Bukele, Morales, Hernández y los niños enjaulados
Recientes reportes sobre las condiciones de familias centroamericanas detenidas en Estados Unidos han provocado una ola de indignación en ese país que no ha sido repetida en las tierras de origen de las víctimas.
Miles de niños abusados sexualmente; miles de niños hacinados en jaulas, sin jabón ni pasta de dientes, ni espacio ni condiciones para dormir; un aumento en el número de menores que han intentado suicidarse en esos centros de detención; hombres detenidos junto a un puente en El Paso, Texas, expuestos a un inclemente sol durante buena parte del día, durante varias semanas; niños entregados en adopción a familias estadounidenses contra la voluntad de sus padres; familias enteras expuestas a epidemias dadas las terribles condiciones de los llamados centros de internamiento en que han sido detenidas indefinidamente.
En el terreno político, tras la denuncia de la congresista demócrata Alexandra Ocasio-Cortez de que los inmigrantes se encuentran en campos de concentración, el debate público ha girado en torno al término utilizado, desviando el foco de atención de donde realmente debería estar: en las condiciones infrahumanas de encierro en que se encuentran cientos de miles de migrantes, buena parte de ellos centroamericanos.
Al sur, el gobierno mexicano, plegado indignamente a los caprichos del presidente Trump, admitió servir de policía y detener a los centroamericanos en su propio territorio. Una salvadoreña ya fue asesinada por la policía mexicana y la recién estrenada Guardia Nacional tiene como propósito impedir que los centroamericanos lleguen a territorio estadounidense.
En el triángulo norte de América Central esto ha sido respondido, o mejor dicho no respondido, con el vergonzoso silencio de los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala.
La dependencia de Estados Unidos es tan grande que nuestros gobiernos parecen creer que su única opción es agachar la cabeza y estirar la mano, a pesar de que son ciudadanos de nuestros países los que están siendo abusados en Estados Unidos.
No solo se trata de la disparidad en la relación con el gigante, sino, y sobre todo, de la falta de argumentos para responder a quien reclama por qué no han mejorado en nuestros países las condiciones que obligan a tantos miles a emigrar; por qué hay tanta corrupción y tanta violencia. Pero nada, nada, impide a los gobiernos centroamericanos levantar la cabeza y exigir un trato humanitario para nuestros compatriotas que piden asilo. Su posición, en cambio, los obliga a hacerlo.
En un reciente viaje a Estados Unidos, tres semanas antes de tomar posesión, el entonces presidente electo de El Salvador, Nayib Bukele, se reunió a puerta cerrada con congresistas de ese país que lo increparon como si fuera un subordinado, a lo que Bukele respondió agachando la cabeza y rogando por ayuda. Lo hizo utilizando una parábola, según la cual El Salvador es como un hijo drogadicto en rehabilitación que necesita ayuda de su padre Estados Unidos. Eso dijo el presidente de un país soberano, El Salvador, a los congresistas.
Más recientemente, Bukele viajó a México para reunirse con el presidente Andrés Manuel López Obrador. No hubo una sola mención en su discurso del trato mexicano a los migrantes centroamericanos. Nada. Apenas un día antes habíamos conocido del asesinato de una salvadoreña por parte de la policía mexicana. Tampoco esto fue abordado. La única declaración crítica contra la postura de México la hizo unos días antes el vicepresidente Félix Ulloa.
Pocos días atrás fue la primera dama de Honduras la que visitó algunos centros de detención de menores migrantes en Texas y utilizó lo que allí vio para advertir a los hondureños que no tomen el camino hacia Estados Unidos. No detalló la Primera Dama que, si son detenidos por la patrulla fronteriza, los esperan esas frías, hacinadas e insalubres cárceles; además de que serán separados de sus hijos, probablemente para siempre, porque estamos ante una política migratoria racista, cruel e inhumana por parte de Estados Unidos.
El presidente de Guatemala, Jimmy Morales, fue más allá: firmó un acuerdo con Estados Unidos para convertirse a su vez en el policía de los centroamericanos y negocia la presencia de tropas estadounidenses en su territorio para detener migrantes. Su canciller, Sandra Jovel, recorrió también algunos albergues y agradeció a Estados Unidos “el trabajo y el trato que les están dando, porque hemos visto que es un buen trato el que les dan a nuestros migrantes”.
Tenemos, pues, un récord de genuflexión, incoherencia y subordinación de los tres gobiernos centroamericanos ante el gobierno antidemocrático y racista de Donald Trump. Más que gobernantes, Bukele, Hernández y Morales están actuando como delegados de un gobierno extranjero en contra de los intereses, y del mínimo respeto a la condición humana, de sus propios ciudadanos.
Esta misma semana hemos visto la terrible foto de un salvadoreño y su pequeña hija ahogados al intentar cruzar el río Bravo. La indignación que causa la foto debe acompañarse de exigencias a los cinco gobiernos de los países involucrados en el debate migratorio: ciertamente, como ha insistido el presidente Bukele, hay que hacer mucho trabajo en nuestros países para que los centroamericanos no tengan que irse a buscar una mejor vida en otro lado. Pero mientras eso sucede, y de manera urgente, debemos concentrar la mirada en los que se van. La primera obligación moral de todas las autoridades es unir esfuerzos para que estas personas reciban el trato digno que merecen, contemplado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos como un derecho fundamental.
No es moralmente aceptable que asistamos como observadores a la tragedia de cientos de miles de seres humanos expulsados de nuestros países, perseguidos por México y encarcelados por Estados Unidos.
No se trata solo de defender, como si de patriotismo se tratara, a los centroamericanos detenidos en Estados Unidos o perseguidos por Guatemala y México. Se trata del más elemental humanismo. Se trata de exigir a otra nación que haga no solo lo que establecen convenciones y tratados internacionales y acuerdos vigentes sino, y sobre todo, lo que les dio espíritu a todos esos documentos: evitar el sufrimiento de seres humanos y respetarlos como sujetos de derecho, de dignidad.
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