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Costos de la educación

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Costos de la educación

Opinión
26/10/2018
Hace poco leí lo siguiente: “no es caro modernizar el sistema educativo, caro es, (sic) lo que robó (sic) Saca y Funes”, lo cual fue atribuido a un político salvadoreño que compite por la presidencia de la República. Prescindo de su nombre, pues con los manoseos que se dan en las redes virtuales de comunicación nunca se puede estar seguro de si lo que atribuye a una persona es cierto o falso. En realidad, esto último es lo de menos; lo importante es el contenido (incoherente y falso) del argumento, ya que no son pocos a quienes eso no sólo les ha parecido una muestra de extrema creatividad comunicacional, sino una verdad irrefutable. Para caer en la cuenta de que lo primero brilla por ausencia, basta con sentir el golpe que provoca el mal uso del verbo robar: lo correcto es “lo que robaron Saca y Funes” y no “lo que robó Saca y Funes.

En cuanto al contenido de fondo del argumento –que modernizar el sistema educativo no es caro (es decir, que es barato)—, ello refleja, en quienes creen tal cosa, un desconocimiento extremo –o sea, una ignorancia absoluta— de los costos financieros de la educación, no sólo en su funcionamiento actual, sino en su puesta a punto con una transformación de envergadura –en los ciencias naturales, las ciencias sociales y las humanidades— que la ponga a la altura de los desafíos del siglo XXI.

De lejos, la inversión requerida en un proceso de modernización educativa supera lo que, efectivamente, fue robado en el gobierno de Elías Antonio Saca y, presuntamente, fue robado en el gobierno de Mauricio Funes. Es tan caro modernizar el sistema educativo que los montos que, según fuentes fiscales, se malversaron en los gobiernos de Funes (351 millones1) y Saca (más de 300 millones2), están por debajo lo que se requería para una transformación educativa de envergadura y para la sostenibilidad de esa transformación en el tiempo.

Por supuesto que es caro (costoso) para la sociedad salvadoreña que ese dinero haya sido usado indebidamente, ahí donde ello ha sido probado por la justicia. Pero también es cara (costosa) una modernización del sistema educativo; afirmar lo contrario --es decir, que esa modernización sería barata— es poco realista e incluso ingenuo.

Por supuesto que no faltará quien salga al paso del anterior razonamiento señalando que con más de 600 millones –la suma de lo que se atribuye a Saca y a Funes— se hubiera contado con suficiente dinero para la modernización de la educación, pero eso no es cierto: un sistema educativo, reformado o no, debe tener sostenibilidad financiera en el tiempo, y esa inyección de recursos –en caso se haberse dado— hubiera servido para paliar necesidades quizás urgentes, pero no para asegurar esa sostenibilidad.

El actual sistema educativo, sólo para 2018 y en la educación pública, cuenta con presupuesto para el MINED superior a los 900 millones de dólares. Esa sólo una parte del costo de la educación pública; a ese costo deben sumarse los costos familiares directos (en autobuses, por ejemplo) o los costos indirectos (por ejemplo, lo que dejan de percibir las familias como ingresos al tener a sus hijos e hijas estudiando en bachillerato o la universidad).

El otro gran rubro de costos educativos está en el sector privado de educación (un agujero negro), en el que miles de familias dejan, año con año, parte de sus ingresos desde la educación inicial hasta la universidad. Unos y otros son parte de los costos económicos de la educación, pagados por la sociedad. Y se trata de unos costos para sostener la educación tal y como ésta es en la actualidad. Sin cambiar sustantivamente nada en ella, los montos de la educación pública seguirán siendo básicamente los mismos durante un buen tiempo.

Ahora bien, si se quieren impulsar transformaciones sustantivas en el sistema educativo, los montos destinados a la educación pública deben aumentarse significativamente, y no sólo una vez –como una inyección de recursos extraordinaria—, sino de manera sostenida en el tiempo. Porque la modernización del sistema educativo no se agota en un cambio abrupto –que posiblemente requiera una cantidad extraordinaria de recursos (infraestructura, laboratorios, incorporación de nuevos docentes, actualización de los profesores, becas, etc.)— sino que debe tener continuidad temporal, lo cual supone recursos que aseguren el funcionamiento normal del sistema que ha sido reformado.

Los números, aunque sea a partir de una mirada cualitativa, ponen de manifiesto que la educación en El Salvador es cara, no barata. Y, además, no es de la mejor calidad. En esa lógica, la modernización educativa tampoco puede ser barata, siempre y cuando se trate de una modernización en profundidad. Ni sería barata en las fases críticas de la reforma ni tampoco en las fases de consolidación y permanencia del sistema reformado. Casi con seguridad, en ese nuevo contexto, el presupuesto actual del MINED tendría que duplicarse.

En fin, quien crea que modernizar el sistema educativo no es caro, no sabe de lo que está hablando. No sabe de los costos educativos que tiene el país en la actualidad ni tiene idea de los costos que requería un salto de calidad educativo de envergadura de cara al futuro. De hecho, desde 2009 hasta la fecha, los mejores logros educativos están asociados a la inyección de recursos a algunas áreas estratégicas de la educación, como la formación docente. Pero se ha tratado de recursos insuficientes. Si queremos mejoras sustantivas en educación, tenemos que gastar más en la educación pública, especialmente en la potenciación científica de primer nivel, comenzando con un replanteamiento del financiamiento de la Universidad Nacional. Una modernización en esa dirección será sumamente cara, y la sociedad debería saberlo y estar dispuesta a asumir esos costos.

Nada más contraproducente que vender la idea –no es ni nueva ni buena— de que modernizar el sistema educativo no es caro. Eso transmite a la sociedad la falsa idea de que el país puede salir del atolladero educativo en que está sin pagar nada, o siendo mezquina en los gastos educativos que, además, deberían estar asegurados en un presupuesto alimentado por una estructura tributaria progresiva. Es igualmente contraproducente vender la idea de que los bienes públicos –como la educación o la salud— no tienen costos, o los tienen mínimos, pues no es cierto: dados sus elevados costos, serían inaccesibles para la mayor parte de la población si el Estado no interviniera con políticas públicas que los hagan accesibles para la mayoría. La mercantilización de la educación (o la salud) es ciertamente costosa para quienes, por su cuenta, acceden a ella, excluyendo a quienes no tienen los recursos para “comprar” educación (o salud) privada.

Que la educación sea cara no quiere decir que los costos deban recaer por igual en todos los miembros de la sociedad, o que golpeen más a los que tienen menos recursos. Precisamente, porque es cara es que debe facilitarse su acceso a quienes no tienen los recursos para hacerlo. La educación pública debe corregir esas inequidades; y para hacerlo, tiene que estar bien financiada por la sociedad –y, dentro de ésta, por quienes tienen más riqueza—, de forma que se ponga un freno al mercantilismo educativo, que encarece la educación sin la contraparte de calidad –científica, ética y humana— que es la esencia de todo proceso educativo. Quienes están atrapados en el circuito privado de la educación –pagando cantidades exorbitantes de dinero por una educación que deja mucho que desear— no deberían dudar en canalizar esos recursos, mediante una estructura tributaria adecuada, para potenciar una educación pública de calidad, con lo cual no sólo ganarían ellos, sino también la sociedad.

San Salvador, 28 de octubre de 2018

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