Nuestro país está marcado por la corrupción, un mal endémico que ha envilecido a presidentes, funcionarios públicos de todo nivel, empresarios y partidos políticos desde los inicios de nuestra historia como república. Una epidemia a la que la sociedad salvadoreña se acostumbró y llegó a aceptar como algo natural; a tal grado que incluso hay quienes la han justificado públicamente sin pudor alguno. Hasta hace pocos años, el principal escudo protector de los corruptos era el desconocimiento social de los hechos. La opacidad del Estado, la ausencia de leyes que obliguen a dar cuentas y la connivencia de buena parte de los grandes medios de comunicación mantuvieron a los corruptos a salvo del escrutinio ciudadano. Cuando el ocultamiento de los hechos falló, la protección provino de leyes laxas que dificultan las investigaciones e imponen penas mínimas. Por ello, la corrupción ha ido de la mano con la impunidad.
Los corruptos, los que se han enriquecido robando dinero público, dando favores a delincuentes, otorgando privilegios a cambio de coimas, haciendo suculentos negocios mediante la compra de voluntades, han disfrutado tranquilamente del dinero mal habido y su reputación, salvo contadas excepciones, no ha sido manchada. Muchos de ellos, a pesar de tener tras de sí una historia de irregularidades, gozan de respeto, son considerados eminentes políticos, exitosos empresarios, distinguidos ciudadanos. Pero las cosas están cambiando. Los salvadoreños han ido tomando conciencia del mal que supone la corrupción y cada vez la toleran menos; en consecuencia, exigen que sea combatida como corresponde. De ahí que la corrupción y su combate ocupen hoy un puesto destacado en los debates públicos.
Sin embargo, recientemente quedó en evidencia que se siguen utilizando las mismas herramientas para proteger a los corruptos. En apego al artículo 240 de la Constitución, la Corte Suprema de Justicia ordenó a la Sección de Probidad que no investigue las declaraciones patrimoniales de los funcionarios públicos luego de transcurridos 10 años desde que dejaron sus cargos. No en balde se señala que esa parte de la Constitución va contra todos los tratados internacionales anticorrupción y, por tanto, debe ser reformada. Además, la Corte, que tiene la misión de impartir justicia, exoneró, en sesiones bajo reserva, a Vilma de Escobar de ser investigada por enriquecimiento ilícito, lo que podría ser anticonstitucional. Por su lado, la Fiscalía ha aceptado juicios abreviados contra el expresidente Saca y toda su red de malversación y lavado de dinero, incluyendo a su esposa, Ligia de Saca, aplicando penas mínimas que no se corresponden al daño causado y no aseguran la recuperación del dinero sustraído. Todo ello se ha hecho de acuerdo a la ley; una ley que beneficia a los corruptos de cuello blanco y no protege los recursos del Estado.
Por las mismas razones, tanto el Fiscal General actual como su predecesor han renunciado a investigar a personas e instituciones que han surgido como posibles implicados en los pocos juicios celebrados contra corruptos. No se ha abierto ningún proceso contra los funcionarios públicos que recibieron sobresueldos, ni contra los bancos que contribuyeron a lavar dinero, ni contra el grupo de beneficiarios del dinero donado por Taiwán, en el que figuran el partido Arena y la Fundación Rodríguez Porth. Y cuando se han realizado los requerimientos fiscales para supuestamente mostrar la voluntad de enjuiciar alguno de estos delitos, resulta que los mismos ya han prescrito.
Es hora de mostrar una verdadera voluntad de luchar contra la corrupción. Y para ello es indispensable cambiar las leyes, fortalecer el acceso a la información pública y crear un nuevo sistema estatal de probidad que permita perseguir y sancionar estos delitos con penas acordes al daño que los corruptos causan a la sociedad. Solo así se desincentivará esta práctica que se apropia de los pocos recursos nacionales y contribuye a mantener al país en el subdesarrollo.
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