Los políticos hablan con frecuencia del bien común. También la Iglesia lo hace; de hecho, es uno de los elementos básicos de su pensamiento político, aclarado y repetido en diversos documentos pontificios. Mientras los políticos, por lo general, utilizan el término sin preocuparse por darle contenido, la Iglesia ha desarrollado un amplio y concienzudo pensamiento al respecto. Recordar algunas de sus ideas resulta importante en la coyuntura actual, cuando el nuevo Gobierno se encuentra en proceso de constitución y afianzamiento, en algunos momentos tomando decisiones importantes y positivas, en otros, apresuradas y poco reflexionadas. El bien común, asumido como punto de partida del quehacer político, puede ayudar a darle entidad y profundidad a un Gobierno, especialmente a uno que inicia con pretensiones de novedad.
El bien común está siempre unido a la justicia interpersonal y social. Y por supuesto, debe vincularse siempre con las condiciones sociales y económicas locales y los niveles de vida digna estipulados internacionalmente. El desarrollo de la persona y el respeto a sus derechos fundamentales es la base del bien común. Así, la alimentación, la vivienda, el trabajo con salario decente, el acceso a educación y salud, el transporte, la libre circulación de las noticias y el acceso a las redes de información, así como la protección de la libertad religiosa, son elementos inseparables de este concepto. Hace casi cien años, el papa Pío XI decía que “es necesario que el reparto de los bienes se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados”. Este pensamiento ha sido mantenido y repetido ante diversas circunstancias por todos los papas subsiguientes.
En nuestro país, acostumbrado a la desigualdad y a la competencia individualista desprovista de conciencia social, las deudas sociales se han ido acumulando. El Gobierno actual ha intentado desde el primer momento atender con rapidez algunas emergencias. El puente provisional en San Isidro o la visita de la Ministra de Vivienda a la comunidad de El Espino muestran buena voluntad y deseo de eficiencia en el servicio. Los despidos masivos, sin embargo, han producido sombras y desconfianzas. El derecho al trabajo estable no debe estar sujeto nunca a decisiones puramente políticas. Y los despidos masivos tras un cambio de Gobierno huelen demasiado a decisión política o a revancha. Se puede y se debe, por supuesto, luchar contra el nepotismo, pero es mejor hacerlo impulsando la aprobación de una adecuada ley de la función pública que despidiendo a mansalva y corriendo el riesgo de cometer terribles injusticias.
En nuestra Constitución, tanto el bien común como la justicia social están presentes en el artículo primero y definitorio de la función del Estado. Pero también son ideales a los que debemos aspirar todos. La pobreza, la falta de acceso al agua, los salarios injustos, el mal funcionamiento de las instituciones ligadas a la educación, la salud y la seguridad, y un sistema de impuestos que carga más al que menos tiene son realidades que en nuestro país dañan directamente el bien común. Realidades que el nuevo Gobierno debe enfrentar sin ambages. La política salvadoreña ha sido pródiga en promesas y escasa en realidades. Con un Gobierno como el actual, lanzado a la acción desde los primeros días, el bien común debe pensarse y desplegarse teniendo en cuenta lo estructural. El reto no es fácil, pero responder a él es indispensable para generar confianza y superar las plagas y miserias que nos dificultan tan seriamente la convivencia.
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