Verdad y justicia que restauran
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La semana pasada se celebró en la Universidad el undécimo Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador. Este año, participaron como jueces el abogado español José Ramón Juániz, que presidió el Tribunal; Aronette Díaz de Zamora, exmagistrada de la Corte Suprema de Justicia; Antonio Maldonado, exfiscal en el caso Fujimori en Perú; y Paulo Abrao, secretario de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Gracias al testimonio de víctimas sobrevivientes, se presentaron los casos de jóvenes torturados, desaparecidos o asesinados que pertenecieron al FUR-30, un movimiento estudiantil que se desarrolló en la UCA a finales de los años setenta.
La memoria es el último recurso de las víctimas cuando la justicia y el derecho no funcionan, y asegura el triunfo sobre los victimarios en la medida en que resiste unida a la palabra. Los hechos dolorosos no se olvidan. Y contra los hechos, no hay argumento posible: están ahí, inapelables. Mientras el verdugo siempre tiene que disculparse con falsedades, repite mentiras y las cambia cuando la realidad lo pone en evidencia, la víctima se mantiene en la verdad de lo acontecido. La verdad y la justicia pueden ser derrotadas temporalmente por la mentira y el poder, pero cuando los victimarios pretenden reducir a la nada el dolor de las víctimas, la memoria triunfa y al final restaura la vida, la verdad e incluso la justicia.
Cuando se alían con la mentira y los mentirosos, los medios de comunicación no cubren la memoria de los que sufren, especialmente de las víctimas de los poderes establecidos, sean estos formales y estatales, o fácticos. La justicia legal también es manipulada. Los abogados y notarios que durante la guerra daban en adopción a los niños secuestrados por el Ejército se llenaron los bolsillos de dinero. Y hoy hablan de olvido y de no remover el pasado. Lo mismo piensan quienes creen que los jóvenes que se manifestaban pacíficamente en favor de la justicia se buscaron ellos mismos la muerte, la tortura o la desaparición. En este sentido, no hay mucha diferencia entre el pensamiento nazi o estalinista, y el de estos bien pensantes de las verdades del poder, generalmente ubicados en excelentes posiciones económicas y sociales.
En el pasado se criminalizó a los movimientos estudiantiles. Jóvenes inquietos, rebeldes o que simplemente se solidarizaban con los problemas de los pobres fueron perseguidos por oponerse a lo que no era bueno. Jóvenes que buscaban comprometerse con nuevos estilos de liderazgo, más centrados en el desarrollo y en los derechos humanos, fueron masacrados, torturados o desaparecidos. En la actualidad, en otras circunstancias y contextos, se continúa criminalizando a ciertos sectores de la juventud. Ante la incapacidad de la política de ofrecer perspectivas de desarrollo, ante la exclusión y la falta de trabajo decente, han surgido en el país organizaciones que buscan mantenerse a través del delito, y que utilizan a jóvenes para ello. Y el Estado tiende a responder criminalizando a los jóvenes de los barrios populares, persiguiendo con mano dura a cualquiera que le parece que se sale del guacal.
Olvidar los crímenes del pasado lleva siempre a repetir la historia. Con el agravante de que perseguir y maltratar a los jóvenes es una forma perversa de transmisión intergeneracional de la violencia que daña severamente al futuro. Recordar hoy los crímenes contra estudiantes universitarios, decir una palabra de verdad sobre ellos, es una deuda no solo universitaria, sino de conciencia y de amor a lo mejor del país: esa hambre popular de justicia, paz y desarrollo social. Y es un ejercicio que ayuda a mejorar el presente y a evitar que la violencia sea el recurso principal para enfrentar los problemas. Solo desde valores de justicia y solidaridad con las víctimas puede darse una auténtica reconciliación social.
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