo ‒cambiar todo para no cambiar nada– y el fingimiento, las del cumplimiento aparente y el incumplimiento indecente; pero sobre todo la de los pactos bajo la mesa, no escritos y menos firmados. Más allá del brillo que la ONU quiso sacarle a la realidad salvadoreña de la posguerra para exhibirla como “trofeo”, esta siguió siendo estructuralmente la misma.

De entre esas “penumbras”, en 1994 surgió algo más oscuro en el oriente del país: la “Sombra negra”, concretamente en el departamento de San Miguel. Después de operar ejecutando –al mejor estilo de los escuadrones de la muerte durante la guerra– a delincuentes comunes e integrantes de pandillas o maras, a mediados de 1995 se realizaron más de una docena de capturas de algunos de sus miembros.

Pero era tal el apoyo para esta agrupación criminal en la posguerra, que hasta el gobernador migueleño de la época protestó por las citadas detenciones que fueron realizadas como fruto de la labor de una unidad especial creada –dentro de la División de Investigación Criminal policial‒ en cumplimiento de una recomendación hecha precisamente por el Grupo Conjunto. Lástima grande que la existencia de dicha unidad especial fue efímera; la desaparecieron sin brindar mayores explicaciones, lo que abrió las puertas a la especulación que sobre todo apuntaba a los sectores turbios que pretendían mantener vigente e impune la violencia, tanto política como de “limpieza social”.

Finalmente, otra de las medicinas que echaron al traste fue la del Foro para la concertación económica y social, mediante el cual se pretendía “revisar el marco legal en materia laboral para promover y mantener un clima de armonía en las relaciones de trabajo, sin detrimento de los sectores desempleados y del público en general”. Asimismo, debía proponer “el análisis de las comunidades marginales urbanas y suburbanas con miras a proponer soluciones a los problemas derivados del conflicto armado de los últimos años”.

Lo siguiente era en realidad una “belleza”: “En términos generales, el Foro será el mecanismo para concertar medidas que alivien el costo social del programa de ajuste estructural”. Pero ni eso cumplieron. Al final de 1993 suspendieron “temporalmente” su actividad, con el pretexto de que el siguiente año –el 20 de marzo– se realizarían las elecciones legislativas, municipales y presidencial. Transcurridas estas, el dichoso Foro para la Concertación Económica y Social nunca volvió a la vida.

Breve pero lógica conclusión

Visto todo lo anterior, es de sentido común la respuesta a las preguntas formuladas en el título de este texto. ¿Cuándo y cómo se jodió El Salvador? En 1993 con el mal cumplimiento o, de plano, el incumplimiento pleno de compromisos esenciales para la buena marcha del proceso mediante el cual–como bien cantó Silvio– mi país podría haber sido “adorable o por lo menos querible, besable, amable…” Las responsabilidades principales y decisivas para que ello haya sucedido, se les deben endilgar a las partes marrulleras que no honraron ni su palabra ni sus firmas. Así, dejaron que prevalecieran vivas las perversidades de la exclusión, la desigualdad, la violencia, la inseguridad y la impunidad.

Esta última es la base para que esos males se mantengan dañando profundamente a nuestras mayorías populares que como antes, durante la posguerra, en buena medida aún siguen siendo sedadas por cantos de sirena disfrazados de las “nuevas ideas” propias del sumamente peligroso oficialismo actual. Esto último, da para otro artículo más…

1 Naciones Unidas. ACUERDOS DE EL SALVADOR: EN EL CAMINO DE LA PAZ, reimpresión hecha por ONUSAL, Oficina de Información Pública, Imprenta El Estudiante, San Salvador, DPI/1208-92615, noviembre 1993

2 Ignacio Ellacuría, rector mártir de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), llamó así a la población que “vive en unos niveles en los que apenas puede satisfacer las necesidades básicas fundamentales […] marginada frente a unas minorías elitistas. Su exclusión no se da por “leyes naturales o por desidia personal o grupal, sino por ordenamientos sociales históricos” que las tienen en una “posición estrictamente privativa y no meramente carencial”. La explotación sufrida les impide “aprovechar su fuerza de trabajo o su iniciativa política”.

3 Entre el de Ginebra y Chapultepec, se firmaron los siguientes acuerdos: el de Caracas (“Agenda y calendario del proceso completo de negociación”, el 21 de mayo de 1990); el de San José (“Acuerdo sobre derechos humanos”, el 26 de julio de 1990); el de México (“Acuerdos políticos”, el 27 de abril de 1990) y el de Nueva York (25 de septiembre de 1991), así como las actas de Nueva York I (31 de diciembre de 1991) y Nueva York II (13 de enero de 1992).

4 Naciones Unidas. ACUERDOS DE EL SALVADOR: EN EL CAMINO DE LA PAZ…, p. 1.

5 Arzobispado de San Salvador. El clamor por la paz, Documentos de invitación al Debate nacional, DEBATE NACIONAL 1988, San Salvador, El Salvador, ver https://archive.org/stream/ElSalvadorDebateNacional1988/El+Salvador+-+Debate+Nacional+1988_djvu.txt

6 “Se reconoce la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos. A tal fin, las Partes remiten la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad. Todo ello sin perjuicio del principio, que las Partes igualmente reconocen, de que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”. Naciones Unidas. ACUERDOS DE EL SALVADOR…, Acuerdo de Chapultepec, capítulo I, número 5, p. 55.

7 Colombia, México, Venezuela y España.

8 Naciones Unidas. LA SITUACIÓN EN CENTROAMÉRICA: PROCEDIMIENTOS PARA ESTABLECER LA PAZ FIRME Y DURADERA, Y PROCESOS PARA LA CONFIGURACIÓN DE UNA REGIÓN EN PAZ, LIBERTAD, DEMOCRACIA Y DESARROLLO. Evaluación del proceso de paz en El Salvador. Informe del Secretario General, Asamblea general, Quincuagésimo primer período de sesiones, Tema 40 del programa, 1° de julio de 1997, párrafo 25, p.7.

9 Ibid., disponible en Web. http://www.cidh.org/countryrep/ElSalvador94sp/ii.d.compromisos.htm

10 Ibid.

11 Betancur, Belisario y otros. De la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), 533, marzo 1993, Año XLVIII, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), p. 318.

12 Ibid., p. 275.

13 Cfr., ibid., p. 318.

14 Documento especial. Informe del Grupo conjunto para la investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador, primera parte, 28 de julio de 1994, Revista Estudios Centroamericanos (ECA), Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), 550, agosto 1994, Año XLIX, p. 859.

15 Ibid., p. 860.

16 Ibid., p. 993.

Benjamín Cuéllar. Abogado y politólogo salvadoreño. Fue fundador y secretario ejecutivo del Centro Fray Francisco de Vitoria, en México DF de 1984 a 1991. De 1992 al.. dirigió el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» en El Salvador. Es miembro fundador de Víctimas Demandantes, VIDAS, en donde actualmente trabaja.

Gerardo Magallón. Cubrió para la Agencia France Presse el proceso de negociación entre el gobierno y la guerrilla salvadoreña, así como el proceso de desmovilización y entrada en vigor de los acuerdos de paz. Ha trabajado para diversos medios internacionales, como The New York Times, actualmente es colaborador en Desinformémonos.

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