Periodistas y empresas mediáticas
Por motivos muchas veces incomprensibles se suelen identificar cosas que entre sí guardan diferencias abismales. Es el caso de la identificación que se suele hacer en El Salvador, aunque no sólo aquí, entre periodistas y las empresas para las cuales trabajan. No se sabe a ciencia cierta de dónde surge este afán de identificación: es probable que sean las grandes empresas mediáticas las que la exijan a sus empleados –pues así miran a los periodistas que trabajan para ellas—, pero también es probable que éstos, de buena gana, se sientan algo más que empleados: personalidades del periodismo sin las cuales las empresas mediáticas no serían nada y copartícipes de un quehacer empresarial al cual deben defender a capa y espada.
Se trata, en cualquier caso, de una autopercepción que, ínfulas aparte, tiene poco que ver con la realidad de los periodistas como empleados de unas empresas cuyos propietarios tienen beneficios e intereses ajenos a los periodistas y el periodismo. Por supuesto que uno de los mejores logros de esos propietarios –empresarios capitalistas de las comunicaciones— es integrar a quienes trabajan para ellas, a partir de la identificación emotiva e ideológica con los dueños. De este modo, esos trabajadores –agrupados en esa categoría amplia en que se ha convertido la palabra “periodista”— se convierten en voceros y valedores de los intereses de los empresarios mediáticos. Y lo hacen con ardor y pasión. A veces con agresividad, a veces victimizándose. Eso sí, siempre defendiendo como propios los intereses de las empresas para las cuales trabajan.
No se dan cuenta del grave daño que eso causa al periodismo y a la profesión periodística. La pérdida de autonomía para los periodistas es casi total en las grandes empresas mediáticas. Junto con ello está la sumisión consciente o inconsciente a lineamientos de cobertura noticiosa y de enfoques que violentan la libertad y la ética del periodismo. Y por último está el deterioro de la profesión, que se ha ha visto invadida por charlatanes de todos los pelajes que se dicen periodistas pero que son propagadores de prejucios, dogmas y veneno ideológico.
Los dueños de las grandes empresas mediáticas se las han arreglado para que los periodistas que trabajan para ellas sean incapaces de juzgar críticamente las amarras que esas empresas les imponen. La dependencia salarial es un factor de ese amarre. Pero va más allá, pues ha logrado llegar hasta lo emotivo y lo ideológico. Y los han convencido de que las amenazas para el periodismo están afuera, no adentro, y que deben alinearse con las empresas para defender la profesión. Esto queda claramente en evidencia en el momento actual, cuando desde el Ejecutivo se impulsa una propuesta de ley que llama al autocontrol mediático cuando se aborda la violencia.
Es un artículo de la mencionada propuesta –el 30— el que ha generado un alboroto en un ambiente en el que se confunden los intereses empresariales con los periodísticos. Dice el Art. 30:
“Los medios de comunicación deberán contribuir en la promoción de la prevención de la violencia, la convivencia y la cultura de paz en la población, procurando la autorregulación ética de información y contenidos no violentos para no afectar la salud mental de la población, sin perjuicio del respeto a la libertad de expresión, de prensa y de información”[1].
No hay nada amenazante en ese texto. Más aún, es lo menos que puede pedirse a instancias que influyen decisivamente en las percepciones, valores y hábitos de las personas, y no siempre para bien. Si las grandes empresas mediáticas –que son las más alarmistas— cumplieran con unos requisitos éticos mínimos en el ejercicio del periodismo, la recomendación que emana de ese artículo sería innecesaria. Pero no es así en estos momentos, ni lo fue en el pasado.
Nunca se han autorregulado en el tratamiento de la violencia y, peor aún, algunos medios tienen una historia de complicidad con la violencia política (terrorismo de Estado, asesinatos, torturas) de la que a casi nadie la gusta mencionar. Y ni hablar de su amarillismo con la violencia de las pandillas, lo cual por cierto contribuyó, en los años noventa, a una criminalización de las maras que posteriormente se mostró contraproducente para el correcto abordaje del problema. O sea, sobre endeblez ética de las grandes empresas medíaticas (y sus satélites en periódicos populares o en publicaciones digitales) hay mucha tela que cortar. Con tibieza, el Art. 30, que hemos citado, les hace un llamado –con todas las garantías posibles— para que cumplan su responsabilidad para una convivencia social en paz. Son ellas mismas las que deben autorregularse, lo cual les deja un amplio margen de maniobra incluso para seguir haciendo lo de siempre.
Ahora bien, lo que aquí se quiere destacar es la identificación periodistas-empresas mediáticas con la que se abandera el rechazo al artículo citado. “ADVIERTEN PELIGRO DE CONTROL DE MEDIOS. Periodistas objetan disposiciones en anteproyecto de ley”, se lee en la portada de un matutino[2]. Es clara la identificación entre dos realidades de naturaleza distinta: las empresas y los periodistas. Y, en el mismo periódico, en las páginas siguientes, se registran opiniones de una Jefa de Prensa de una radio, un Editor Jefe de un periódico y un periodista y conductor de televisión. Seguramente, al igual que éste, los dos primeros son también periodistas. El asunto, sin embargo, es si están hablando como tales –desde sus intereses profesionales y personales como periodistas—o cómo voceros (aunque no lo sepan) de los intereses de las empresas para las que trabajan.
La identificación señalada es preocupante. Mientras la misma persista, los periodistas tendrán graves dificultades para identificar y defender sus propios intereses no sólo ante amenazas provenientes del exterior, sino ante las que se generan en las empresas para las cuales trabajan. Desde la falta de autonomía y limitaciones en la libertad de expresarse críticamente hasta las condiciones de contratación y de salarios, la situación de los periodistas en las empresas en las que laboran no está exenta de riesgos y amenazas. Ser voceros y puntas de lanza de los intereses de los propietarios de esas empresas es un indicativo de su debilidad profesional.
Por último, no sólo es preocupante la identificación periodistas-empresas, sino el empobrecimiento de la palabra “periodista”, en la cual hoy por hoy cabe cualquiera que haga algo en un medio. ¿Son periodistas –y piensan y se comportan como tales— los mandos medios de las empresas mediáticas? La pregunta no es si hacen alguna tarea periodística (entrevistar, leer noticias, o redactar o revisar un texto), sino si son periodistas, es decir, respetuosos de su vocación, conscientes de su responsabilidad con la palabra, buscadores de aquello que impide o puede ser acicate para humanizar a la sociedad.
Cuando los periodistas hablen, como periodistas, de sus intereses, necesidades, temores y riesgos habrá que escucharlos. Si hablan como los dueños de las empresas para las que trabajan no son periodistas; son alfiles[3] en un juego de poder cuyas reglas les han sido impuestas por otros. Tienen que organizarse, protegerse gremialmente y, sobre todo, dejar que los dueños de las empresas libren sus propias batallas.
San Salvador, 20 de julio de 2017
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