En el país, hablar de pobreza y exclusión es para ciertos grupos algo innecesario, trasnochado, pasado de moda, que solo promueve la lucha de clases y en nada contribuye al entendimiento y al bienestar nacional. Esta actitud, propia de quienes viven en la abundancia, es una manera de evitar cuestionarse el propio estilo de vida. Es querer negar la existencia de los muchos que viven sin acceso a lo elemental. Es no querer asumir la especial responsabilidad que sobre los excluidos y emprobrecidos tienen los grupos más privilegiados.
Para una tercera parte de los salvadoreños, la pobreza es una realidad que condiciona su vida y trunca sus posibilidades de cambio. Ser pobre significa sufrir carencias, tener dificultades para alimentarse, no contar con vivienda digna, no tener un trabajo fijo, no poder acceder a servicios de salud o recibir en ellos un trato denigrante, no tener oportunidad de una educación de calidad ni poder alcanzar los niveles educativos requeridos para conseguir un trabajo bueno y estable. Para las personas en situación de pobreza, vivir es un reto diario.
Los primeros dos Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, asumidos como compromiso por todos los países miembros de Naciones Unidas, son “poner fin a la pobreza” y “acabar con el hambre”. Por supuesto, la tarea no es fácil. De hecho, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) señala que en la última década la pobreza y el hambre se han incrementado en nuestro continente. En esa línea, un primer paso para eliminar la pobreza en nuestro país es acabar con el prejuicio de que quienes la sufren tienen mala actitud, no quieren trabajar, no están interesados en superarse, son dejados… Una visión clasista y discriminativa que expresa con claridad la cultura del privilegio que existe entre nosotros, y que lleva a tomar políticas públicas equivocadas.
Esta opinión ampliamente extendida desconoce la existencia de las desigualdades de carácter estructural (según sexo, condición étnica y territorio, por ejemplo) que se entrecruzan y superponen para limitarle a un gran número de personas el acceso a servicios básicos y a empleos de calidad. Tampoco tiene en cuenta que los bajos salarios, la informalidad, la precariedad, la ausencia de contratos de trabajo, el incumplimiento de los derechos laborales y la ausencia de protección social son factores que condenan a la gente a la pobreza. Así, para salir de su situación, los pobres deben emprender una lucha titánica contra dos gigantes: la pobreza y la exclusión a la que la sociedad los condena.
La Cepal, con base en datos del Banco Mundial, ha comprobado que, contrario a lo que muchos creen, las personas en condición de pobreza son las más ocupadas, pero la mayoría se gana el sustento informalmente o bajo formas de trabajo remunerado que reproducen la pobreza. No son ellos, pues, los culpables de su situación, sino la sociedad en su conjunto. Por ello, el Estado y la sociedad tienen la responsabilidad de tomar cartas en el asunto. Para la Cepal, es fundamental implementar programas que no solo busquen mejorar los ingresos de las familias, sino también promuevan el acceso a los servicios sociales y fomenten el trabajo decente; dos elementos clave para avanzar hacia niveles cada vez más altos de inclusión y participación en los beneficios del desarrollo y en el ejercicio de los derechos económicos y sociales.
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