28-06-2016 |
Una forma ‘legalizada’ de delincuencia
El surgimiento de la "corporatocracia"
Clearinghouse
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Las corporaciones transnacionales están causando estragos en los sistemas financieros, económicos sociales y ecológicos mediante una parsimoniosa colonización de la vida pública en la que apenas 147 organizaciones controlan ahora el 40 por ciento del comercio mundial.
La sensación de que hay algo que ya no está del todo bien se ha generalizados. Sabemos que hay una lenta colonización de la vida pública por parte de las corporaciones porque estamos al corriente de que se está produciendo un golpe de Estado a cámara lenta por parte de algunas organizaciones transnacionales, una operación que viene siendo facilitada por nuestros dirigentes políticos. La prueba irrefutable de ello nos golpea en la cara cada día con una oleada tras otra de crisis financieras, económicas, sociales y ecológicas.
Una clara e inquietante imagen del poder de las corporaciones se ha hecho visible en los últimos años en los que la creciente desigualdad es sencillamente lo que hoy día distingue la actividad corporativa en expansión de aquellos que van quedando atrás.
Un estudio realizado en 2000 por Corporate Watch, Global Policy Forum y el Institute for Policy Studies (IPS) reveló algunos hechos alarmantes sobre el crecimiento de la corporatocracia, que debería haber sido metido en vereda hace años por los gobiernos occidentales. En lugar de eso, literalmente las corporaciones han cogido el timón.
Coincidiendo con el cambio de milenio, este estudio confirmó que mientras en el mundo había unas 40.000 corporaciones, las que de verdad tenían alcance e influencia globales eran apenas 200. Estas colosales organizaciones –algunas de ellas mayores que varias economías nacionales– controlaban perfectamente más de la cuarta parte de la actividad económica del planeta al mismo tiempo que cuatro de cada cinco habitantes del mundo estaban completamente excluidos y marginados o eran perdedores netos como resultado directo de las actividades de estas corporaciones.
La lectura del estudio del IPS es muy incómoda. En la larga lista de cargos, lo que más alarma es que al mismo tiempo que se disparaban los beneficios corporativos, continuaba la concentración de la riqueza y, esto se producía en un entorno de estancamiento de los salarios de los trabajadores.
En aras de la perspectiva, el informe destacaba que de las 100 mayores economías del mundo, 51 correspondían a corporaciones; apenas 49 eran de países. Por ejemplo, Wal-Mart era más grande que 161 países. La dimensión económica de Mitsubishi era mayor que la de Indonesia, el cuarto país más poblado del planeta. General Motors era más grande que Dinamarca. Ford era mayor que Sudáfrica.
Las 200 corporaciones más importantes eran más grandes que las economías combinadas de 182 países y tenían el doble de influencia económica que el 80 por ciento de la humanidad.
El lector quizá se sorprenda al enterarse de que esas mismas 200 corporaciones de ámbito global emplean a menos del 0,33 por ciento de la población mundial: apenas a 18,8 millones de personas.
Comercio, fabricación de automotores, actividades bancarias, ventas al detalle y aparatos electrónicos son los sectores en los que se concentran las corporaciones; incluso en estos sectores, un tercio del comercio está constituido por las transacciones entre distintas unidades de la misma corporación.
En 2012, las 25 corporaciones más importantes del mundo estaban ganando 177.000 dólares por segundo; el ingreso anual de una de ellas, Wal-Mart, llegó a los 470.000 millones de dólares.
En estos momentos, el panorama es incluso peor. Tres matemáticos del Instituto Politécnico de Zurich, Suiza, publicaron un notable y profundo informe sobre las corporaciones transnacionales (TNC, por sus siglas en inglés) según sus vínculos con otras TNC. Empezaron estudiando una base de datos –que hoy ha crecido hasta abarcar a 43.000 corporaciones–, analizando las conexiones de propiedad, hacia arriba y hacia abajo, destacando cuáles eran las empresas más interconectadas. Finalmente, llegaron al ‘núcleo’, compuesto de 147 empresas que hoy controlan un pasmoso 40 por ciento del volumen económico de la muestra; por lo tanto, del comercio mundial.
En algo menos de una década, la participación de las TNC en el mercado mundial se ha incrementado espectacularmente mientras que la competencia entre empresas cayó casi en la misma proporción.
Aun así, conociéndose tan condenatoria y concluyente información, la situación continúa deteriorándose en tanto los responsables políticos se deshacen de cualquier resto de moralidad para favorecer sus lucrativas carreras basadas en el uso de puertas giratorias, dejando así a naciones enteras con poco más que los restos de lo que una vez fueron prósperas economías industriales y con el cadáver de la democracia.
En los últimos setenta, en Europa, la parte de la economía que iba a parar a los trabajadores en forma de salarios era alrededor del 70 por ciento del producto bruto interno (PBI). Con el paso de los años se ha producido un giro por demás nefasto. El capital consiguió un aumento del 10 por ciento en sus beneficios mientras que los trabajadores los vieron caer en un 10 por ciento. Con una economía de unos 13 billones (sí, un 13 seguido de 12 ceros) de euros, la pérdida experimentada por los trabajadores y la clase media –magra de por sí– fue de 1,3 billones de euros al año. Los accionistas solían alegrarse con unos dividendos de digamos 3 o 4 por ciento, pero hoy día pretenden utilidades de dos dígitos; de no ser así, los CEO de las empresas pueden ser destituidos. La consecuencia es que las corporaciones quieren ganar cueste lo que cueste.
En el libro de Susan George State of Corporations se señala que “Desde mitad de los sesenta, los mayores bancos y aseguradoras de Estados Unidos y algunas corporaciones contables transnacionales unieron fuerzas; emplearon a 3.000 personas y gastaron 5.000 millones de dólares para desembarazarse de todas las leyes del New Deal* aprobadas durante la administración Roosevelt en los treinta del pasado siglo –las mismas leyes que protegieron la economía estadounidense durante más de 60 años–. Mediante este trabajo de lobby realizado en forma conjunta, consiguieron libertad absoluta para quitar de los balances cualquier asiento que pudiera significar una pérdida de dinero y trasladar ese dinero a bancos ‘en las sombras’ de modo que no quedara documentado en ningún sitio. Consiguieron libertad para crear y comerciar productos derivados tóxicos, como paquetes de hipotecas ‘sub-prime’ por un valor de miles de millones de dólares, sin ninguna regulación”.
El punto álgido de esta acción colectiva fue el derrumbe mundial de la industria financiera en 2008; han pasado ocho años más y la persistencia del deterioro amenaza con desbancar a la Gran Depresión de 1929 de su puesto de la recesión más prolongada de la historia, que hasta ahora fue la de recuperación más lenta que se recuerde.
Solo en Estados Unidos, más de 10 millones de familias fueron desahuciadas por los bancos y, según Bloomberg, 14,5 billones de dólares –es decir, el 33 por ciento– del valor de las empresas del mundo y cerca del 14 por ciento del producto interior bruto (PBI) de Estados Unidos se esfumaron en la crisis. Esta estimación se olvida de las consecuencias producidas en el desarrollo y la economía de los países del Tercer Mundo, donde los 3,3 billones (sí, otra vez, un 3,3 seguido de 12 ceros) de ayuda prometida se quedaron en eso, en promesas jamás cumplidas.
En la época del “demasiado grande para fracasar e ir a prisión” prácticamente nadie fue perseguido o mandado a la cárcel por esos devastadores crímenes. En estos momentos, la industria bancaria está totalmente fuera de control. El negocio de los derivados es cosa de todos los días y un 33 por ciento más grande que en su momento álgido, cuando se produjo la crisis de 2008. La estafa, el fraude, el uso de información privilegiada y el lavado de dinero llegan a un nuevo récord de ilegalidad cada día, Entre las 20 corporaciones más importantes del mundo hay cinco bancos.
Mientras tanto, después de haber aprendido de las experiencias anteriores, los grupos de presión corporativos –llamados ahora ‘comisiones de expertos’– se encuentran diariamente con funcionarios de la Comisión Europea para negociar acuerdos comerciales en los que no están representados los consumidores ni las organizaciones medioambientales. La sociedad civil está excluida, como también lo están sus representantes, vestidos de eurodiputados y dando la ilusión de una democracia que se extingue rápidamente.
Ahora, las corporaciones colocan sus beneficios en jurisdicciones donde los impuestos son bajísimos o no existen y sus pérdidas en otras donde los impuestos son altos; se estima que allí hay unos 32 billones de dólares exentos de hacer cualquier contribución a las sociedades de las extraen su riqueza y del menor –si acaso– escrutinio de sus respectivos gobiernos.
Lo que ahora tenemos es la ‘anarquía’ de los muy ricos y las corporaciones más poderosas. La lista de la vergüenza es interminable: fabricantes de automotores, bancos, laboratorios farmacéuticos, industrias alimentarias, empresas de la energía... por nombrar algunas.
Colosales delitos económico-financieros, evasiones impositivas monumentales, daño ecológico a escala industrial e incesantes guerras ilegales para asegurar un ininterrumpido suministro de recursos constituyen el vergonzoso sistema basado en la codicia corporativa. En su estela reconocemos ahora el estilo de creciente desigualdad de los años veinte del siglo pasado y el aumento de la indigencia que caracterizaba a la época descrita por Dickens. De alguna manera, todo esto conforma la nueva normalidad.
Robe usted una barra de pan e irá a la cárcel, saquee un país entero y será armado caballero. Por ejemplo, los británicos de a pie creen que como resultado de una larga y maliciosa campaña política al estilo de la lucha de clases la supuesta estafa realizada con los beneficios sociales es un enorme problema social. Una encuesta reciente realizada por la central de trabajadores TUC mostró que la gente cree que el 27 por ciento del presupuesto de asistencia social se solicita fraudulentamente. De hecho, la cifra real es del 0,7 por ciento En realidad, los pagos no realizados por el gobierno superan ampliamente el fraude en la utilización de los beneficios sociales.
Contrastemos esto con uno de los mayores estafadores de Gran Bretaña: el HSBC. En unos pocos años ha obtenido miles de millones gracias al lavado de dinero mal habido en beneficio de dictadores y tiranos, delincuentes internacionales, traficantes, barones de la droga, asesinos y todo tipo de criminales de una cadena trófica particularmente odiosa. Incluso alguien fue cogido con las manos en la masa en el escándalo de la gigantesca evasión impositiva en Suiza que beneficiaba a unas cuantas corporaciones antes siquiera de que oyéramos hablar de los Panama Papers. En 2011, el jefe de la trama, Stephen Green, fue agraciado con un atractivo empleo de rango ministerial por los conservadores: ministro de Comercio. Y tiene un escaño en la Cámara de los Lores como un tory más; una ironía que se diluye entro otras y en los medios.
La globalización no ha hecho más que agravar el problema del poder corporativo y consolidar la influencia de las corporaciones en el gobierno mundial. Una vez más, los acuerdos comerciales como el TTP y el TTIP, en los que continentes enteros están sujetos a la dominación corporativa, son la evidencia de eso; sin embargo, el alcance de las corporaciones tiene una consecuencia aún más siniestra. Los grupos de presión corporativos –que en este momento gozan de unos privilegios sin precedentes–, concedidos por los políticos del mundo para soslayar las regulaciones soberanas diseñadas para proteger los derechos de los ciudadanos y el medioambiente, se han infiltrado en Naciones Unidas.
La ONU tiene una sección especial para las corporaciones llamada “Acuerdo global”, que fue creado hace unos 15 años por Kofi Annan y el entonces presidente de Nestle. Para participar en este ‘acuerdo’, una corporación solo necesita refrendar una lista de 15 principios concernientes a los derechos humanos y laborales y al medioambiente.
Las corporaciones del Acuerdo global integran también el Consejo Comercial Mundial para el Desarrollo Sostenible y otros organismos como la Cámara de Comercio. Cuando, en 2012, Naciones Unidas realizó su congreso ‘medioambiental’ en Río, por primera vez los negocios dominaron completamente las discusiones. En este momento, los intereses corporativos tienen un nivel desproporcionadamente alto de influencia política en un ámbito que en realidad debería ser global.
Un buen ejemplo de esto podría ser Cecilia Malmstron, la comisaria comercia principal de la UE en las negociaciones del TTIP entre Europa y Estados Unidos. Hace pocos meses, un periodista de The Independent le preguntó a Malstrom por qué insistía en promocionar el tratado frente al generalizado rechazo del público; su respuesta fue: “Mi mandato no me lo han dado los europeos”.
Hace unas pocas semanas descubrimos que el Parlamento Europeo votó a favor de la “Directiva de Protección de los Secretos en los Tratados”, una ley que otorga a las corporaciones nuevos y alarmantes superpoderes para llevar a juicio y criminalizar a los denunciantes, periodistas y organismos de información que publiquen documentos internos que hayan sido filtrados.
Tal como señaló recientemente el doctor Paul Craig Roberts, subsecretario de Hacienda para la política económica de Estados Unidos y redactor del Wall Street Journal, “Algunas poderosas corporaciones se han hecho con el poder en las ‘democracias’ occidentales para sacrificar el bienestar de la población a la codicia corporativa y sus beneficios sin tener en cuenta a los pueblos, los países y la sociedad. El ‘capitalismo democrático’ es total e irremediable. El TTIP concede a las corporaciones un inexplicable poder por encima de gobiernos y pueblos”.
Hoy en día, la democracia está a punto de pasar de la farsa a la tragedia como consecuencia directa del irrefrenable aumento del poder corporativo.
Vivimos en una época en la que la obscena desigualdad existente entre ricos y pobres es tan patente como el rápido crecimiento de la desigualdad en la distribución de la riqueza. En el Estados Unidos de 1976, el 1 por ciento más rico de la sociedad obtenía el 9 por ciento de la riqueza nacional; 30 años más tarde, su parte de la riqueza nacional casi se ha triplicado y alcanza al 24 por ciento.
Actualmente, lo único que queda frente a este panorama es una gente asediada que se manifiesta en las ciudades europeas y estadounidenses y que presenta peticiones a sus respectivos gobiernos, unos gobiernos que representan a millones de ciudadanos. Esa gente es la misma que debe pagar las consecuencias de esta delincuencia (legalizada): servicios perdidos, puestos de trabajo destruidos y ahorros esfumados; aun así continúa sin ser escuchada.
* New Deal (Nuevo trato), nombre que recibió la política económica y social aplicada en Estados Unidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933. (N. del T.)
Graham Vanbergen colabora en truepublica.org.uk, tiene un blog de información comercial y colabora regularmente en varios portales de noticias.
La sensación de que hay algo que ya no está del todo bien se ha generalizados. Sabemos que hay una lenta colonización de la vida pública por parte de las corporaciones porque estamos al corriente de que se está produciendo un golpe de Estado a cámara lenta por parte de algunas organizaciones transnacionales, una operación que viene siendo facilitada por nuestros dirigentes políticos. La prueba irrefutable de ello nos golpea en la cara cada día con una oleada tras otra de crisis financieras, económicas, sociales y ecológicas.
Una clara e inquietante imagen del poder de las corporaciones se ha hecho visible en los últimos años en los que la creciente desigualdad es sencillamente lo que hoy día distingue la actividad corporativa en expansión de aquellos que van quedando atrás.
Un estudio realizado en 2000 por Corporate Watch, Global Policy Forum y el Institute for Policy Studies (IPS) reveló algunos hechos alarmantes sobre el crecimiento de la corporatocracia, que debería haber sido metido en vereda hace años por los gobiernos occidentales. En lugar de eso, literalmente las corporaciones han cogido el timón.
Coincidiendo con el cambio de milenio, este estudio confirmó que mientras en el mundo había unas 40.000 corporaciones, las que de verdad tenían alcance e influencia globales eran apenas 200. Estas colosales organizaciones –algunas de ellas mayores que varias economías nacionales– controlaban perfectamente más de la cuarta parte de la actividad económica del planeta al mismo tiempo que cuatro de cada cinco habitantes del mundo estaban completamente excluidos y marginados o eran perdedores netos como resultado directo de las actividades de estas corporaciones.
La lectura del estudio del IPS es muy incómoda. En la larga lista de cargos, lo que más alarma es que al mismo tiempo que se disparaban los beneficios corporativos, continuaba la concentración de la riqueza y, esto se producía en un entorno de estancamiento de los salarios de los trabajadores.
En aras de la perspectiva, el informe destacaba que de las 100 mayores economías del mundo, 51 correspondían a corporaciones; apenas 49 eran de países. Por ejemplo, Wal-Mart era más grande que 161 países. La dimensión económica de Mitsubishi era mayor que la de Indonesia, el cuarto país más poblado del planeta. General Motors era más grande que Dinamarca. Ford era mayor que Sudáfrica.
Las 200 corporaciones más importantes eran más grandes que las economías combinadas de 182 países y tenían el doble de influencia económica que el 80 por ciento de la humanidad.
El lector quizá se sorprenda al enterarse de que esas mismas 200 corporaciones de ámbito global emplean a menos del 0,33 por ciento de la población mundial: apenas a 18,8 millones de personas.
Comercio, fabricación de automotores, actividades bancarias, ventas al detalle y aparatos electrónicos son los sectores en los que se concentran las corporaciones; incluso en estos sectores, un tercio del comercio está constituido por las transacciones entre distintas unidades de la misma corporación.
En 2012, las 25 corporaciones más importantes del mundo estaban ganando 177.000 dólares por segundo; el ingreso anual de una de ellas, Wal-Mart, llegó a los 470.000 millones de dólares.
En estos momentos, el panorama es incluso peor. Tres matemáticos del Instituto Politécnico de Zurich, Suiza, publicaron un notable y profundo informe sobre las corporaciones transnacionales (TNC, por sus siglas en inglés) según sus vínculos con otras TNC. Empezaron estudiando una base de datos –que hoy ha crecido hasta abarcar a 43.000 corporaciones–, analizando las conexiones de propiedad, hacia arriba y hacia abajo, destacando cuáles eran las empresas más interconectadas. Finalmente, llegaron al ‘núcleo’, compuesto de 147 empresas que hoy controlan un pasmoso 40 por ciento del volumen económico de la muestra; por lo tanto, del comercio mundial.
En algo menos de una década, la participación de las TNC en el mercado mundial se ha incrementado espectacularmente mientras que la competencia entre empresas cayó casi en la misma proporción.
Aun así, conociéndose tan condenatoria y concluyente información, la situación continúa deteriorándose en tanto los responsables políticos se deshacen de cualquier resto de moralidad para favorecer sus lucrativas carreras basadas en el uso de puertas giratorias, dejando así a naciones enteras con poco más que los restos de lo que una vez fueron prósperas economías industriales y con el cadáver de la democracia.
En los últimos setenta, en Europa, la parte de la economía que iba a parar a los trabajadores en forma de salarios era alrededor del 70 por ciento del producto bruto interno (PBI). Con el paso de los años se ha producido un giro por demás nefasto. El capital consiguió un aumento del 10 por ciento en sus beneficios mientras que los trabajadores los vieron caer en un 10 por ciento. Con una economía de unos 13 billones (sí, un 13 seguido de 12 ceros) de euros, la pérdida experimentada por los trabajadores y la clase media –magra de por sí– fue de 1,3 billones de euros al año. Los accionistas solían alegrarse con unos dividendos de digamos 3 o 4 por ciento, pero hoy día pretenden utilidades de dos dígitos; de no ser así, los CEO de las empresas pueden ser destituidos. La consecuencia es que las corporaciones quieren ganar cueste lo que cueste.
En el libro de Susan George State of Corporations se señala que “Desde mitad de los sesenta, los mayores bancos y aseguradoras de Estados Unidos y algunas corporaciones contables transnacionales unieron fuerzas; emplearon a 3.000 personas y gastaron 5.000 millones de dólares para desembarazarse de todas las leyes del New Deal* aprobadas durante la administración Roosevelt en los treinta del pasado siglo –las mismas leyes que protegieron la economía estadounidense durante más de 60 años–. Mediante este trabajo de lobby realizado en forma conjunta, consiguieron libertad absoluta para quitar de los balances cualquier asiento que pudiera significar una pérdida de dinero y trasladar ese dinero a bancos ‘en las sombras’ de modo que no quedara documentado en ningún sitio. Consiguieron libertad para crear y comerciar productos derivados tóxicos, como paquetes de hipotecas ‘sub-prime’ por un valor de miles de millones de dólares, sin ninguna regulación”.
El punto álgido de esta acción colectiva fue el derrumbe mundial de la industria financiera en 2008; han pasado ocho años más y la persistencia del deterioro amenaza con desbancar a la Gran Depresión de 1929 de su puesto de la recesión más prolongada de la historia, que hasta ahora fue la de recuperación más lenta que se recuerde.
Solo en Estados Unidos, más de 10 millones de familias fueron desahuciadas por los bancos y, según Bloomberg, 14,5 billones de dólares –es decir, el 33 por ciento– del valor de las empresas del mundo y cerca del 14 por ciento del producto interior bruto (PBI) de Estados Unidos se esfumaron en la crisis. Esta estimación se olvida de las consecuencias producidas en el desarrollo y la economía de los países del Tercer Mundo, donde los 3,3 billones (sí, otra vez, un 3,3 seguido de 12 ceros) de ayuda prometida se quedaron en eso, en promesas jamás cumplidas.
En la época del “demasiado grande para fracasar e ir a prisión” prácticamente nadie fue perseguido o mandado a la cárcel por esos devastadores crímenes. En estos momentos, la industria bancaria está totalmente fuera de control. El negocio de los derivados es cosa de todos los días y un 33 por ciento más grande que en su momento álgido, cuando se produjo la crisis de 2008. La estafa, el fraude, el uso de información privilegiada y el lavado de dinero llegan a un nuevo récord de ilegalidad cada día, Entre las 20 corporaciones más importantes del mundo hay cinco bancos.
Mientras tanto, después de haber aprendido de las experiencias anteriores, los grupos de presión corporativos –llamados ahora ‘comisiones de expertos’– se encuentran diariamente con funcionarios de la Comisión Europea para negociar acuerdos comerciales en los que no están representados los consumidores ni las organizaciones medioambientales. La sociedad civil está excluida, como también lo están sus representantes, vestidos de eurodiputados y dando la ilusión de una democracia que se extingue rápidamente.
Ahora, las corporaciones colocan sus beneficios en jurisdicciones donde los impuestos son bajísimos o no existen y sus pérdidas en otras donde los impuestos son altos; se estima que allí hay unos 32 billones de dólares exentos de hacer cualquier contribución a las sociedades de las extraen su riqueza y del menor –si acaso– escrutinio de sus respectivos gobiernos.
Lo que ahora tenemos es la ‘anarquía’ de los muy ricos y las corporaciones más poderosas. La lista de la vergüenza es interminable: fabricantes de automotores, bancos, laboratorios farmacéuticos, industrias alimentarias, empresas de la energía... por nombrar algunas.
Colosales delitos económico-financieros, evasiones impositivas monumentales, daño ecológico a escala industrial e incesantes guerras ilegales para asegurar un ininterrumpido suministro de recursos constituyen el vergonzoso sistema basado en la codicia corporativa. En su estela reconocemos ahora el estilo de creciente desigualdad de los años veinte del siglo pasado y el aumento de la indigencia que caracterizaba a la época descrita por Dickens. De alguna manera, todo esto conforma la nueva normalidad.
Robe usted una barra de pan e irá a la cárcel, saquee un país entero y será armado caballero. Por ejemplo, los británicos de a pie creen que como resultado de una larga y maliciosa campaña política al estilo de la lucha de clases la supuesta estafa realizada con los beneficios sociales es un enorme problema social. Una encuesta reciente realizada por la central de trabajadores TUC mostró que la gente cree que el 27 por ciento del presupuesto de asistencia social se solicita fraudulentamente. De hecho, la cifra real es del 0,7 por ciento En realidad, los pagos no realizados por el gobierno superan ampliamente el fraude en la utilización de los beneficios sociales.
Contrastemos esto con uno de los mayores estafadores de Gran Bretaña: el HSBC. En unos pocos años ha obtenido miles de millones gracias al lavado de dinero mal habido en beneficio de dictadores y tiranos, delincuentes internacionales, traficantes, barones de la droga, asesinos y todo tipo de criminales de una cadena trófica particularmente odiosa. Incluso alguien fue cogido con las manos en la masa en el escándalo de la gigantesca evasión impositiva en Suiza que beneficiaba a unas cuantas corporaciones antes siquiera de que oyéramos hablar de los Panama Papers. En 2011, el jefe de la trama, Stephen Green, fue agraciado con un atractivo empleo de rango ministerial por los conservadores: ministro de Comercio. Y tiene un escaño en la Cámara de los Lores como un tory más; una ironía que se diluye entro otras y en los medios.
La globalización no ha hecho más que agravar el problema del poder corporativo y consolidar la influencia de las corporaciones en el gobierno mundial. Una vez más, los acuerdos comerciales como el TTP y el TTIP, en los que continentes enteros están sujetos a la dominación corporativa, son la evidencia de eso; sin embargo, el alcance de las corporaciones tiene una consecuencia aún más siniestra. Los grupos de presión corporativos –que en este momento gozan de unos privilegios sin precedentes–, concedidos por los políticos del mundo para soslayar las regulaciones soberanas diseñadas para proteger los derechos de los ciudadanos y el medioambiente, se han infiltrado en Naciones Unidas.
La ONU tiene una sección especial para las corporaciones llamada “Acuerdo global”, que fue creado hace unos 15 años por Kofi Annan y el entonces presidente de Nestle. Para participar en este ‘acuerdo’, una corporación solo necesita refrendar una lista de 15 principios concernientes a los derechos humanos y laborales y al medioambiente.
Las corporaciones del Acuerdo global integran también el Consejo Comercial Mundial para el Desarrollo Sostenible y otros organismos como la Cámara de Comercio. Cuando, en 2012, Naciones Unidas realizó su congreso ‘medioambiental’ en Río, por primera vez los negocios dominaron completamente las discusiones. En este momento, los intereses corporativos tienen un nivel desproporcionadamente alto de influencia política en un ámbito que en realidad debería ser global.
Un buen ejemplo de esto podría ser Cecilia Malmstron, la comisaria comercia principal de la UE en las negociaciones del TTIP entre Europa y Estados Unidos. Hace pocos meses, un periodista de The Independent le preguntó a Malstrom por qué insistía en promocionar el tratado frente al generalizado rechazo del público; su respuesta fue: “Mi mandato no me lo han dado los europeos”.
Hace unas pocas semanas descubrimos que el Parlamento Europeo votó a favor de la “Directiva de Protección de los Secretos en los Tratados”, una ley que otorga a las corporaciones nuevos y alarmantes superpoderes para llevar a juicio y criminalizar a los denunciantes, periodistas y organismos de información que publiquen documentos internos que hayan sido filtrados.
Tal como señaló recientemente el doctor Paul Craig Roberts, subsecretario de Hacienda para la política económica de Estados Unidos y redactor del Wall Street Journal, “Algunas poderosas corporaciones se han hecho con el poder en las ‘democracias’ occidentales para sacrificar el bienestar de la población a la codicia corporativa y sus beneficios sin tener en cuenta a los pueblos, los países y la sociedad. El ‘capitalismo democrático’ es total e irremediable. El TTIP concede a las corporaciones un inexplicable poder por encima de gobiernos y pueblos”.
Hoy en día, la democracia está a punto de pasar de la farsa a la tragedia como consecuencia directa del irrefrenable aumento del poder corporativo.
Vivimos en una época en la que la obscena desigualdad existente entre ricos y pobres es tan patente como el rápido crecimiento de la desigualdad en la distribución de la riqueza. En el Estados Unidos de 1976, el 1 por ciento más rico de la sociedad obtenía el 9 por ciento de la riqueza nacional; 30 años más tarde, su parte de la riqueza nacional casi se ha triplicado y alcanza al 24 por ciento.
Actualmente, lo único que queda frente a este panorama es una gente asediada que se manifiesta en las ciudades europeas y estadounidenses y que presenta peticiones a sus respectivos gobiernos, unos gobiernos que representan a millones de ciudadanos. Esa gente es la misma que debe pagar las consecuencias de esta delincuencia (legalizada): servicios perdidos, puestos de trabajo destruidos y ahorros esfumados; aun así continúa sin ser escuchada.
* New Deal (Nuevo trato), nombre que recibió la política económica y social aplicada en Estados Unidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933. (N. del T.)
Graham Vanbergen colabora en truepublica.org.uk, tiene un blog de información comercial y colabora regularmente en varios portales de noticias.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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