El Salvador: la segunda mitad del siglo XX
Opinión
08/05/2018
En su momento, se propusieron distintas denominaciones para los regímenes que iniciaron su ciclo en 1944, cuando se aborta la posibilidad de transitar hacia la democracia propiciada por el general Andrés Ignacio Menéndez. Las de mayor difusión fueron fascismo y dictadura militar, cuya carga ideológica –que enfatizaba más la descalificación que el análisis— impidió hacerse cargo de las características sociológicas y políticas tanto de las líneas de continuidad como de las particularidades de los distintos gobiernos militares (o cívico-militares) que hubo en el país desde 1944 hasta 1979.
En algunos momentos, concretamente en la década de los años setenta, la denominación más ajustada a la realidad fue la acuñada por Guillermo O’Donnel para referirse a los regímenes instaurados en esos años en América del Sur: regímenes burocrático-autoritarios. Con todo, dando por descontado la potencialidad analítica y conceptual del término puesto en boga por O’Donnel, hay una manera más descriptiva para referirse al largo periodo histórico que va de 1944 a 1979, y la misma consiste en verla como un periodo caracterizado políticamente por la militarización del Estado salvadoreño.
Como veremos a continuación, se trató de una fase marcada por los permanentes recambios en la conducción Estado, pero en todos esos recambios los militares jugaron un papel decisivo. Y no se trató sólo de la intervención de figuras militares particulares, sino de la presencia permanente en la sociedad del estamento militar, que moldeó con su influjo tanto las estructuras estatales como distintos aspectos de la dinámica de la vida civil. Un ejemplo gráfico de esto último fue la militarización de las celebraciones de Independencia, en las cuales los rituales castrenses –desde los desfiles de armas hasta las marchas escolares— hicieron olvidar el carácter civil de la gesta independentista de 1821.
La presidencia de la República se militarizó no sólo por el encumbramiento de coroneles o generales al Ejecutivo (ya fuera de facto o por elecciones fraudulentas), sino por la forma cómo se conducía el aparato de gobierno: los principales ministerios y vice-ministerios estaban controlados por militares que jerárquicamente dependían, como funcionarios y como subordinados, del presidente de la República. Se trataba de unpresidencialismo militar con poderes extraordinarios, sólo enfrentado tímidamente, y en situaciones excepcionales, por la Asamblea Legislativa o por la Corte Suprema de Justicia. El correlato político de esto era la exclusión de las opciones y las voces disonantes o que cuestionaban la forma cómo los militares conducían políticamente a la sociedad. Y el correlato socio-económico: la marginación de amplios sectores de la población que, a sus precarias condiciones de vida, aunaban las dificultades para organizarse y reclamar por el respeto de sus derechos no sólo económicos y sociales, sino también civiles y políticos.
1. La fragua del Estado militarizado
Durante la época martinista1 (1931-1944) los militares tomaron posiciones claves en el aparato de Estado. Sin embargo, tras la caída del dictador se abrió la posibilidad de reencauzar al país por la senda del republicanismo democrático liberal, tal como lo pretendía el general Andrés Ignacio Menéndez (1879-1962). Es decir, al dejar el poder Hernández Martínez vientos de cambio soplaron en El Salvador. Así, las protestas que forzaron su salida no sólo proporcionaron nuevo aliento al proceso de organización de los trabajadores –detenido violentamente en 1932—, sino que dieron paso a la irrupción política de las clases medias que se convirtieron, desde ese entonces, en agentes dinamizadores del cambio político.
Desde los preparativos de la “huelga de brazos caídos” hasta su culminación exitosa, el papel de los sectores medios fue decisivo. Florecieron distintos partidos políticos –Partido Unión Democrática (PUD), que aglutinaba a los romeristas; el Partido Fraternal Progresista, del general Antonio Claramount Lucero; Partido Unificación Social Demócrata (PUSD), al que se vinculaba el general Salvador Castaneda Castro; el Partido del Pueblo Salvadoreño (PPS), de Cipriano Castro; el Frente Social Republicano, de Napoleón Viera Altamirano; y el Partido Agrario, de las familias cafetaleras y sus socios en las finanzas.
A su vez, se abrió un intenso debate constitucional, en el cual tuvieron participación líderes políticos, editorialistas, militares, sindicalistas, profesionales, estudiantes universitarios e intelectuales. A partir de ese momento, y a lo largo del siglo XX, las clases medias han estado presentes, como protagonistas, en las principales etapas del proceso socio-político nacional. Junto a ellas, a partir de 1932, los “militares jóvenes” comienzan a representar una tendencia, al interior del Ejército, de resistencia a los militares de línea dura, más conservadores y reacios a aceptar cualquier reforma-alteración del orden establecido.
Esas dos tendencias van a coexistir en el país, pactando y haciéndose concesiones mutuas, desde que los militares asumen la conducción del aparato estatal, primero con el golpe de Estado de Hernández Martínez y, después, con el golpe de Estado que entroniza en el gobierno a Osmín Aguirre y Salinas2. Es precisamente con el arribo al poder de este último que se inicia la fragua del Estado militarizado, en cuyo seno se van disputar la preeminencia las dos corrientes militares apuntadas. A partir de este momento se ahoga el renacer del movimiento popular y de las clases medias, suscitado en el marco de la caída de Hernández Martínez, y se comienza a encauzar la historia del país por la senda del militarismo, la exclusión política y la marginación socio-económica de la mayor parte de la población.
Y es que, desde los inicios de su gobierno, Aguirre y Salinas intentó controlar a los grupos opositores que tenían como principales líderes a Miguel Tomás Molina y Arturo Romero, quienes dieron vida al “romerismo”, un movimiento de defensa de las libertades cívicas que aglutinó a los más relevantes opositores al militarismo y que se institucionalizó en el PUD. Asimismo, Aguirre y Salinas hicieron cuanto estuvo a su alcance para controlar el movimiento sindical, aglutinado en torno a la Unión Nacional de Trabajadores (UNT). En este propósito no escatimó las medidas de fuerza, como fue el aplastamiento de una revuelta en el Barrio San Miguelito, el 8 de diciembre de 19443, así como la respuesta violenta a una invasión, lanzada por la oposición, proveniente de Guatemala.
Las actividades represivas del gobierno se enmarcaron en un “Estado de sitio”, al que se agregó la “Ley marcial”, declarada prácticamente desde el arribo al poder de Aguirre y Salinas, la “cual se mantuvo vigente durante casi todo su mandato. En los primeros días contó con el respaldo aparentemente unánime de la oficialidad. Cuando el 6 de octubre el Gral. Andrés I. Menéndez publicó unas declaraciones en que relataba con pormenores la forma en que había sido destituido contra su voluntad por la Junta Militar, centenares de oficiales de los diferentes servicios y unidades militares, de tenientes para arriba, firmaron uno de los manifiestos más virulentos que recuerda la historia política del gremio castrense salvadoreño, declarando ‘traidor a la Patria y al Ejército’, ‘hijo indigno del Ejército Nacional’ y ‘merecedor de la degradación y de todas las sanciones dispuestas en la vida del Ejército’, al ex presidente Menéndez”4. La contrapartida de este rechazo oficial era el respaldo popular que el general Menéndez recibió el 20 de octubre de 1944, cuando se realizó una tumultuosa manifestación en apoyo suyo, que congregó a unas 15 mil personas contrarias a los martinistas y a Aguirre y Salinas5.
En esta coyuntura, también la pasó mal Miguel Tomás Molina6, quien durante el gobierno de Andrés I. Menéndez no sólo fungía como presidente de la Corte Suprema de Justicia, sino como primer designado a la presidencia. Sus ideales y actitudes liberales y democráticas no iban bien con el nuevo régimen, que no titubeó en forzarlo al exilio en Guatemala. “El veterano caudillo liberal-demócrata Dr. Miguel Tomás Molina, Presidente de la Corte Suprema de Justicia y designado presidencial, que denunció con valentía como inconstitucional al nuevo jefe del Ejecutivo, argumentando que él (…) era primer designado, comenzó de inmediato a ser hostigado y tuvo que refugiarse en Guatemala”7.
Miguel Tomás Molina fue castigado por ser consecuente con el espíritu y la letra de la Constitución de 1886. Antes, durante la etapa de terror martinista que siguió a la huelga de brazos caídos, ya había dado muestras de su compromiso constitucional, al encabezar a un grupo de abogados que “irrumpió en las oficinas que entonces tenía el Tribunal Supremo en el costado sur del Palacio Nacional, para recriminar a los señores magistrados por su obediencia servil a la dictadura martinista, al no tramitar centenares de recursos de exhibición personal solicitados a favor de personas desafectas al régimen, que guardaban prisión injustamente”8.
De nuevo, en octubre de 1944, el líder demócrata intentó –ante la amenaza de un nuevo régimen militar— defender los ideales republicanos. Nada pudieron la razón y el derecho ante la fuerza de las armas. Siendo coherente con sus principios, se proclamó presidente provisional desde Guatemala, donde organizó un gobierno salvadoreño en el exilio. “El gobierno salvadoreño en el exilio estaba integrado, además del Dr. Molina como presidente, por personalidades como el Dr. Romeo Fortín Magaña, el Dr. Sorbelio Navarrete, el coronel Ascencio Menéndez, el teniente Willy Fuentes Castellanos y el teniente Julio Adalberto Rivera”9.
Obviamente, ese desafío fue encarado por el gobierno golpista, primero, estableciendo una base de operaciones militares en Santa Ana y, segundo, tratando de dotarse de la legitimidad necesaria. “El Ejército trató de demostrar la legitimidad y legalidad del mandato provisional del Cnel. Aguirre y Salinas, respaldándose en el Artículo 132 de la Constitución de 1886, que otorgaba a la Fuerza Armada la función de ‘guardar el orden público y hacer efectivas las garantías constitucionales’. El mismo Cnel. Aguirre y Salinas aseguró que sólo borraría del escenario a los agitadores y provocadores comunistas, pero la represión policíaca en los cinco meses de su gobierno abarcó a todas las fuerzas antimartinistas que levantaban la bandera del romerismo: veteranos dirigentes liberales, sindicalistas de la UNT, profesionales jóvenes, directivos de la ADS y el PUD, estudiantes universitarios, e incluso el grupo de funcionarios del Banco Hipotecario en torno a su director delegado Don Mario A. Sol, que se habían opuesto a la hegemonía de los cafetaleros santanecos del grupo Regalado. Algunos dirigentes del PCS buscaron asilo político en las embajadas de Perú y Guatemala”10.
Es decir, Aguirre y Salinas no estaba interesado en ceñirse a laConstitución de 1886, sino consolidarse por la fuerza en el poder del Estado. Esto fue justamente lo que hizo durante los cinco meses que ejerció su mandato como presidente golpista. Y es que, después de gobernar con mano dura durante esos cinco meses, convocó a elecciones presidenciales, asegurándose, por todos los medios a su alcance, que el ganador fuera el general Salvador Castaneda Castro.
La culminación de este proceso de sucesión presidencial fue acompañada, como se volvió usual desde entonces, por un intento de legitimación constitucional, en virtud del cual cada gobierno militar pretendió revestirse de legalidad. En efecto, respaldado por los cafetaleros, Castaneda Castro asumió la presidencia, no sin una fuerte resistencia sindical y social, el 1 de marzo de 1945. Al mismo tiempo, fue elegida una Asamblea Constituyente que se encargaría de elaborar una nueva Constitución política.
La Constitución de 1945, promulgada el 29 de noviembre, fue el resultado de ese trabajo; este nuevo texto constitucional –como señala Juan Mario Castellanos— confirmaba en muchos aspectos la Constitución de 1939-1944, “salvo por el hecho de eliminar la palabra ‘laica’ de la enseñanza estatal y reducir nuevamente el periodo presidencial a cuatro años”11. Una prueba clara de la continuidad de este texto constitucional respecto de los dos anteriores es su Artículo 2, que dice lo siguiente: “todo poder público emana del pueblo. Los funcionarios del Estado son sus delegados, y no tienen más facultades que las que expresamente les da la ley. Por ella legislan, administran y juzgan: por ella se les debe obediencia y respeto; y conforme a ella deben dar cuenta de sus funciones”. Obediencia y respeto por parte de los ciudadanos era lo que exigía el gobierno de Castaneda Castro. Para conseguirla, no iba a dudar en usar la fuerza, pero combinada con argucias legales que le permitieran inmovilizar al sector más activo en sus demandas, esto es, el sector sindical.
“Retomando la tradición paternalista oligárquica –escribe Juan Mario Castellanos—, el Gral. Castaneda Castro… intentó responder a la agitación y las demandas laborales mediante una combinación de fuerza y astucia jurídica. El 12 de enero de 1946 se promulgó la Ley General de Conflictos Colectivos y se creó el Departamento Nacional del Trabajo, que en octubre de ese mismo año se transformaría en Ministerio, con el fin explícito de ‘reconocer el derecho de huelga’, pero también destinados en el fondo a enredar en legalismos burocráticos las luchas reivindicativas del naciente proletariado urbano. Para que el mencionado departamento pudiese declarar ’legal’ una huelga debía pasar obligatoriamente por una fase previa de 30 días de conciliación y arbitraje, lo que prácticamente daba a los patronos un mes de tiempo para maniobrar despidos de dirigentes, amenazas, contratación de rompehuelgas, etc.”12.
La legalidad forjada para, aparentemente, resolver los conflictos laborales se convirtió en el pretexto para reprimir a trabajadores y a quienes los acompañaban en sus luchas. Así, el 15 de septiembre de 1945, el parque Libertad se convirtió en el escenario del ametrallamiento de una concentración de obreros y estudiantes que protestaban por la represión que habían sufrido, días antes, los panaderos y los obreros textiles de las fábricas “La Estrella” y “El León”. Ante el endurecimiento de las autoridades, el movimiento social organizado se radicalizó, sobre todo por la influencia del Partido Comunista que, desde las jornadas que llevaron a la caída de Hernández Martínez, fue cobrando una presencia importante en la dinámica socio-política del país13. De hecho, a raíz del ametrallamiento sucedido en el parque Libertad –-en el que murió Gilberto Torres, estudiante de la Facultad de Ingeniería de la UES y hermano de Abelardo Torres, director del periódico Opinión Estudiantil— el Partido Comunista, la AGEUS y el Comité Coordinador Sindical declararon, el 21 de enero, una huelga general, mediante la cual exigían, además del cumplimiento de una serie de demandas laborales, la renuncia de tres ministros y la abolición de la Policía Nacional14.
A este desafío, el gobierno de Castaneda Castro respondió con fuerza: no sólo desarticuló el movimiento huelguístico, sino que disolvió las organizaciones obreras influidas por los comunistas y expulsó a Guatemala a sus principales dirigentes (Moisés Castro y Morales, Abel y Max Ricardo Cuenca, Virgilio Guerra, Miguel Mármol), donde algunos de ellos fundaron la escuela de formación marxista “Claridad”. Otros dirigentes comunistas se refugiaron en Nicaragua y Costa Rica. Por su parte, los comunistas que se quedaron en el país –entre ellos Salvador Cayetano Carpio— comenzaron a tejer las redes del “Comité de Reorganización Obrero Sindical” (CROS)15.
Por el lado de la represión cubierta de legalidad, Castaneda Castro cumplió su propósito de desmembrar al movimiento obrero. También implantó severas restricciones a la libertad de expresión. Por otro lado, quiso impulsar la integración de Centroamérica, uniéndose en el empeño a la Guatemala gobernada por Juan José Arévalo, con el cual firmó, en 1946, el Pacto de San Cristóbal, que “esbozaba el proceso de unificación de los países en tres fases: estudio preliminar de la tradición unionista, examen de los problemas constitucionales implicados en la unificación y consulta popular”16.
Pero no todo le estaba saliendo bien al gobierno. A inicios de 1948 era claro que había fallado en la reorganización de la administración pública, en el sentido de que la misma fuera funcional a los cambios que se estaban gestando en la estructura económica; no había podido cohesionar a los diversos sectores y promociones de la Fuerza Armada; y no se había ganado a los militares que, sin haber sido abiertamente contrarios a Hernández Martínez, no estuvieron conformes con la forma cómo éste trató a los civiles y militares sublevados el 2 de abril17.
De hecho, Castañeda Castro ya había tenido que lidiar con la amenaza de un golpe de Estado, cuatro meses después de haber asumido el mando presidencial. Ese golpe fue desactivado y lo oficiales involucrados –entre quienes se encontraba el mayor Oscar Osorio— dados de baja, acusados de sedición. Aunque respetó la vida de los militares implicados y posteriormente creó tres importantes distinciones honoríficas para los miembros del Ejército, la cohesión militar en torno a su figura nunca fue sólida. A las desavenencias en el estamento militar se sumaron otras: una confrontación, en 1947, entre la Corte Suprema de Justicia y el Ejecutivo que desembocó en disturbios y tiroteos callejeros, y la desafección de las familias vinculadas al ascendente sector comercial-industrial que no se sentían conformes con el régimen de Castañeda Castro.
Estas familias apoyaron a un grupo de militares y civiles para derrocar de manera incruenta al presidente, el 14 de diciembre de 1948, con el pretexto de que éste buscaba reelegirse18. Se estableció, en ese momento, el “Consejo de Gobierno Revolucionario”19. Ya iban, en un lapso de casi 20 años, tres golpes de Estado –el de Hernández Martínez (1931), el de Osmín Aguirre y Salinas (1944) y ahora el del Consejo de Gobierno Revolucionario (1948) —, y sólo dos gobiernos legitimados constitucionalmente (el de Andrés I. Menéndez, de corta duración, y el de Salvador Castañeda Castro). En todo este lapso de tiempo, los principales protagonistas de la conducción del Estado fueron militares; y así sería en lo sucesivo, hasta 1979. Es decir, la salida del poder de Castañeda Castro se convierte en un eslabón más en la militarización del Estado salvadoreño.
Esa militarización no excluía la pretensión de legitimar jurídicamente el ejercicio de poder estatal. Y así, Castañeda Castro no sólo se sirvió de laConstitución de 1945 para llevar adelante sus propósitos de cara al movimiento social, sino que quiso modificar ese mismo texto constitucional para reelegirse, aduciendo que los cuatro años de mandato presidencial establecidos por este (Art. 5) eran una traba para dar continuidad a las gestiones a favor de la unión centroamericana que ya se habían emprendido. Si él se salía con la suya, la oportunidad de otros sectores militares de ser protagonistas en la conducción del Estado se vería socavada.
Justamente, esto es lo que buscaban los militares –la mayoría con el rango de mayor, capitán y teniente coronel— que deciden derrocar a Castaneda Castro; es eso lo que defendían cuando eligieron, “mediante voto nominal y secreto, un triunvirato militar que, junto con dos civiles, se encargará de dirigir ‘el Gobierno de la Revolución’. ‘Es importante destacar que desde esa elección en adelante, las Asambleas Generales de Jefes y Oficiales del Ejército o Asambleas Militares, en que todos y cada uno de ellos tiene un voto por cabeza, sin tomar en cuenta el grado, rango o jerarquía oficial, se convierten en el ‘demos militar’, para elegir al futuro presidente o gobernante, o para solucionar una honda crisis institucional’”20.
En esta visión, el estamento militar lejos de situarse al margen de la dinámica política, con sus conflictos y tensiones, se asumió como el principal protagonista. No se concibió como árbitro, sino como actor-conductor de la política nacional. El republicanismo constitucional, con sus exigencias en lo que se refiere a la separación de poderes y al imperio de la ley, fue socavado por un poder que no sólo se puso por encima de los demás poderes, sino que tenía la capacidad de hacerlo por la fuerza de las armas cada vez que lo considerara oportuno. Fue justamente esta lógica la que se impuso en el golpe de Estado que derribó a Castaneda Castro.
El Consejo de Gobierno Revolucionario decide restaurar la institucionalidad perturbada por aquél y prepara unas elecciones en las cuales todo se arregló para que resultara electo el coronel Oscar Osorio (1950-1956), candidato del partido oficial, el Partido Revolucionario de la Unificación Democrática (PRUD). En esta fase de la militarización del Estado salvadoreño, los militares hacen su mejor esfuerzo por institucionalizar el poder que ejercen; expresión de ese esfuerzo es la formación del PRUD, que serviría de plataforma partidaria a los candidatos oficiales, cuyo triunfo electoral se buscaría asegurar por medios extralegales. Este proceso coincide con la entrada del país en una etapa de modernización y desarrollo industrial –que tiene sus dinamismos de origen a nivel internacional—, la cual es asumida por el nuevo gobierno militar como su principal responsabilidad. Por esos años –exactamente en 1948— se había creado, bajo los auspicios de la ONU, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), con el propósito de incentivar la industrialización de los países latinoamericanos.
2. Consolidación y crisis del Estado militarizado
Una vez en el cargo, el coronel Osorio se esforzó por hacer del aparato estatal el promotor del crecimiento, lo cual quedó plasmado en el texto constitucional de 1950, con el que se pretende legitimar ese nuevo rol del Estado salvadoreño. Sin duda alguna, de lo que se trata con Osorio es de fortalecer el Estado, pero no de hacerlo desde la perspectiva de un Estado democrático de derecho, sino siempre desde la óptica del predominio militar, aunque se afirme constitucionalmente que el gobierno es republicano, democrático y representativo (Art. 3) y que el mismo se compone de tres poderes: “Legislativo, Ejecutivo y Judicial, que actuarán independientemente dentro de sus facultades, las cuales son indelegables, y colaborarán en el ejercicio de las funciones públicas” (Art. 2). El Estado militarizado es lo más opuesto, en la práctica, al republicanismo democrático que se suscribe en la Constitución de 1950. Esto no excluye el encomiable propósito de que el Estado asegure a los “habitantes de la República el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social” (Art. 2).
La idea es asegurar a los habitantes de El Salvador, desde el Estado, una existencia digna, lo cual sólo puede ser posible a partir de un intervencionismo estatal orientado a tal fin; también se requiere impulsar un régimen económico que “debe responder esencialmente a principios de justicia social que tiendan a asegurar a todos los habitantes del país una existencia digna del ser humano” (Art. 135). En esta línea, se garantiza la libertad económica y la propiedad privada siempre que la primera no se oponga al interés social y la segunda esté en función social (Art. 136 y Art. 137).
Por lo mismo, se hace necesario regular con carácter tutelar las relaciones laborales, estableciendo, entre otras cosas, la protección estatal del trabajo, las prestaciones sociales en las empresas, derecho a un descanso remunerado, la limitación de la jornada laboral, la asociación sindical, la contratación colectiva, el salario mínimo, la seguridad social como un servicio público obligatorio y la protección laboral de los trabajadores agrícolas y domésticos21.
En materia social y laboral, la Constitución de 1950 es ejemplar. Se concretaba en ella la versión salvadoreña del Estado de bienestar, pujante en ese momento en la mayoría de países europeos, especialmente en Suecia, Holanda y Dinamarca. El influjo más inmediato provenía de México, donde el Partido de la Revolución Institucional (PRI) se había consolidado en el poder y llevaba a adelante un proyecto populista-desarrollista cuyo artífice era el Estado mexicano. En El Salvador, la facción militar que rodeaba a Osorio, apoyada por un sector empresarial industrializante que emergía en esos momentos, era la que se había propuesto ser la impulsora de un nuevo modelo de desarrollo.
Es indudable que, con la Constitución de 1950, se trataba de un gran paso adelante en materia social y laboral. No sólo se anunció por primera vez un “Régimen de derechos sociales”, sino que ese régimen orientó el quehacer sociolaboral y estatal, desde ese momento hasta prácticamente el fin de la guerra civil (1992), que es cuando se comienza a revertir la lógica estatal-sociolaboral implementada con Osorio. El gran límite de este proyecto de desarrollo es que lo impulsan los militares, lo cual impide que sus conquistas en materia de bienestar social sean también conquistas en materia de democratización política. Es decir, los militares se siguen concibiendo no sólo como garantes y gestores del desarrollo del país, sino como una instancia aparte –cuyos miembros gozan del fuero militar (Art. 93), no sujeta a la vigilancia y al control de otros sectores sociales y políticos.
Este poder real que ellos detentan, hace de la separación de poderes –reconocida por la Constitución de 1950— algo vacío. En la práctica, el Poder Ejecutivo, detrás del cual se encuentra el estamento militar, tiene la última palabra en todo lo que concierne a la dirección política de la sociedad salvadoreña, tal como se pone de manifiesto el Artículo 112, que da a la Fuerza Armada no sólo la atribución de mantener el orden público, sino de garantizar los derechos constitucionales. Formalmente, las atribuciones de los diputados son envidiables, siendo un buen ejemplo de ello el numeral 11º, del Artículo 46, en virtud del cual la Asamblea Legislativa puede “declarar con no menos de dos tercios de los votos de los representantes electos, la incapacidad física o mental del Presidente y Vice-Presidente de la República y de los funcionarios electos por la Asamblea, para el ejercicio de sus cargos, previo dictamen unánime de una comisión de cinco médicos nombrada por la Asamblea”.
Y lo mismo puede decirse del Poder Judicial que, aunque se lo amarra a la Asamblea Legislativa –que es la que elige por votación nominal y pública a los miembros de la Corte Suprema de Justicia— y al Ejecutivo –al que debe remitir el proyecto de su presupuesto, al que aquél puede hacerle modificaciones que juzgue necesarias— se le otorgan importantes mandatos, comenzando por su potestad de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en materias constitucional, civil, penal, mercantil y laboral, así como en otras que determine la ley” (Art. 81), y siguiendo con los dos importantes Artículos 95 y 96.
En efecto, mientras que el primero de esos dos artículos otorga a los tribunales la facultad de declarar la inaplicabilidad de cualquier ley o disposición de los otros Poderes contraria a los preceptos constitucionales, el segundo establece que la Corte Suprema de Justicia será el único tribunal “competente para declarar la inconstitucionalidad de las leyes, decretos y reglamentos, en su forma y contenido, de un modo general y obligatorio, y podrá hacerlo a petición de cualquier ciudadano”.
Sin embargo, el Estado militarizado era un límite insuperable para que la Corte Suprema de Justicia pudiera asumir, con plena autonomía, la defensa de la Constitución política. Esto fue así desde este momento, en el que el Estado militarizado adquiere contornos bien definidos, hasta la crisis política del 15 de octubre de 1979, cuando se produce el último golpe de Estado en la historia contemporánea de El Salvador. Desde los años cincuenta hasta el cierre de los años setenta, no hubo en El Salvador una subordinación de la fuerza a la ley o, cuando menos, un equilibrio entre ellas, sino un sometimiento de la ley a la fuerza.
Los militares tenían la fuerza –es decir, el poder de las armas—, desde la cual no sólo podían hacer con la ley lo que les viniera en gana, sino pisotearla cuando lo estimaran pertinente. De tal modo que el supuesto fundamental del Estado de derecho –el imperio de la ley y la sujeción de todos los miembros de la sociedad a la misma— no tenía vigencia en un esquema de convivencia en el cual un sector del país tenía a su disposición un recurso que le permitía ponerse por encima de la ley. Con los militares no aplicaba en lo absoluto el principio de dura lex, sed lex, porque ellos estaban más allá de la ley cada vez que esta se les tenía que aplicar. Esto fue particularmente claro en la década de los años setenta, cuando la violación a los preceptos fundamentales de la Constitución –así como de normas internacionales de derechos humanos— fue obra de los cuerpos militares del Estado, a los cuales fue imposible someter al imperio de la ley.
En suma, el proyecto de desarrollo nacional impulsado por Osorio adquirió su perfil propio a medida que el gobierno fue concretando sus propuestas. Para la puesta en marcha del mismo, el Estado tuvo que asumir una función más activa en materia económica –inversiones, subsidios industriales, control de precios, créditos para los pequeños empresarios, diversificación agrícola— y en materia social –aplicación de la legislación laboral, extensión de la educación pública, creación de instituciones que aseguraran el bienestar social básico22—. El sucesor de Osorio, el teniente coronel José María Lemus (1956-1960), quiso continuar con su proyecto. En efecto, Lemus –electo como candidato del partido de los militares, el PRUD23— trató de profundizar las reformas iniciadas por Osorio, al tiempo que quiso ser más tolerante en el plano político.
En este sentido, permitió el regreso al país de todos los exiliados, prometió el respeto a los derechos individuales y colectivos, y derogó a la Ley de Defensa del Orden Democrático y Constitucional, de claro corte antidemocrático. Esta relativa tolerancia del nuevo gobierno alentó la actividad organizativa sindical y política, a lo cual se añadió tanto el empeoramiento de la situación económica, debido al ciclo depresivo de la economía mundial, como el impacto de la revolución cubana de 1959 en el ámbito universitario24.
Obviamente, el gobierno de Lemus no estaba dispuesto a verse desbordado por las movilizaciones sindicales, estudiantiles y de distintos sectores de la clase media, proclives a radicalizarse en sus demandas. El año de 1959 fue particularmente difícil para Lemus. Las expectativas oficiales de avanzar hacia un proceso de integración centroamericana –auspiciado por EEUU— no se correspondían con un país en el que se vivía un clima de efervescencia en contra del gobierno. Mientras un grupo de militares cercanos a Osorio conspiraban desde el “PRUD-Auténtico”, los comunistas impulsaban una doble estrategia: por un lado, alentaban la creación de una amplia alianza democrática, concretada en el Movimiento Revolucionario Abril y Mayo (PRAM) y, por otro, trabajaban en la formación de cuadros militares que posteriormente (en 1961) darían vida al Frente Unido de Acción Revolucionaria (FUAR). Distintos grupos comenzaron a “plantear la necesidad de que se celebrasen elecciones verdaderamente libres, que los civiles sustituyeran a los militares en el gobierno y los distintos cargos públicos como las gobernaciones departamentales y los puestos diplomáticos, y que se realizara una reforma agraria radical”25.
El reformismo y la apertura tenían unos costos que Lemus no estaba dispuesto a asumir. Así, el gobierno se endureció: disolvió por la fuerza las concentraciones populares, el 2 de septiembre de 1960 asaltó la Universidad Nacional y decretó Estado de sitio. La violencia con la que se asaltó la Universidad Nacional es reveladora del endurecimiento del gobierno.
“El 2 de septiembre de 1960 –relata Juan Mario Castellanos— los partidos políticos opositores salvadoreños, la AGEUS y las dirigencias de los sindicatos comunistas trataron de realizar una concentración masiva de protesta en San Salvador, primero en el parque Libertad y luego en frente al predio que había ocupado el edificio central de la Universidad de El Salvador. Algunos estudiantes y manifestantes vociferaron consignas injuriosas contra Lemus, su familia y el gobierno militar. Fueron reprimidos por la Policía uniformada y de civil con bombas lacrimógenas y disparos de armas de fuego. Grupos de estudiantes y profesores buscaron refugio en las oficinas centrales de la Universidad, ubicadas de manera provisional en el antiguo edificio del antiguo Sagrado Corazón… Las instalaciones fueron allanadas por la Policía, vejándose de manera bárbara a estudiantes, empleados y autoridades académicas. El rector, Dr. Napoleón Rodríguez Ruiz, el secretario Dr. Cuéllar Milla y el tesorero del máximo centro de estudios resultaron con golpes y fracturas. El empleado de la librería universitaria, Mauricio Esquivel, murió a consecuencia de los golpes recibidos en una de las bartolinas de la Policía”26.
Este proceder del gobierno generó un movimiento de resistencia aglutinado en torno al Frente Nacional de Orientación Cívica, formado por partidos políticos de oposición, asociaciones estudiantiles y sindicatos. El Frente Nacional de Orientación Cívica preparó y ejecutó el golpe de Estado del 26 de octubre de 1960 en contra de Lemus; el golpe dio lugar a la instalación de una Junta de Gobierno, integrada por civiles y militares27, que se mantuvo en el poder hasta el 6 de febrero de 1961. Un aire democratizador se hizo sentir en el país, con la junta instalada a partir del golpe de Estado del 26 de octubre, pues la misma pretendía restablecer la legalidad y promover un proceso democrático y constitucional que desembocaría en un evento electoral libre28.
El sector moderado y democrático de la Fuerza Armada intentaba propiciar los cambios políticos que amplios sectores sociales demandaban con urgencia. Pero sólo se trató de un intento, ya que el proyecto que recién se iniciaba fue abortado cuando la Junta fue derrocada con otro golpe de Estado, efectuado el 6 de febrero de 1961, que llevó a la instauración del Directorio Cívico Militar29, fuertemente influido por el gobierno de Estados Unidos, que, bajo el mandato de J. F. Kennedy, promovía en América Latina reformas encaminadas a contener el avance la revolución cubana. La Junta de Gobierno derrocada pretendía realizar una reforma política que potenciara el avance de la democracia; el Directorio Cívico Militar, al tiempo que buscaba consolidar el poder militar sobre el Estado, pretendía realizar reformas económicas y sociales que estuvieran en sintonía con la Alianza para el Progreso promovida por el gobierno de Washington.
Entre las medidas más importantes, destacan las destinadas a la protección de los recursos naturales, el fomento de la agricultura30 y el mejoramiento de los ingresos del campesinado; el incremento de las fuentes de trabajo, la defensa de las entidades públicas31, construcción de viviendas para campesinos, obreros y empleados; la reducción en el pago de los alquileres y la extensión de servicios médicos a toda la nación. La proclama del Directorio Cívico Militar recoge esas y otras medidas, todas ellas anunciadas como expresión del compromiso de la Fuerza Armada en aliviar la grave situación económica de los sectores laborales populares. Obviamente, en materia económica, un objetivo central del nuevo gobierno era establecer “nuevas fuentes de producción y mejorar el nivel de producción de la República”32.
El otro objetivo importante era consolidar la hegemonía del estamento militar sobre el conjunto de la sociedad, lo cual pasa por una mayor institucionalización de los mecanismos de conducción política. El PRUD había marcado un primer paso en la dirección de dotar a los militares de un aparato partidario que facilitara la transmisión del mando presidencial, sin mayores crispaciones. El experimento no había funcionado, porque las discordias habían sido más fuertes que el consenso requerido para que una instancia partidaria como esa funcionara. En 1961, con el Directorio Cívico Militar, se abre la posibilidad de relanzar de nuevo la idea de un proyecto partidario; y, así, en septiembre de ese año, se crea el Partido de Conciliación Nacional (PCN), que desde ese momento se convierte en el mecanismo de transmisión del mando presidencial de un militar a otro, siguiendo la formalidad de un juego electoral competitivo y abierto a las distintas corrientes políticas e ideológicas –salvo la comunista, que fue declarada ilegal desde la época de Maximiliano Hernández Martínez—.
Desde el punto de vista de asegurar una transmisión del mando presidencial sin fricciones graves al interior del estamento militar, el PCN cumplió su cometido. Sirvió de soporte para los triunfos electorales del teniente coronel Julio Adalberto Rivera (1962-1967), del general Fidel Sánchez Hernández (1967-1972), del coronel Arturo Armando Molina (1972-1977) y del general Carlos Humberto Romero (1977-1979). Estos procesos de recambio político estuvieron revestidos de una legitimidad constitucional –concretada en la Constitución de 1962— que, formalmente, establecía no sólo el carácter republicano, democrático y representativo del Gobierno (Art. 3), sino la separación e independencia de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial (Art. 4).
Esta Constitución, preparada por una Asamblea Constituyente, convocada por el Directorio Cívico Militar, legitimó tanto el gobierno provisional de Eusebio Rodolfo Cordón (25 de enero-1 de julio de 1962) como las elecciones a las que llamó el Directorio el 28 de abril de 1962, y en las que resultó electo, al no contar con mayores oponentes, el teniente coronel Rivera. Este último, siguiendo la línea de acción iniciada por Oscar Osorio, impulsa la redacción de un texto constitucional que guarda una relación de continuidad con el de 1950.
De este modo, en lo que se refiere al régimen económico, la Constitución de 1962 establece lo siguiente: “el régimen económico debe responder esencialmente a principios de justicia social, que tiendan a asegurar a todos los habitantes del país una existencia digna del ser humano (Art. 135). Asimismo, la libertad económica y la propiedad privada están garantizadas, pero deben estar en función de los intereses de la sociedad (Art. 136 y Art. 137).
Al Estado, por su parte, se le otorgan importantes facultades para incidir en el proceso económico: nacionalizaciones y expropiaciones cuando convengan al interés social (Art. 138), administración de servicios públicos, como correos y telecomunicaciones (Art. 142) y orientar la política monetaria para mantener un desarrollo ordenado de la economía nacional (Art. 146).
En cuanto al ámbito laboral y de la seguridad social, la Constitución de 1962 reivindica el papel rector del Estado en la misma, no del mercado o de los agentes privados. “El trabajo –dice el texto constitucional— es una función social, goza de la protección del Estado y no se considerará artículo de comercio” (Art. 181) Los trabajadores tienen derecho a la huelga y los patronos al paro” (Art. 192). La protección estatal del trabajo se ejerce mediante el arbitraje y la conciliación allí donde se suscitan conflictos laborales (Art. 193), a sabiendas de que “los derechos consagrados a favor de los trabajadores son irrenunciables” (Art. 195)
En la óptica del gobierno de Rivera, la “conciliación nacional” es posible, toda vez que exista la buena voluntad para ello. Si eso no se puede lograr pacíficamente, entonces para eso está la tutela militar. Es decir, los militares se reafirman como un poder fáctico, que se erige como guardián de la ley. Esta atribución queda establecida en el Art. 112 de la Constitución de 1962 (y también en la Constitución de 1950) en el que se dice que “la Fuerza Armada está instituida para defender la integridad del territorio y la soberanía de la República, hacer cumplir la ley, mantener el orden público y garantizar los derechos constitucionales. Velará especialmente porque no se viole la norma de la alternabilidad en la Presidencia de la República”.
O sea, la vigilancia acerca del carácter constitucional o no del ejercicio del poder político corresponde a quienes lo ejercen, no a la Corte Suprema de Justicia. Y esto es así aunque se reconozca al Poder Judicial “la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en materias constitucional, civil, penal, mercantil y laboral, así como en otras que determine la ley” (Art. 438) o se le reconozca la atribución de “vigilar porque se administre pronta y cumplida justicia y hacer que miembros de su seno visiten los tribunales y cárceles para evitar irregularidades” (Art. 89, numeral 7º).
En la década de los años sesenta, los militares, pues, han institucionalizado con el PCN la transmisión del mando presidencial y han legitimado formalmente su poder con la Constitución de 1962. La realidad nacional es, sin embargo, más compleja, tensa y conflictiva que el marco institucional y constitucional en el que se la quiere resguardar. En realidad, la alianza entre las familias oligárquicas, el sector empresarial industrializante y los militares –a quienes se sumaba la jerarquía eclesial—, excluía políticamente a amplios sectores de la sociedad, especialmente a las clases medias, y marginaba económicamente a la mayor parte de la población, cuyas condiciones de vida eran cada vez más precarias.
Cuando el general Sánchez Hernández releva a Rivera, en 1967, en el país y en Centroamérica ya se han incubado las semillas de una crisis que desembocará en la guerra El Salvador-Honduras, en 1969. El proyecto de modernización y desarrollo impulsado por Osorio en los años cincuenta, como ya se dijo, se insertó en un programa más amplio de industrialización fomentado por la CEPAL que comprendía a toda Centroamérica (y, en general, a América Latina), la cual debía, en ese escenario, integrarse en un Mercado Común Centroamericano (MERCOMUN), que fue fundado en 1960.
En la primera mitad de esta década, “los países de la región dieron muestras de una dinámica de crecimiento económico notable. Este fenómeno respondió sin duda a la participación de la producción industrial manufacturera en el intercambio comercial… A partir de la segunda mitad de la década ese ritmo comenzó a desacelerarse y condujo a la crisis del modelo regional de integración de mercados del área centroamericana. El grado de industrialización a escala regional era en ese entonces bastante uniforme, teniendo El Salvador una proporción un poco más elevada que la de los demás países y que el promedio regional. Hacia finales de los años sesenta el desarrollo industrial de América Central mostraba desigualdades, ya que sólo Nicaragua, Costa Rica y El Salvador sobrepasaban el nivel de industrialización medio”33.
Había, por tanto, una desigualdad entre las naciones de la región en el ámbito industrial, lo cual dejaba a alguna de ellas en desventaja en el comercio regional. Este era el caso de Honduras, cuyas relaciones con El Salvador se fueron deteriorando no sólo por esta desigualdad económica –que era favorable para El Salvador—, sino por el flujo migratorio de salvadoreños hacia Honduras que era consecuencia de los desplazamientos de población generados por la construcción de presas y el desvío del Río Lempa hacia zonas habitadas34.
Miles de salvadoreños se trasladaron hacia Honduras, país en el cual se establecieron y echaron raíces. Independientemente de la poca o mucha presión que ejercieran las familias salvadoreñas sobre la economía hondureña35, lo cierto es que los militares hondureños —encabezados por el presidente Oswaldo López Arellano— no perdieron la oportunidad para responsabilizarlas de los males económicos y sociales que afectaban a Honduras a finales de la década de los años sesenta. La violencia comenzó a golpear a los salvadoreños y salvadoreñas que vivían en Honduras –en esta violencia jugó un importante papel la autodenominada “Mancha brava”36— y la réplica en El Salvador fue la exacerbación del sentimiento nacionalista, que poco a poco se enfilaba hacia una solución militar de las diferencias con Honduras, país en el que sucedía lo mismo que en El Salvador37.
El manejo oficial y publicitario que se hizo de las eliminatorias para el mundial de fútbol “México 70” entre El Salvador y Honduras llevó al límite el sentimiento nacionalista y dio pie a que las sectores militares que dirigían ambos países se lanzaran a una guerra cuya duración fue relativamente breve (100 horas) y que dejó un saldo de unas dos mil personas muertas, heridas y desaparecidas, así como la desarticulación de la estrategia de integración regional38.
La guerra con Honduras, además de llevar al quiebre del MERCOMUN, se tradujo en El Salvador en un endurecimiento del aparato estatal-militar ante el creciente del movimiento popular organizado que tenía en la organización campesina un importante eje de articulación. Asimismo, los sectores medios más politizados habían recobrado energías y estaban dispuestos a desafiar electoralmente a los militares en las elecciones de 1972.
Al finalizar la guerra con Honduras, los militares salvadoreños se sienten vencedores y el gobierno de Sánchez Hernández abandera una visión optimista en lo social, lo económico y lo político. Hacia 1971, la definición de El Salvador manejada desde el gobierno es la un “País en constante progreso”, en el cual “el café sigue siendo su principal rubro de exportación, su mayor fuente de divisas…, el movimiento industrial, en continuo crecimiento, es una pródiga y permanente fuente de ocupación para miles de obreros…, una notable recuperación ha obtenido El Salvador según las cifras provisionales del intercambio comercial durante 1970… [Tiene] una moneda sana… una ley de fomento industrial que favorece, con exenciones diversas y facilidades de crédito, el establecimiento de nuevas industrias… Existe ya una sensibilidad más despierta sobre el derecho que tienen la niñez y la juventud salvadoreñas a mayores y mejores oportunidades de educación… [Y] el sistema político-social se basa en principios democráticos mantenidos por el presente régimen de Gobierno. El Salvador, a estas alturas de su historia, ha superado todos los escollos políticos frecuentes en la vida de los pueblos hispanoamericanos. En la actualidad goza de una paz social que se basa e inspira en el estricto cumplimiento de las normas constitucionales y en el interés del gobierno por elevar el nivel de vida de los habitantes”39.
Esta visión de El Salvador como un país que goza de una “paz social” obvia el malestar social acumulado que, por ejemplo, hizo eclosión en la huelga convocada por ANDES en 1968, y que está dando lugar a un proceso de organización campesina que encuentra en la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS), creada en 1969, su mejor expresión. Detrás de ese malestar, están las dificultades para vivir que enfrentan los sectores populares en la ciudad y el campo40. Sólo para apuntar un dato contundente: en 1970 los sectores alto y muy altos de El Salvador, que constituyen el 20% de la población, registran un nivel de ingresos de un 60%, mientras que el sector bajo, que absorbe al 50% de la población, percibe solamente el 16%, lo cual introduce una desigualdad económica extrema entre los sectores populares y la elite de poder económico41. A estas desigualdades se añade no sólo la conciencia de lo lacerante de ellas, sino la convicción cada vez más firme de que el Estado militarizado es su garante y sostén político.
Esta convicción es la que permite articular la alianza política que competirá como Unión Nacional Opositora (UNO) en las elecciones de 1972. Esta alianza –que integra al Partido Demócrata Cristiano (PDC), al Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y a la Unión Democrática Nacionalista (UDN) — pone a prueba los presuntos principios democráticos de los que hace alarde el gobierno de Sánchez Hernández y el régimen no pasa la prueba. La UNO lleva como candidato a la presidencia al ingeniero José Napoleón Duarte, mientras que el PCN al coronel Arturo Armando Molina. En un proceso electoral plagado de irregularidades y en el cual las sospechas de fraude son cada vez mayores, ninguno de los dos candidatos obtiene la mayoría absoluta, por lo que la Asamblea Legislativa debe elegir al Presidente y Vicepresidente de la República (tal como lo establece laConstitución de 1962, Art. 77, numeral 5º).
La elección recae sobre el candidato oficial, lo cual genera descontento en quienes se consideran legítimos ganadores. El 25 de marzo de 1972, un alzamiento liderado por el coronel Benjamín Mejía –que se opone al nombramiento del coronel Molina como presidente— obtiene el apoyo de los comandantes de los cuarteles de San Salvador y da lugar a refriegas armadas entre los militares rebeldes y los sectores leales del Ejército. El alzamiento fracasa y, además de varios muertos y heridos, lleva al exilio al ingeniero Duarte y otros líderes de la oposición42.
El gobierno del coronel Molina se inicia con el estigma del fraude y la violencia política. El encumbramiento de Molina a la presidencia de la Republica constituía la negación de los principios democráticos suscritos por su antecesor en la silla presidencial. No obstante eso, Molina intenta continuar con la idea de convertir al Estado en el motor de las transformaciones sociales y económicas requeridas por El Salvador. Se trata de la concepción según la cual el Estado es un “árbitro”, no identificado con los intereses de grupos particulares, sino con un proyecto más amplio: un proyecto de desarrollo nacional. Hay un tema que preocupa fuertemente a distintos sectores de la vida nacional: el tema agrario.
Es evidente que no solo las condiciones de vida campesina son extremadamente precarias43, sino que es necesario introducir reformas en la estructura agraria, de forma que se potencie, desde esas reformas, el relanzamiento del proyecto de industrialización iniciado con Osorio. Este fue el propósito del coronel Molina cuando decide promover una “transformación agraria” en 1976. Al proponerse tal meta, quiso hacer realidad el precepto constitucional de 1962, que otorga al Estado la facultad de realizar expropiaciones si las mismas convienen al interés nacional y ayudan al fomento de la justicia social.
Este espíritu es el que se plasma en el Decreto Legislativo No. 31, del Primer proyecto de transformación agraria, según el cual “de acuerdo con la Constitución Política, el régimen económico de la República debe responder esencialmente a principios de justicia social, que tiendan a asegurar a todos los habitantes del país una existencia digna del ser humano, y que, asimismo, se reconoce y garantiza la propiedad privada en función social”44. Se trata, no obstante, de un proyecto al que no le son ajenas las pretensiones de reducir la conflictividad en el agro. “En un intento por reducir la tensión en el campo –dice un documento de la CEPAL—, el gobierno anunció un plan de reforma agraria en 1976 y se creó además el Instituto Salvadoreño para la Transformación Agraria (ISTA). El proyecto afectaría a un área equivalente a menos del 4% de la tierra agrícola del país y estipulaba una fuerte compensación a los propietarios”45.
El Proyecto de Ley de Transformación Agraria desencadenó, en su apoyo, una movilización social inmediata. En esta dinámica participan activamente la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) y la Unión de Trabajadores del Campo (UTC), que organizan seminarios de discusión y elaboran propuestas para las autoridades. Sectores del gran capital y terratenientes, organizados en el Frente de Agricultores para la Región Oriental (FARO) se oponen con virulencia, usando como medio de expresión a La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy, al proyecto reformista del gobierno de Molina, al punto de obligarlo a desistir de sus propósitos. En la visión de Ignacio Ellacuría, plasmada en un importante editorial de laRevista ECA –cuya publicación le costó a esa universidad el subsidio gubernamental que entonces recibía— el gobierno de Molina no tuvo más opción que decir “a sus órdenes mi capital”.
La transformación agraria, sin suponer un cambio radical en la estructura económica salvadoreña, apuntaba a una reconversión del aparato económico que, por un lado, se orientaría más fuertemente hacia la industria y, por otro, restaría presión a las demandas campesinas, motivadas por las graves precariedades socio-económicas. Se trataba de un seguro de vida para el capitalismo y los capitalistas salvadoreños46; pero, sus sectores más cerrados y fanáticos se negaron a entenderlo así. Y del fracaso del proyecto reformista de Molina se siguió una agudización de las demandas populares, obreras y campesinas, sostenidas por la conciencia cada vez más clara de que el orden económico y social vigente urgía de cambios impostergables.
El clima de discusión creado en el país en el marco del lanzamiento y fracaso del Primer Proyecto de Transformación Agraria favoreció la profundización del proceso de organización popular campesina, que contaba con el respaldo activo de un sector de la Iglesia católica –especialmente de los jesuitas—, preocupado no sólo por la precariedad de las condiciones de vida de la población campesina, sino por la violencia que se cernía sobre los campesinos organizados cuando reclamaban por sus derechos47. A FECCAS se había unido la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) en 1975, y ambas eran parte –junto con los maestros de ANDES 21 de Junio, los estudiantes organizados en el MERS, UR-19 y FUR-30, los pobladores de tugurios de la UPT y sindicalistas del Comité Coordinador de Sindicatos (CCS)— del Bloque Popular Revolucionario (BPR), nacido el 5 de agosto de 1975. Junto al BPR operaba el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU), que había sido fundado en 1974, y que también contaba en sus filas con campesinos, jornaleros, obreros, estudiantes y profesionales48.
Hacia 1976, estas organizaciones populares han irrumpido con fuerza en el ambiente socio-político nacional. Sin embargo, todavía no tienen la capacidad de precipitar una crisis en el orden establecido. Y es que, aun con el fracaso de la transformación agraria de Molina y con toda la secuela de demandas sociales insatisfechas, hay quienes siguen apostando por un cambio político enmarcado en los cauces de la institucionalidad vigente. Es así como un sector de la oposición se alista para librar la batalla contra el candidato oficial en las elecciones del 20 de febrero de 1977. Se trata de probar si un relevo político de carácter pacífico y transparente es posible.
La UNO se prepara lo mejor que puede, con su candidato a la presidencia, el coronel retirado Ernesto Claramount Rozeville –y su compañero de fórmula, Antonio Morales Erlich—, para desafiar al general Carlos Humberto Romero, candidato por el PCN49. Este último resulta ganador, pero con graves anomalías que deslegitiman su triunfo a los ojos de amplios sectores sociales. El detalle de estas anomalías está recogido en el informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) titulado Derecho del sufragio y de participación en el gobierno, en el que incluso se detallan abusos cometidos en la elección de 1976, para alcaldes y diputados, en los que tuvieron un papel importante, amenazando a candidatos de la oposición, el presidente de la Asamblea Legislativa, Rubén Alfonso Rodríguez, jueces y un magistrado de la Corte Suprema de Justicia, policías y miembros de las organizaciones paramilitares FALANGE y ORDEN50.
La protesta pública no se hace esperar, casi inmediatamente después del anuncio del gane de Romero por el Consejo Central de Elecciones (CCE). Las dos semanas que siguieron al día de las elecciones fueron de una intensa agitación social popular, cuyo epicentro emblemático era la Plaza Libertad, tomada por militantes y simpatizantes de la UNO. Los militares tuvieron poca paciencia con la presión popular, y el 28 de febrero desalojaron con lujo de fuerza la plaza, obligando a muchos de los manifestantes a refugiarse en la Iglesia El Rosario.
Sectores sociales que todavía confiaban en un cambio político por la vía electoral abandonaron esta creencia; en esta jornada nacieron las Ligas Populares 20 de Febrero (LP-28) que, en un esquema similar al del BPR y el FAPU, aglutinó a estudiantes, vendedoras de los mercados, obreros, campesinos y profesionales. De aquí en adelante, el movimiento social salvadoreño tendría un papel crucial en la dinámica del país. Este proceso se terminó de afianzar cuando, en 1979, se creó el Movimiento de Liberación Popular (MLP). Hay que hablar aquí de un movimiento social sumamente organizado y cada vez más radicalizado políticamente, capaz de llevar a las calles a 100 mil personas sin mayores dificultades logísticas.
Junto a esta dinámica social, corre de forma paralela otra línea organizativa, esta de carácter político-militar, inspirada en la revolución cubana, la revolución china y la resistencia vietnamita a la invasión de Estados Unidos. Desde 1970 comienza el proceso de formación de estos grupos, en principio guerrillas urbanas, que van haciéndose sentir con fuerza a medida que transcurre la década. En 1971, hace su aparición “el Grupo”, que en febrero de ese año secuestra a Ernesto Regalado Dueñas, quien muere en circunstancias nunca aclaradas. El grupo es una especie de germen de lo que será el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que irrumpe en la vida pública en 1972, dando muerte a dos guardias que cuidaban el Hospital Benjamín Bloom. También en 1972 se hacen presentes las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), surgida de una ruptura interna en el Partido Comunista Salvadoreño (PCS), que en ese entonces mantenía la tesis de que para llegar al socialismo había que pasar antes por una etapa democrático-burguesa.
En 1975, se da en el seno del ERP una ruptura de la que surgen las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN); esa ruptura tuvo como precedente el asesinado del poeta Roque Dalton, acusado de ser un defensor de una política “revisionista” al interior de la organización, además de ser un pequeño burgués, individualista, liberal e indisciplinado51. Y también en 1975 se crea el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC), que busca impulsar la revolución en Centroamérica, aunque termina por ser operativo nada más en El Salvador. A estas agrupaciones se suman, a inicios de 1980, las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), brazo armado del Partido Comunista Salvadoreño (PCS), que decide –luego de su VII Congreso, celebrado en abril de 197952— renunciar a la estrategia electoral como mecanismo privilegiado para avanzar hacia el socialismo53.
Desde la segunda mitad de los años setenta, los frentes de masas y los grupos político militares estrechan y fortalecen sus vínculos, dando lugar a una intensa efervescencia socio-política. El gobierno del general Romero, deslegitimado desde sus inicios, no duda en aplicar las medidas más drásticas para contener la irrupción del movimiento popular y la amenaza que representan las organizaciones político-militares. No sólo hay un endurecimiento de la actividad represiva de los cuerpos de seguridad –Policía Nacional, Policía de Hacienda y Guardia Nacional, principalmente—, sino que esas prácticas son legalizadas con la “Ley de Defensa y Garantía del Orden Público”, decretada por la Asamblea Legislativa, a iniciativa del gobierno de Romero, el 24 de noviembre de 1977 y que complementa el Decreto 381, del 20 de octubre de 1977. Al respecto, la valoración de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) es la siguiente:
“11. El procedimiento para efectuar una detención legal fue modificado a fines de 1977 por dos decretos de la Asamblea Legislativa: el Decreto 381, 20 de octubre de 1977 (D.O., Tomo 257, 24 de octubre de 1977) y el Decreto 407, “Ley de Defensa y Garantía del Orden Público”, 24 de noviembre de 1977 (D.O., Tomo 257, 25 de noviembre de 1977).
En síntesis, estos decretos conceden mayor libertad de acción a los órganos auxiliares. Como órganos auxiliares constan las Direcciones Generales de la Guardia Nacional, de la Policía Nacional, de la Policía de Hacienda, de la Renta de Aduanas, y las administraciones de rentas (Art. 11, C.P.P.). La nueva versión del Artículo 11, C.P.P. (Decreto 381) incluye en la lista de los órganos auxiliares reconocidos por la ley anterior “las dependencias de las mencionadas instituciones”. Se amplían, además, mediante una cláusula nueva del Artículo 181, C.P.P. las circunstancias en las cuales se puede proceder al allanamiento sin orden judicial, ‘Cuando se presumiere que en determinado lugar hubiere para fines subversivos o para cometer delitos contra la paz pública o contra la existencia y organización del Estado, armas, municiones o explosivos’ (Decreto 381). Desde luego, el allanamiento sin orden judicial, basado en una mera presunción, ofrece grandes posibilidades para verificar detenciones sin orden escrita, respaldado en el concepto del delincuente in fraganti.
12. Otra reforma significativa es la del Artículo 143, C.P.P. (Decreto 381), que permite a los órganos auxiliares retener a las imputadas setenta y dos horas antes de consignarlo al juez competente. Asimismo, se cambia de veinticuatro a setenta y dos horas el plazo dentro del cual se puede obtener una confesión extrajudicial que tenga validez, contado desde el momento de la detención (Decreto 381, Art. 243, C.P.P.). No sólo se mejora la posibilidad de extraer una confesión extrajudicial, sino que se facilita la detención arbitraria y se la convierte en un arma más eficaz para la intimidación de los miembros de la oposición al gobierno.
13. Otra limitación importante a las garantías individuales está contenida en la ‘Ley de Defensa y Garantía del Orden Público’, Decreto 407 de 25 de noviembre de 1977.
Esta ley creó una serie de delitos de orden político concebidos en términos muy amplios, lo que permite su eventual interpretación y aplicación en perjuicio de toda clase de opositores al Gobierno. La amplia gama de delitos establecidos y penados por esta ley va desde la rebelión, sedición o alzamiento contra el Gobierno legalmente constituido (Art. 1 No. 1) hasta la propagación por cualquier medio de noticias o informaciones consideradas tendenciosas o falsas y destinadas ‘a perturbar el orden constitucional o legal, la tranquilidad o seguridad del país, el régimen económico y monetario, o la estabilidad de los valores o efectos públicos’ (Art. 1 No. 15).
A los procesados por estos delitos se les priva de garantías procesales fundamentales: En primer lugar, basta ‘cualquier presunción o indicio sobre la participación del imputado o imputados’ en uno de estos delitos para que el Tribunal ordene su detención provisional (Art. 15). Esto puede implicar una grave limitación de la libertad individual ya que los delitos señalados por esta ley ‘no son excarcelables’ (Art. 6 inciso final).
El derecho de apelar de las resoluciones del Tribunal que conoce de la causa está también gravemente limitado en el caso de procesos regidos por esta ley. En efecto, sólo son apelables el auto de sobreseimiento, el auto de elevación a plenario y la sentencia definitiva. De manera que las resoluciones que disponen la detención de los inculpados no son apelables.
Respecto a las normas que regulan la prueba, ellas también parecen perjudicar los intereses de eventuales inculpados. Es así como la ley dispone que se admiten como medios probatorios que deben ser prudencialmente apreciados por el Tribunal a ‘los hechos o actos evidentes o notorios que sean del dominio público por haberse dado información masiva de ellos’ (Art. 21). Además, ‘la sola mención que el inculpado haga en su declaración sobre la participación de una persona en la comisión del delito podrá dar base a un indicio, toda vez que su dicho se encuentre al menos corroborado por otro indicio; y cuando esté corroborado por más de un indicio podrá considerarse como elemento de presunción’ (Art. 22). Es importante tener presente que un mero indicio es suficiente para ordenar la detención provisional inexcarcelable e inapelable del inculpado.
Finalmente, la ley sustrae del juzgamiento por jurados a los delitos de que ella trata y a los comunes conexos a ellos (Art. 12)”54.
Otros actores tampoco fueron ajenos a las implicaciones jurídicas y políticas de la mencionada Ley. Tal el caso de los partidos integrantes de la UNO, lo cuales hicieron pública una severa crítica a la misma.
“El Partido Demócrata Cristiano (PDC), el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y el Partido Unión Democrática Nacionalista (UDN), se dirigen al pueblo salvadoreño para expresarle su opinión y exponerle su análisis sobre la ‘Ley de Defensa y Garantía del Orden Público’, recientemente decretada por la Asamblea Legislativa, cuyo contenido puede sintetizarse como un nuevo paso en la política represiva del régimen. El gobierno del General Romero ha prometido el respeto a los derechos humanos y ha expresado, al igual que sus antecesores, que cumplirá la Constitución y enmarcará su acción dentro de un régimen de derecho. A esas frases y promesas hay que dotarlas de contenido concreto para conocer su verdadero significado. La ‘Ley de Defensa y Garantía del Orden Público’ es una concreción de qué ‘derechos humanos’ se quieren proteger y de qué intereses defiende la legalidad del gobierno. Esa Ley responde a las fuertes e insistentes demandas de una minoría poderosa que torpe y obcecadamente quiere ‘su tranquilidad’ a costa de la voluntad popular y de los legítimos intereses y necesidades de la gran mayoría de los salvadoreños. Esa ley es la modalidad ‘legal’ de suspender y alterar no sólo muchos derechos individuales constitucionales de manera permanente, sino garantías procesales fundamentales. Es ciertamente un paso más hábil que suspender determinadas garantías constitucionales, por medio del llamado Estado de Sitio, porque amplia y convierte en permanente lo que la Constitución faculta sólo transitoriamente; también, porque ante la opinión internacional desfavorable al régimen y la política del gobierno de [James] Carter, disfraza con el manto legal un verdadero Estado de excepción, propio de un gobierno totalitario; y, por último, porque convierte a la Fuerza Armada en un verdadero Ejército de ocupación interna con la ‘justificación’ de que está cumpliendo con su misión, aplicando la ‘ley’. La Ley tiene un claro contenido represivo de toda actividad de crítica y oposición al régimen, a su conducta, y a los intereses dominantes. Se sitúa en un contexto político donde oposición y crítica ha sido y es sinónimo de ‘subversión’. También es una claudicación a las presiones oligárquicas que quieren imponer ‘su paz’ a sangre y fuego, bajo el manto de la ‘legalidad’. La sola presencia de la ley introduce temor, intranquilidad y constituye un bozal preventivo a cualquier expresión democrática, así como una amenaza a toda actividad que no complazca o convenga a los que gobiernan e imperan en el país. Estamos claros que no es su objetivo aplicarla plena y totalmente, porque comenzando con el Arzobispo de San Salvador, miles de salvadoreños terminarían ya no en las cárceles que serían insuficientes, sino en campos de concentración. Habría no sólo una Iglesia amordazada, sino todo un pueblo sometido. Pero, la ley servirá para mantener e incrementar la represión, acelerándola donde y cuando convenga y se pueda hacer ello, atendiendo a las realidades, posibilidades y necesidades. Puntualizando algunos aspectos relevantes de la Ley, que confirman nuestro análisis, podemos afirmar que es un instrumento legal típicamente totalitario porque reúne los siguientes requisitos: gran amplitud delictiva y severidad penal; total ambigüedad en la tipificación, a fin de poderla aplicar a su gusto y arbitrio; y plena subjetividad en lo que se considera subversivo, anti-democrático, contrario al gobierno, a la seguridad nacional, a las instituciones estatales. En esa forma lesiona principios y disposiciones constitucionales fundamentales: la libertad de expresión del pensamiento; la libertad política; la libertad de reunión y de asociación; el ejercicio de los derechos sindicales; el ejercicio del derecho de insurrección; la misión de la Fuerza Armada; el establecimiento y funcionamiento de la institución del jurado; y los principios procesales en materia de prueba”55.
Los temores de los firmantes del documento citado se vierían confirmados a lo largo de los dos años siguientes. La violencia estatal y paramilitar se vio multiplicada, a la par que se multiplicaban las violaciones a los derechos humanos a manos de agentes del Estado. El país se vio sumergido en un “espiral de violencia” pues, a medida que desde el aparato estatal se acrecentaba la represión, en esa medida en el movimiento popular y en los grupos político-militares se afianzaba el convencimiento de que sólo con una violencia de tipo revolucionario se podían realizar los cambios políticos, económicos y sociales que el país necesitaba para ser más inclusivo, justo y democrático.
Las cárceles se comenzaron a llenar de presos políticos, a quienes se aplicaban crueles torturas; la persecución política se puso a la orden del día; las desapariciones y los asesinatos de dirigentes obreros, campesinos, religiosos y religiosas, estudiantes y profesionales se fueron volviendo parte de la cotidianidad. Hay una clara expresión de violencia estatal, contraria a los derechos constitucionales y a los derechos humanos fundamentales. Hay también una violencia paramilitar, ejercida por escuadrones de la muerte, que es tolerada por el Estado. Y se tiene la violencia de las organizaciones populares y la violencia de los grupos político-militares. El Salvador de finales de los años setenta es un crisol de múltiples violencias, que van dejando conmoción, caos y muerte a su paso.
Un foco central de violencia es el Estado militarizado, que ha sido desbordado por el movimiento social organizado y por la actividad de los grupos armados de izquierda. A estas alturas, sobre todo desde que entra en vigencia la “Ley de Defensa y Garantía del Orden Público” el orden institucional-constitucional establecido ha colapsado. Todo está en manos, con una casi total discrecionalidad, del presidente de la República y los aparatos de coerción que dependen de su voluntad. Al cierre de 1979, el régimen político salvadoreño está muy cerca de ser una dictadura militar al estilo de las implantadas en otros países latinoamericanos entre 1964 y 1976. Y, si en la instauración y desarrollo del Estado militarizado, el republicanismo democrático –con lo que el mismo supone de imperio de la Ley, separación e independencia de poderes y revocación libre y secreta de mandatos por votación popular—, ha sido una ficción, en el marco dictatorial en el que gobierna el general Romero el republicanismo democrático no sólo es una ficción, sino que, mucho de lo que se hace desde el Estado, va absolutamente en contra de aquél.
Por eso, las instancias que más resienten el deterioro político-institucional son la Asamblea Legislativa y el Poder Judicial que, de ser unos acompañantes casi fieles del poder militar, se convierten en cómplices de las aberraciones jurídicas y las prácticas represivas del gobierno del general Romero. En este contexto que cobran sentido las críticas de Monseñor Oscar A. Romero al sistema judicial, a propósito del cual el prelado católico denuncia el “mal social” enraizado en sus instituciones y procedimientos. Monseñor Romero fue particularmente sensible a la violación permanente del recurso de exhibición personal (o habeas corpus) que distintos organismos de derechos humanos nacionales e internacionales interponían a favor de personas detenidas bajo la sospecha de ser integrantes o simpatizantes de organizaciones populares o de grupos político-militares. La denuncia de Monseñor Romero generó el reclamo hacia él por parte de la Corte Suprema de Justicia, un reclamo al cual el Arzobispo respondió recordándole al Poder Judicial su responsabilidad en vigilar el cumplimiento de las leyes y denunciar el abuso que cometían los otros poderes del Estado56.
Era poco lo que el Poder Judicial podía hacer para hacer prevalecer la ley y controlar un poder militar y paramilitar que se desataba con ferocidad sobre todos aquellos que lo desafiaban. El espiral de violencia va en aumento y las salidas pacíficas a la crisis que está en marcha van siendo descartadas a favor de las salidas de fuerza.
En septiembre de 1979, un conjunto de organizaciones, entre las que destacan el Partido Comunista Salvadoreño (PCS), FAPU y LP-28, promueve un “Foro Popular”, en un intento de resolver el impasse socio-político de El Salvador. El gobierno de Romero se niega a atender la opción abierta por el Foro Popular, otras organizaciones populares no se suman al esfuerzo, la represión no se detiene, los escuadrones de la muerte continúan operando… y en septiembre El Salvador está al borde del precipicio. Es en este marco que un grupo de militares jóvenes, en alianza con un grupo de civiles de trayectoria democrática, decide deponer, mediante un golpe de Estado, al general Romero.
El golpe se produce el 15 de octubre de 1979, dando lugar a la instauración de una Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG), integrada por el entonces rector de la UCA Román Mayorga Quiroz, Mario Andino, Guillermo Manuel Ungo y los coroneles Adolfo Arnoldo Majano y Jaime Abdul Gutiérrez. En su proclama, los golpistas reconocen los males políticos de El Salvador –fraudes, resistencia al cambio, caos económico y social, violencia, falta de democracia— y proponen un conjunto de medidas que, a su juicio, sacarán al país del atolladero en el que se encuentra: cese a la violencia y la corrupción, lo cual supone disolver ORDEN y combatir a las organizaciones extremistas que violan los derechos humanos; erradicar prácticas corruptas en la administración pública y de la justicia; garantizar el respeto de los derechos humanos; crear un clima para convocar a elecciones libres; permitir el pluralismo ideológico, de forma que se fortalezca la democracia; reconocer el derecho de sindicalización; adoptar medidas que lleven a una mejor distribución de la riqueza; crear las bases para un proceso de reforma agraria; impulsar reformas en el sector financiero; y garantizar el derecho a la vivienda57.
Algunos sectores del país son optimistas con el arribo al poder de esta Junta Revolucionaria de Gobierno. Fue el caso de Monseñor Romero, quien vio en la Junta la posibilidad de abordar el tema de los reos políticos y las personas desaparecidas. Más aún, esta coyuntura le permite a Monseñor Romero desafiar a la Corte Suprema de Justicia para que cumpla con su compromiso, plasmado en un pronunciamiento suyo, de garantizar los derechos humanos reconocidos universalmente. Dijo Monseñor Romero: “la Corte Suprema de Justicia tiene aquí un reto ya manifestado en un pronunciamiento, su propósito de garantizar los derechos humanos reconocidos universalmente. Da esperanza escuchar en su pronunciamiento estas palabras: ‘Exhorta a los funcionarios del Poder Judicial a cumplir con la debida responsabilidad las obligaciones que sus cargos les imponen, especialmente la de impartir pronta y cumplida justicia y conservar con las partes relacionadas un mutuo respeto, y hacer cumplir las normas que regulen la conducta que debe observarse en los tribunales de justicia’. Excita también la Corte Suprema a los abogados para que en el ejercicio de su profesión coadyuven a una sana, pronta y eficaz administración de justicia, contribuyendo así al prestigio del Poder Judicial, que lamentablemente había estado muchas veces por el suelo como lo dijimos muchas veces aquí58”.
En un ambiente de mayor estabilidad socio-política –y de menos violencia política emanada de los cuerpos de seguridad y los escuadrones de la muerte— la Junta Revolucionaria de Gobierno quizá hubiera podido avanzar en sus propósitos reformistas. Pero los dinamismos del país apuntaban en otra dirección: en la dirección de un desenlace sangriento. La Junta se vio atrapada en el espiral de violencia, el terrorismo de Estado y la radicalización de las organizaciones de izquierda. El proyecto reformista no pudo desligarse de la violencia militar y paramilitar que, en una tendencia creciente, comenzaba a dejar un reguero de cadáveres a lo largo y ancho del país. La opción revolucionaria se abría paso con fuerza en el seno del movimiento popular y guerrillero, dando lugar esa opción a un proceso de unificación de esfuerzos que alcanzó sus mejores momentos en 1980. En mayo de ese año se creó la Dirección Revolucionaria Unificada Político-Militar (DRU-PM), que en octubre del mismo año se convertiría en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), integrado por las FPL, el PRS-ERP, el PCS-FAL, las FARN y el PRTC. También en mayo se creó la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM); en abril se había constituido el Frente Democrático Revolucionario (FDR), al cual se integra, junto con otras organizaciones democráticas y populares, la CRM59.
Por su parte, distintas organizaciones paramilitares de derecha –Unión Guerrera Blanca (UGB), Mano Blanca (MN), Escuadrón “Maximiliano Hernández Martínez”, Ejército Secreto Anticomunista (ESA), Escuadrón de la Muerte (EM), Organización para la Liberación de Comunismo (OLC), Frente Anticomunista de Liberación Centroamericana (FALCA), Brigada Anticomunista Salvadoreña (BAS), Guerra de Exterminio (FALANGE), Comando Nacionalista Salvadoreño (CNS) y Gremio Anticomunista Salvadoreño (GRAS)— operan a plena luz del día y muchas veces en coordinación con elementos de los cuerpos de seguridad.
El 24 de marzo de 1980 es asesinado Monseñor Romero; en noviembre del mismo, son asesinados los integrantes del FDR Enrique Álvarez Córdova (Presidente del FDR), Juan Chacón (secretario general del BPR), Manuel Franco (de la UDN), Enrique Escobar (del MNR), Humberto Mendoza (del MLP) y Doroteo Hernández (del FAPU). Estos crímenes se producen en el marco de la muerte cotidiana de decenas de miembros y simpatizantes de las organizaciones populares, estudiantes, religiosos y religiosas, obreros y campesinos. Según algunas fuentes, de 1972 a 1979 hubo no menos de 470 asesinatos políticos atribuidos a los cuerpos de seguridad, no menos de 600 capturados y no menos de 190 desaparecidos; en 1980, fueron asesinadas por los cuerpos de seguridad y los escuadrones de la muerte no menos de 9,825 personas, y fueron capturadas no menos de 1,190; y en 1981, el número de personas asesinadas se habría elevado a no menos de 13 mil60. Estos crímenes desbordan a las tres juntas que se forman entre octubre de 1979 y marzo de 198461: la primera, presidida por Román Mayorga, se desintegró en los primeros días de enero de 1980; la segunda, en la que participaron, además de los coroneles Majano y Gutiérrez, José Antonio Morales Erlich, Héctor Dada Hirezi y José Ramón Ávalos Navarrete, tuvo una vida de dos meses; y la tercera presidida por José Napoleón Duarte, que se mantuvo en el poder hasta 1982, cuando se realizaron elecciones para Asamblea Constituyente y se eligió a Alvaro Magaña como presidente provisional. Pero esto sucede ya cuando la guerra civil ha estallado y el país ha entrado en una nueva fase de su historia política.
En efecto, 1980 fue un año en el que los actores que marcaban los tiempos del país se prepararon para la guerra. La represión que acompañaba los intentos de reforma de las Juntas Revolucionarias de Gobierno –reforma agraria, nacionalización de la banca y del comercio exterior— afianzaron en el movimiento popular y en las agrupaciones guerrilleras la convicción de que la única forma de realizar cambios profundos en El Salvador pasaba por la toma revolucionaria del poder del Estado. El 10 de enero de 1981, el FMLN lanzó su ofensiva final (u ofensiva general) con la que la guerra civil se dio formalmente por iniciada. La lógica de la guerra se impuso en la vida nacional desde ese momento hasta su finalización, 12 años después. El desencadenamiento de la guerra puso de manifiesto, de manera brutal, las debilidades y el fracaso del Estado militarizado. Y hubo que esperar a que esta terminara para que se intentara, de nueva cuenta, edificar un ordenamiento republicano y democrático.
3. Conclusión
La guerra civil tuvo sus fases y momentos particulares; tuvo también sus costos materiales y humanos. No fue inevitable que la guerra se diera, pero, el descartarse otras opciones, ella termino por configurarse como la única que le quedaba al país para resolver el cúmulo de problemas acumulados a lo largo del siglo XX. Que el proceso histórico salvadoreño tuviera por desenlace una guerra civil abierta fue la prueba contundente del fracaso del Estado militarizado y del orden económico resguardado por él. Desde el punto de vista de la separación de poderes, la guerra anuló incluso la formalidad democrática-constitucional que se quiso establecer desde 1982. En 1979 se dio el último golpe de Estado en la historia reciente de El Salvador; no ha habido otro, desde entonces. En 1982, se celebraron elecciones para Asamblea Constituyente, se tuvo un presidente provisional y, al año siguiente, una nueva Constitución política. Este proceder ya había sido ensayado con éxito en otras situaciones históricas: ante el estallido de crisis socio-políticas importantes, la secuencia golpe de EstadoeleccionesAsamblea ConstituyenteConstitución Política había sido clave para restaurar la estabilidad perdida. Sin embargo, en los años ochenta esa fórmula se revela totalmente inoperante, pues existe un poder político-militar que se ha puesto al margen de la institucionalidad-legalidad vigente, a la cual pretende abolir de raíz. Esta institucionalidad-legalidad permite la realización de elecciones en 1984 –mismas que llevan a la presidencia a José Napoleón Duarte (1984-1989)— y en 1989 –que llevan a la presidencia a Alfredo Cristiani (1989-1994)—. Pero la guerra no sólo se impone sobre esta incipiente lógica democratizadora, sino que la subordina a sus propios fines, que son la derrota-rendición-destrucción del enemigo.
Como en cualquier guerra frontal y abierta, entre 1981 y 1992, la ley fue anulada por el poder las armas. Y cuando la ley ha sido acallada, el Poder Judicial tiene poco que hacer y decir en un contexto en el cual la fuerza tiene la última palabra. En este sentido, preguntarse por la independencia judicial (o la independencia del Poder Legislativo) durante los años de guerra en El Salvador supone reconocer que la tarea fundamental del Poder Judicial –resguardar la ley y hacer que se cumpla la justicia— tiene serios obstáculos para cumplirse, siendo que la ley vigente es la ley de las armas, no la ley del derecho civil y político. Y en el ámbito de las leyes de la guerra poco o nada puede hacer el Poder Judicial al ser parte del Estado que es desafiado militarmente por la insurgencia, ante la cual el Estado salvadoreño responde como un todo.
Claro está que era mucho lo que tenía que (y debía) hacer ante violaciones a los derechos humanos fundamentales cometidas por el Estado sobre ciudadanos y ciudadanas suyos. Pero era poco lo que podía –y quizás querría hacer—, una vez que se aceptaba el argumento de que la fuerza del Estado se estaba aplicando contra sus enemigos, es decir, contra personas que, al ser declaradas enemigas del Estado, eran excluidas de su protección.
En este marco, se entienden (no se justifican) muchas —demasiadas— aberraciones de la justicia salvadoreña durante la guerra civil. Su papel en diferentes masacres cometidas por tropas salvadoreñas (el Mozote, el Sumpul), su rol en el asesinato de Monseñor Romero y los jesuitas de la UCA… Estos y otros casos sucedidos a lo largo de los años ochenta y a principios de los años noventa, expresan la debilidad extrema que caracteriza a un sistema de justicia que ha visto socavada su independencia a medida que el Estado militarizado se ha ido consolidando. Porque en los años la guerra salen a luz deficiencias en la justicia salvadoreña que se incubaron mucho antes y que comenzaron a manifestarse con nitidez al cierre de los años setenta.
En el Estado militarizado, como lo hemos visto, había un marco constitucional-formal al cual se apelaba para legitimar el ejercicio de poder estatal. Los militares, con sus divisiones, y la oposición política aceptaban la validez de ese esquema constitucional-formal. Pero el esquema tenía una debilidad: reconocía y legitimaba un poder ajeno a aquél y que, en definitiva, era capaz de redefinirlo o anularlo: el poder militar. En lo que se refiere al Poder Judicial, en el Estado militarizado la ley no era anulada, sino sometida a las decisiones de los militares. En momentos de estabilidad política, eso podía ser escamoteado: los tres poderes del Estado dialogan, negocian, interactúan y, si hay un margen suficiente de estabilidad, la independencia y separación de poderes puede traducirse en un atisbo de pesos y contrapesos políticos. Pese a eso, el estamento militar estaba exento de esos controles republicanos, pero no a la inversa: las instancias constitucionales de poder se sabían vigiladas y tuteladas por el poder militar. En las diferentes crisis que vivió El Salvador desde 1944 hasta 1976-77, la mayor parte de actores nacionales dio por aceptado ese esquema. Ya se tratara de coyunturas en las cuales se trataba de cerrar espacios a la democratización o de abrirlos, los militares no estaban al margen, sino en el centro del debate y las decisiones que se tomaban. De hecho, en la mayor parte de casos, esos intentos tuvieron como protagonista crucial a la institución militar. Y el marco que se toma como referencia legitimadora es la institucionalidad democrática que ha sido violentada y que necesita ser restaurada… Eso sí, tutelada por los militares.
La nulidad del Poder Judicial, como poder independiente, no destacó con nitidez mientras todos los (o la mayor parte de) actores socio-políticos aceptaron el marco constitucional-institucional tutelado por los militares. Después de todo, había una ley que servía como referencia formal, incluso para estos últimos. Sin embargo, a partir de 1977 asistimos a un cambio político importante: el surgimiento de grupos sociales organizados que no sólo no aceptan el marco constitucional-institucional vigente, sino que comienzan a desafiarlo de manera abierta y sistemática. El Estado militarizado fue desbordado cada vez más y la fuerza comenzó a prevalecer por sobre las formalidades legales-institucionalidades.
En muchos tramos del gobierno del general Romero, la ley fue suprimida por la fuerza. Y en esos momentos se hizo evidente la inexistencia de una independencia y separación de poderes en El Salvador. El poder militar hacía sentir, de manera abierta, su preeminencia por sobre las instancias institucionales-constitucionales. La justicia calló estos abusos o fue cómplice de ellos. Esto lo reconocieron los militares golpistas en octubre de 1979. Asimismo, ellos pretendían reguardar el esquema de recambio político seguido desde 1944, el cual hacía del estamento militar el guardián de las transformaciones políticas, económicas y sociales requeridas por el país.
El proyecto golpista –el último que ha conocido El Salvador— fracasó precisamente por la existencia de actores situados en la lógica de otro proyecto, uno de tipo revolucionario. Sin la existencia de estos actores –o si ellos hubieran sido débiles— quizás el golpe del 15 de octubre hubiera prosperado y el esquema heredado de 1944 hubiera resistido por un periodo histórico más. Empero, esos actores estaban ahí; y tenían la fuerza suficiente, primero, para contraponer su proyecto al de los militares golpistas y al de los grupos extremistas de la derecha; y segundo, al proyecto contrainsurgente impulsado por el gobierno de Duarte.
Durante la guerra civil se rompió el molde del cambio político diseñado desde 1944. Quién sabe, pero quizás era necesario que hubiese actores dispuestos a contraponer al orden vigente un orden alternativo, en el cual no estuvieran los militares como un poder aparte, tutelando el orden institucional-constitucional. No sólo tuvo que desatarse una guerra civil, sino que la misma se resolviera por la vía de la negociación, para que un nuevo horizonte político-institucional se perfilara en El Salvador. Cuando finaliza la guerra civil en 1992 –y terminando de la forma en que lo hizo: por la vía negociada— el país tiene, en efecto, un horizonte distinto, enmarcado más en los Acuerdos de Paz que en la Constitución de 1983— para construir un ordenamiento político fundado en una real separación e independencia de poderes, la primacía de la ley y las normas y valores de la democracia.
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