Foto FACTUM/Bryan Avelar
En una comunidad empobrecida al norte de San Salvador, un pastor evangélico está a punto de repartir bolsas con comida en el patio de su iglesia. En la calle, al otro lado del portón, cerca de sesenta mujeres hacen un concurso de miseria. Cada una grita lo más fuerte que puede sus calamidades. “¡Pastor, yo tengo dos niños chiquitos!”, “¡Yo tengo a mi mamá ya anciana y estoy sin trabajo desde hace dos meses!”, “Yo ya no tengo comida, ¡Se me acabó ayer, pastor!” La esperanza de las mujeres es que, de convencer al pastor, pasarán primero y con suerte obtendrán una de esas bolsas. Ninguna sabe exactamente el contenido de aquellas bolsas, pero todas están seguras de que es comida.
Y de eso ellas ya no tienen.
En medio de aquel vapor del mediodía se escuchó llegar el pujido agonizante del pequeño motor 120 cc de una vieja motocicleta. El aparato sufría con dos hombres grandes a bordo.
Los hombres vestían ropas holgadas y llevaban gorras rectas en sus cabezas. Eran pandilleros de la Mara Salvatrucha 13, la pandilla que controla desde hace décadas esta comunidad. Al ver el alboroto frente al portón, los pandilleros se acercaron y hablaron a gritos.
–¡Vaya, vaya! ¡¿Y este desvergue aquí, pastor?!– gritó uno de ellos.
El pastor, nervioso y sumiso, se apresuró a recibirlos y a darles explicaciones a aquellos hombres que a la par suya, en edad, eran unos jovencitos.
–Lo que pasa, hermano, es que vamos a repartir unos víveres que han traído unos hermanos para las familias que se han quedado sin trabajo por la cuarentena– dijo el pastor.
En esta comunidad, la presencia de la MS-13 no es un secreto. Todo lo contrario. En la entrada hay un puesto policial y frente a él unos conos que hacen las veces de control vehicular. Cien metros después de eso conos, el verdadero control es de la pandilla. Bajo un techo de lámina hay siempre reunidos dos, cuatro o más jóvenes con audífonos enrollados en las orejas. Esos jóvenes no escuchan música, están enlazados en una llamada permanente que les sirve como centro de monitoreo. Desde ahí observan a todo el que entra y sale. Desde ese puesto informan, por ejemplo, si el que llega es un vendedor, un extraño o incluso una patrulla policial.
Una vez dentro de la comunidad, el control de la padilla no se relaja. Varias motocicletas con uno o dos pandilleros a bordo rondan cuadra por cuadra, vigilando. Aquí nadie entra y sale sin autorización, aquí nada pasa sin que la pandilla lo sepa.
Casi treinta años después de que aterrizaran en El Salvador, la relación de las pandillas con las comunidades dista de ser únicamente parasitaria. Muchas veces, como hoy, es simbiótica: La pandilla, sin el barrio, muere. Y a veces, el barrio necesita a la pandilla. Como en estos tiempos, en el que la pandilla intenta, a su manera, de hacer que el barrio sobreviva al Covid-19.
Al oír la explicación del pastor, el pandillero asintió con la cabeza. Entendió lo que estaba pasando y de inmediato regresó al portón para poner orden. No quería una aglomeración de personas que pudiera significar un foco de contagio del Covid-19, el virus que desde marzo tiene en crisis a El Salvador.
–¡Vaya, se me van ordenando de voladas! ¡Quiero que me hagan bien una cola y guarden dos metros de distancia! ¡Pero ya! –, gritó el mismo pandillero.
Las mujeres, nerviosas y alocadas, se fueron ordenando poco a poco, y de aquel tumulto hecho frente al portón se hizo una fila con dos metros de distancia entre cada una de las mujeres.
Un mes antes de esta escena, y a unos 70 kilómetros de distancia de esta comunidad donde ahora se reparten bolsas con comida, un grupo de pandilleros también de la MS-13 filmaron un video aplicando otras medidas contra el coronavirus. Esa vez los pandilleros no pidieron el “distanciamiento social” sino que ordenaron su propia cuarentena obligatoria: A todo el que encontraban en la calle le aplicaron su ley. Para muestra, el video: Un pandillero filmaba y el otro le pegaba a un señor con un bate justo debajo de las nalgas. El señor hacía un gesto pidiendo un tiempo para recomponerse, pero el pandillero le seguía golpeando.
Entonces, la pandilla mandó un mensaje conciliador e incluso prometió detener su fuerza letal mientras durara la emergencia por el virus. El mensaje se dio en medio de una relativa calma homicida en El Salvador. Para entender esa calma quizá baste con decir que en los últimos tres años, El Salvador promedió 10.8, 9.2 y 6.6 homicidios diarios durante 2017, 2018 y 2019, respectivamente. Durante los primeros tres meses de 2020, el promedio nunca llegó a 4 asesinatos al día.
Sin embargo, a finales de abril, las pandillas hicieron un gesto. Un golpe en la mesa, como lo describe uno de los voceros de la MS-13 a un periodista de Revista Factum. En medio de esa relativa calma, en cinco días, la MS-13 puso 84 muertos en las calles. El presidente Nayib Bukele reaccionó con represión y mostró fotografías de cientos de pandilleros presos topados pecho con espalda, vistiendo solo ropa interior, como un mensaje a las pandillas. Esas, sin embargo, siguieron matando, y luego volvieron a la calma.
Aquel golpe de mesa botó, como fichas sobre un tablero, toda la publicidad que el gobierno ha esparcido sobre el éxito de su plan llamado “Control Territorial”, al que el presidente Bukele le atribuye la baja de homicidios durante su primer año de gestión.
Aún no se conoce públicamente la razón de aquel repunte, pero un vocero de la MS-13 dijo a Factum el pasado 11 de mayo que aquello fue un mensaje. Fue para demostrar que “como letras tenemos fuerza, poder y coordinación nacional”.
En esta comunidad donde el pastor repartía víveres, la pandilla también ha aplicado su poder, aunque de otra forma. Esta comunidad es uno de los principales bastiones de la MS-13 en El Salvador. O al menos uno de los más conocidos. Este lugar ha sido punta de lanza de programas antipandillas en los tres último gobiernos y escenario, sobre todo, de balaceras, homicidios y redadas.
Los pandilleros vieron que su orden de formar una fila se había cumplido. Pero como tenientes con sus cadetes, aquellos pandilleros se fijaban hasta en los detalles.
–¡Vaya, pues! ¡Las mascarillas, pues! ¡La que no ande mascarilla no va a agarrar ni mierda!
Las mujeres, desde las más jóvenes hasta las ancianas, se pusieron rápido sus mascarillas. Algunas se lamentaban llevándose una mano a la cabeza, mientras hurgaban en sus bolsas, buscando aquella mascarilla.
Otro grito del pandillero.
–¡Vaya! Vamos a ir pasando una por una, y la que me va agarrando su bolsa, ¡se me va yendo de voladas!– decía el pandillero con un tono de quien está harto de repetir órdenes.
Las mujeres empezaron a pasar. Agarraban la bolsa de víveres y con la cara agachada decían “Gracias, gracias. Dios me lo bendiga” al joven que las repartía. La cargaban como si aquella bolsa fuera un salvavidas.
A esta comunidad de San Salvador el Estado sí llega. Lo que pasa es que no llega en forma de promotores de salud ni campañas de refuerzo escolar. La forma más habitual es a través de patrullas policiales con agentes ennavaronados y con fusiles. Reparten pechadas, pegan gritos y a veces se llevan a alguna gente.
Aquí ha matado la pandilla y también el Estado. Una señora cuenta, por ejemplo, que en un día lluvioso de 2016 un soldado le amarró un cincho al cuello a su hijo y lo arrastró hasta ahorcarlo y lo dejó tirado en un basurero.
El Estado volvió a llegar el día de la repartición de comida. Lo hizo en su forma más habitual. De una patrulla se bajaron dos policías. Uno gordo y bajito. Otro rollizo y alto. Los agentes vieron con sospecha aquella escena frente a la iglesia evangélica, pero pusieron más atención en otra cosa: dos jóvenes que observaban de lejos la fila de mujeres.
Los policías llamaron a los jóvenes. Los pusieron manos al cuello y con las piernas bien abiertas. Los revisaron. Les dieron un par de advertencias y los dejaron ir. Esos jóvenes no eran los de la moto. Ellos veían de lejos algo que parecía extraño en aquella comunidad: que alguien les regalara comida.
Los policías volvieron a ver de reojo al grupo de mujeres y se marcharon.
Dos minutos después de que la patrulla se fuera, la moto con los dos pandilleros volvió.
Si esta comunidad fuera una casa, sus bases, sus cimientos serían la pobreza. Fue fundada para albergar a las víctimas del voraz terremoto de 1986 que acabó con la ciudad. La cooperación internacional la fundó y le puso un nombre que nada tiene que ver con lo que ahora es.
Mientras la fila avanzaba y las mujeres recibián su bolsa con comida, los pandilleros se quedaron, bajo la sombra de un árbol, hablando con el pastor.
–Lo que queremos aquí– dijo el que parecía llevar el mando– es evitar que se riegue esa mierda. Porque la onda está en que, si esa mierda nos cae, nos acaba, mentendés. O nos manda al hospital. Y si uno de nosotros cae así como andamos –dice, mientras se señala los tatuajes– ¿vos creés que nos van a atender?
–¡Puta! ¡Ahí mismo nos van a dejar morir!– contesta el otro.
La pandilla, en estos tiempos de crisis, también se ha visto afectada por el virus que tiene en jaque al mundo. No solo por la amenaza de que el coronavirus los toque a ellos o a su familia; también los está afectando en sus finanzas. La extorsión, su principal fuente de ingresos, ha disminuido, según ellos mismos lo dicen.
Al terminar el reparto, el patio de la iglesia y sus calles aledañas volvieron a quedar vacías. Por ellas ya solo rondaban las motocicletas con los jóvenes que usan ropas flojas. Aquellos dos que llegaron a ordenar a las mujeres que pedían víveres se quedaron platicando en el patio por varios minutos, hasta que uno de ellos volvió a escuchar voces de aquel auricular que nunca se separa de su oreja. Le pegó un golpe en el hombro a su compañero y apresurado le volvió a gritar “¡Ahí viene la leva!”
Montaron su moto y se marcharon.
Pronto, cuando la patrulla se vaya de nuevo, los jóvenes motorizados volverán a rondar las calles bajo su control.
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