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El verdadero juez es el pasado

El verdadero juez es el pasado


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Análisis
09/04/2019
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El cisma geopolítico que se ha de definir en Venezuela es inédito y merece una resignificación del concepto de coyuntura. Si la coyuntura tiene importancia analítica es porque ésta viene a ser el modo cómo la historia hace del tiempo político “acontecimiento”. Pero un “acontecimiento” es sólo posible si el tiempo deja atrás su inercia cronológica y se produce experiencia histórica, es decir, se “hace historia”. Esto es lo que se denomina tiempo mesiánico, porque éste literalmente “acontece” cuando el presente deja de ser simple presente y se constituye en receptor de memoria histórica, es decir, cuando el presente se hace coyuntura política. Entonces, la importancia de la coyuntura radica, más que en su escenografía política, en el cómo la historia comparece y deja de ser pasado y se hace horizonte político; de ese modo, el pasado deja de ser una simple rememoranza y se hace presencia decisiva en la definición política del presente. Sólo por esta definición el presente se hace proyectivo y abre la posibilidad de que se proponga parir un nuevo tiempo.

Por eso la coyuntura se constituye en locus histórico desde donde pueden hilvanarse las referencias trascendentales que encarna el presente y que reclaman su resolución histórica; por eso, cuando nos referimos a la coyuntura, no nos referimos a cualquier evento sino a la fragua decisiva de la definición política del presente. Ese es el verdadero tiempo político y no la dinámica acelerada de la gestión política. Por eso una reflexión histórica no mienta sobre el pasado en cuanto pasado sino que es siempre una reflexión del presente a la luz de la historia.

En ese sentido, hacer de la coyuntura una mera síntesis de la combinación de factores y circunstancias en la arena política es no saber pensar el pasaje de la historia a la política. Entonces, amplificar la coyuntura es devolverle a la política materialidad histórica. Sólo cuando el pasado deja de ser pasado, el presente se hace coyuntura, y el futuro ya no se impone como fatalidad, dejando a la política huérfana de todo sentido histórico.

Esta reflexión la creemos necesaria para comprender si, lo que se juega en Venezuela es el destino de nuestros pueblos, debemos de discernir, a la luz de todos los tiempos, a qué tipo de destino nos estamos refiriendo. Entonces, una reflexión coyuntural (más allá del mero análisis de coyuntura) debe trascender las limitaciones conceptuales y abrirse a aquello que históricamente está aconteciendo en el presente. La combinación de factores y circunstancias presentes configuran la escenografía pero no explica el drama mismo en que se debate la coyuntura. Por ello se suele recurrir a referencias inmediatas pero, de ese modo, en el análisis de coyuntura, el presente aparece desconectado de la historia y, en consecuencia, la política queda a merced del puro cálculo político.

En ese sentido, muchos de los análisis actuales, sólo ven una réplica de, por ejemplo, la “crisis de los misiles”, reducido a una disputa entre potencias; pero en este análisis desaparece lo histórico de la coyuntura y, en consecuencia, el pueblo desaparece como sujeto y también lo político del presente. Es decir, esta visión no hace más que reafirmar la despolitización aristocrática de la percepción social, que resume todo al puro poder de negociación. Reducir el cisma geopolítico a una disputa, incluso de carácter geoestratégico, significa también asumir el guion imperial como hermenéutica política y esto, infelizmente, sólo conduce a su reposición hegemónica; porque esta versión es funcional a la demagogia de la “amenaza al mundo libre” que usa el Imperio para desatar sus “guerras defensivas” (no hay poder más peligroso que aquel que se hace la víctima).

Por eso la guerra arancelaria desatada contra China viene acompañada de una renacida sinofobia que se impone en nuestros países para demonizar la expansión china y, de ese modo, vestir de añoranza la decadencia imperial. Los mismos intereses desatan el renovado sentimiento anti-ruso de la guerra fría para, entre otras cosas, incrementar el presupuesto militar (único sostén actual del dólar). Ambos develan la inseguridad imperial a la hora de reponer su hegemonía, porque el mundo ya no es unipolar y la narrativa imperial ya no sabe en qué mundo se encuentra. En su decadencia, ya no sabe cómo renovar su dirigencia mundial y sólo acude a reponer sus mitos fundacionales; frente a la expansión e influencia de nuevas hegemonías, sólo sabe reafirmar su horizonte de prejuicios e imponer su mitología más acabada: su “excepcionalismo” como su “destino manifiesto”. Por eso la reposición de la Doctrina Monroe no es casual sino se inscribe en una decadencia que no es sólo económica sino hasta espiritual.

Entonces, el cisma geopolítico que se abre, abre también al presente y lo enfrenta a la historia, porque el cisma tiene que ver con la sobrevivencia misma de la dicotomía global centro-periferia, es decir, del orden geopolítico moderno-imperial. Eso significa la develación de la carne misma que se atiza en esta conflagración, y esto consiste en el posible desmantelamiento del concepto de soberanía. Es decir, lo que se pretende demoler, al modo del atentado a las torres gemelas, son las soberanías nacionales. Al Imperio no le queda otra, porque su reposición hegemónica en un des-orden tripolar y, para colmo, post-occidental, depende de desterrar a nuestro continente –y al mundo entero– a una situación pre-estatal (Venezuela es sólo el comienzo). Esta regresión histórica no es una fatalidad del subdesarrollo sino una demanda del desarrollo (el discurso de “make America great again” presupone esta condena).

Por ello la necesidad de restaurar la Doctrina Monroe, para así enfrentar la posibilidad de una revolución continental. Si esto es así, la reflexión coyuntural nos debe posibilitar advertir qué horizontes no cumplidos están debatiendo en el presente su posible resolución; porque no hay pasado que esté pasado y no hay lucha histórica que no despierte utopías no logradas y, si el conflicto es de tal magnitud, cabe preguntar si el presente político está a la altura de una resolución de tal magnitud.

Como hace casi dos siglos, USA acude a su mitología para afirmar su vocación imperial (en la historia no hay nada casual). Una otra Doctrina, desde el Sur, nacía desde la visión profética de Bolívar, que comprendía la necesidad de una liberación continental; después Chávez es quien intenta cumplir aquello, expresado como Doctrina Bolivariana, ahora continuado por Maduro. Eso es lo que ahonda la decadencia de la hegemonía imperial y le obliga a transferir su contienda global a lo que considera su “patio trasero”. Desde el golpe a Mel Zelaya en Honduras, hasta la creación del PROSUR, la cosa estaba clara: no se iba a permitir, bajo ninguna circunstancia, una desobediencia generalizada; porque es precisamente condición básica, para ser Imperio, la ausencia de un proyecto común en sus naciones oprimidas.

La lucha de doctrinas manifiesta una lucha a vida o muerte que enfrenta el Imperio en su propia decadencia; para sobrevivir en un nuevo equilibrio global tiene que sepultar toda apuesta liberadora de sus colonias inmediatas, lo que implica una desposesión sistemática de toda soberanía nacional. A la hora de reponer la importancia estratégica de la Federación Rusa, Vladimir Putin es consciente del peligro global que implica un mundo sin soberanías nacionales. En ese contexto, la aparición de los BRICS, era la respuesta nacionalista frente la globalización financiera del dólar. Por eso es desacertada la acusación que hace el Imperio: ni China ni Rusia son competencia imperial. Por un lado, lo que antepone Rusia en la actual disputa geopolítica global es no permitir, bajo ninguna circunstancia, volver a ser periferia, ya que eso significaría la balcanización total, es decir, la capitulación indefinida. Por otro lado, la expansión China no es imperial; los inventores de la pólvora –que se anticipan a los europeos por 74 años al “descubrimiento” de América– nunca necesitaron de invasiones extraterritoriales, siempre les bastó su expansión comercial.

Para China, ni el socialismo ni el capitalismo son fines nacionales; o sea, encasillar al nacionalismo chino en una clasificación occidental es puro eurocentrismo y eso es lo que hace que Europa y USA no entiendan a quién en verdad se enfrentan. Por eso la coyuntura nos brinda la posibilidad de, incluso delimitar –más allá de la provinciana visión anglosajona del mundo– el concepto de Imperio como exclusivamente occidental.

No toda dominación es imperial; una dominación apenas formal no constituye Imperio. La expansión imperial es la primera manifestación de lo que conocemos como “factor exponencial”. La historia imperial comienza en Roma, pero requiere de la vocación “universalista” que le brinda un cristianismo funcionalizado, para rematar definitivamente su proyección imperial en proyecto “civilizatorio”; de ese modo, una dominación infinita se afirma contundentemente en cuanto “proyecto de salvación universal”. Por eso las guerras que patrocina el Imperio gringo se declaran “guerras santas” o “lucha del Bien contra el Mal”; esta inevitable divinización es el verdadero fundamentalismo moderno. Por eso Marx tiene razón: la crítica de la religión es condición de toda crítica. Bajo el Imperio romano no hay otro Dios que el Dios del Imperio; esa amenaza imperial se expresa actualmente de este modo: no hay otra democracia que la democracia gringa.

Por eso puede invadir países en nombre de la “libertad”, los “derechos humanos” y la “democracia”. Estos ídolos conforman el discurso secular de su pretensión divina. Esto es lo que naturaliza el Imperio como geopolítica del sentido común, es decir, como religiosidad naturalizada (por eso hasta beatifica a sus sicarios mediáticos, como “San Jorge Ramos”, patrón de los falso-positivos). En ese sentido, la Doctrina Monroe expresa la antropología imperial como clasificación naturalizada de la desigualdad humana; esto es lo que significa “América para los americanos”. Por eso la coyuntura es tan dramática y pone en juego la existencia misma de nuestras naciones. En el des-orden tripolar, el Imperio sólo puede sobrevivir si acaba con toda soberanía nacional, por eso alinea a todos sus títeres y los reúne en el PROSUR contra la UNASUR (la OEA contra la CELAC, la AP contra el ALBA, etc.).

La visión geopolítica del comandante Chávez era una actualizada y estratégica adecuación de un proyecto de liberación continental en un contexto post-imperial; su lucidez consistía en advertir el desmoronamiento imperial, lo cual significaba apartarse de ese derrumbe y optar por un ingreso soberano en la nueva arena global multipolar. En su ambición infinita, un Imperio muere desde adentro y todo empieza por la decadencia moral; cuando cae, cae como un coloso de bronce con pies de barro y arrastra a todo aquello que no sabe apartarse de esa caída.

Si la economía sigue su viraje al pacifico (y el último encuentro en Paris, entre Xi Jinping, Angela Merkel, Emmanuel Macron y el jefe de la Comisión Europea Jean Claude Junker –donde Europa busca desesperadamente ingresar a las tres rutas de la Seda y China promover un nuevo orden internacional–, es una muestra del apogeo oriental y la declinación de Occidente), todo intento de cooptar nuestras economías por parte de la hegemonía del dólar sólo logrará aislarnos del mundo, es decir, el verdadero aislacionismo se hará realidad gracias a la vergonzosa capitulación que promueven las oligarquías latinoamericanas en defensa exclusiva del dólar.

Demoler la soberanía de los Estados supone una transferencia de derechos por desposesión jurídica, es decir, la transmisión de soberanía a un “apoderado” transnacional. Esto significa el fin de la ONU; pero no se trata de su obsolescencia sino de que el Imperio declara el fin del derecho internacional; de este modo se implementa la estrategia Rumsfeld-Cebrowski: dividir el mundo en el caos y el orden. Sólo de ese modo los Estados sobrevivientes pueden acceder al mundo del caos reducido a tanque de recursos estratégicos, pero sólo y únicamente a través del Estado gendarme.

La Doctrina Monroe fue pensada para impedir la injerencia de las potencias europeas en América, mientras USA desarrollaba todas sus capacidades intervencionistas; ahora el intervencionismo es apenas un dato que verifica la soberanía hipotecada de nuestros Estados. Por transferencia de soberanía, es decir, de poder político, es que el Imperio se unge de poder real; sólo de este modo el colonialismo se hace colonialidad. En ese sentido, las invasiones son, para el Imperio, cobro hipotecario. La riqueza hidrocarburífera, mineral y acuífera, de la cuenca del Orinoco, no son meros justificativos de un saqueo mercantil sino el cobro que estima “justo” el “derecho de conquista”.

Con el último reconocimiento gringo de la soberanía israelí de los Altos del Golán, el Imperio antepone el “derecho de conquista” sobre la diplomacia, la guerra sobre la política; y con ello entierra el derecho internacional que, precisamente, dio origen a la ONU. Éste es el coup d’Etat contra toda jurisprudencia vinculante y la renuncia a un pacto democrático entre potencias (un Imperio no lucha por algo sino por todo). Ya evidenciada su vulnerabilidad imperial (sobre todo en el ámbito militar), la única opción que le queda, es amenazar al derecho y la seguridad global. Lo cual ya es una realidad con la deuda universalizada que promueve la religiosidad acabada del capital, donde la incertidumbre, el miedo, la insatisfacción, la inestabilidad, la angustia, la inseguridad generalizada se vuelven activantes de la única seguridad: el dinero inmediato. Si no hay nada seguro, la propia fisonomía que adquiere la realidad es la incertidumbre. ¿Por qué las fake news son decisivas en esa clase de mundo? Porque éstas, aunque no establecen ninguna certidumbre a largo plazo, sí ofrecen un soporte efímero, como el dinero. Las fake news tienen ese origen, sólo pueden nacer del fake money, es decir, expresan a las finanzas actuales, cuyo grado de realidad son apenas burbujas en un mundo de la post-verdad.

Por eso, para el Imperio, ninguna alternativa puede prosperar, porque eso significaría la relativización de su mitología. Desde su excepcionalismo USA jamás se ha considerado un igual a las otras naciones, por eso concibe la ONU desde la clasificación imperial: mientras la Asamblea General aparenta una democracia mundial, el Consejo de Seguridad y su poder de veto es el ojo de Dios que reduce al mundo a un panóptico global.

Por eso la coyuntura, como acceso sintético a lo histórico de la política, nos puede conducir al escenario último que se debate en el presente. La descripción que hemos realizado es posible desde esa perspectiva. En ese sentido, la revolución bolivariana –como lo que posibilitó inicialmente la revolución democrático-cultural en Bolivia– es imposible de comprender si no incluimos en la reflexión aquello que actualiza como pasado latente. Todo el orden referido en nuestra descripción es el sistema-mundo moderno que, en su decadencia, en cuanto rebelión de los límites empíricos que relativiza toda economía del crecimiento –como es el capitalismo moderno–, vuelve a sus orígenes como expresión histórica de su crisis. La modernidad nace con la conquista del Nuevo Mundo y esa conquista empieza en el Caribe. Y en el Caribe, una vez que el genocidio indio es consumado, es continuado por el genocidio afro; es decir, el Caribe es el primer altar sacrificial que alza la modernidad para consagrar su proyecto de dominación universal.

Si lo que se enfrentan, hoy en día, son, como habíamos dicho, dos tipos de doctrinas, es porque esas doctrinas resucitan el conflicto inicial. Porque lo que pretende naturalizar el Imperio es, en realidad, producto de la invasión, saqueo y genocidio que origina el mundo moderno. Por ello hablamos de crisis civilizatoria y no simplemente de crisis del capitalismo. El Caribe, como el Mare Nostrum del mundo moderno, siempre fue, geopolíticamente hablando, una zona estratégica. Fue la primera área de disputa entre las potencias europeas; y su autonomía, con respecto del lecho continental, fue el primer descuartizamiento del Abya Yala como un todo integrado. Eso es lo que el Imperio pretende confirmar en la idiosincrasia política, incluso de izquierda, para dilatar la disociación entre lo indio y lo afro en todo proyecto de liberación continental.

Venezuela se constituye en el puente histórico entre el continente y el Caribe, donde se está produciendo el comparecer histórico del pasado más profundo de la crisis actual. Haití fue la primera nación de hombres libres del mundo moderno; de ese modo la diáspora africana hizo también suyo el destino del Abya Yala. Lo que queda de Haití es la saña de los imperios modernos en escarmentar toda pretensión de igualdad humana. Pero Haití fue la primera nación en apoyar la independencia americana, financiando incluso al ejército de Bolívar. Después Haití es excluida por todos, como después lo será Cuba. El desenlace actual depende de saldar esas deudas históricas y superar esa fatalidad política.

USA impulsa su vocación imperial en el Caribe, por eso en el Caribe también se define su sobrevivencia, lo cual no es casual, ya que el primer contra-discurso de la modernidad, como señala Enrique Dussel, nace también en el Caribe. Desde que nace el sistema-mundo moderno, siempre ha sido una área de definiciones globales (la última fue la “crisis de los misiles”), así que, a la luz de una historia de liberación, lo que hoy se debate es la resolución histórica de aquellos horizontes diferidos. Sólo en ese contexto, la auto-constitución del pueblo en sujeto histórico, cobra las dimensiones explícitas de lo que significa ser sujeto histórico. Pues la “sujeción” del sujeto es histórica porque su constitución no es de hoy sino de toda la acumulación histórica que transfiere las esperanzas pasadas en compromisos presentes. Por eso el sujeto llamado pueblo se hace universal, porque en su lucha se implican todos los muertos que reclaman reparación mesiánica, es decir, resurrección de todos los justos (como decía Vallejo: “cuándo será que desayunemos todos juntos/al borde de una mañana eterna”).

No todo se define en el reino de este mundo. El mismo mundo no se define sino a partir de una referencia siempre trascendental a sí mismo. Lo que le trasciende es aquello que precisamente le da sentido, le otorga singularidad y destino. Esa referencia jamás la encontramos en el futuro sino en el pasado. El secularismo moderno, traducido en praxis política, nos conduce al desprecio del pasado y apostar por un futuro ya definido por la inercia del progreso infinito. Pero esta apuesta cancela lo histórico de nuestra existencia política y despoja a la lucha de todo carácter trascendental. Un pueblo es pueblo, o sea, actúa en tanto que pueblo, cuando encarna toda la materia utópica del pasado y se propone la redención final.

Por eso toda revolución siempre se ha concebido como el principio de algo nuevo; esta pasión mesiánica, que nunca ha sido tematizada por la intelectualidad de izquierda, es la clave que falta para devolverle la “cosa sagrada” a la política. En última instancia, creer en el pueblo significa creer en esta “cosa sagrada” que contiene el pueblo en tanto que pueblo, como encarnación de lo diferido histórico y hecho epifanía revolucionaria para todos los tiempos.

El espíritu de los tiempos ya no pertenece al Occidente moderno. Más bien Occidente comparece hoy en el tribunal de la historia. Por eso no todo se define, como decía Alejo Carpentier, en el reino de este mundo. El cóndor del Sur y el águila del Norte del Abya Yala presagian un nuevo tiempo, que ha escogido a Venezuela como sitio de peregrinación histórica; en lenguaje cristiano, avecinándose la pascua, los pueblos son convocados a salir de la dominación del reino de este mundo y merecer la “tierra prometida”; porque la promesa utópica se transfiere históricamente y el Abya Yala se encuentra en condiciones de redimir toda la historia pasada. El mundo ya no es unipolar y la decadencia imperial es inobjetable. Una nueva fisonomía se abre en el tablero geopolítico global del siglo XXI y, si bien, ya no es el tiempo del ALBA y la UNASUR, la coyuntura que se desata en Venezuela nos impele a definir en el presente todas las luchas pasadas.

Sólo de ese modo se redime la historia y el presente se hace tiempo mesiánico. Por eso la coyuntura política nunca ha sido materia de ortodoxos, pues lo real de la realidad no puede ser reducido a objeto de disección. Lo real es más bien lo que da sentido al presente y eso trasciende toda referencia empírica. Por eso también lo político de la existencia no se decide en el presente sino en el pasado. El verdadero juez es el pasado.

Una descripción geopolítica crítica que se proponga estar a la altura de la hiper-complejidad global que adquiere el mundo en un orden post-occidental, parte de un locus histórico-político que le permite la apertura propositiva de pensar el mundo más allá de los marcos eurocéntricos impuestos en todo ejercicio cognitivo de comprensión de la realidad. En ese sentido, pensar el horizonte histórico-político que proyecta la coyuntura, nos conduce a un ascenso metodológico que sería, en última instancia, el modo cómo se comprende una determinada realidad, esto es, exponer su relevancia en el contexto mundial.

En eso consistiría pensar un proyecto: en el cómo de su modo de inserción positiva en el mundo. En ese sentido, tematizar el contexto epocal no es una operación analítica del presente sino una reflexión histórica trascendental. Esto complejiza la propia aproximación epistémica a la coyuntura y nos brinda la posibilidad de superar límites epistemológicos que son, a su vez, límites políticos. Esto es lo que nos ha conducido a que complejicemos la reflexión en términos de geopolítica. Ello también significó tematizar las posibilidades de una descolonización de la geopolítica, para proponer ya no sólo una geopolítica crítica sino lo que estamos denominando: una geopolítica de la liberación.

La Paz, Bolivia, 8 de abril del 2019

Rafael Bautista S.
Autor de: “El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden global post-occidental”,
de próxima aparición.

Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com

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