LOS SILENCIOS CÓMPLICES.
Alfonso J. Palacios Echeverría
Existen varias formas de tergiversar la verdad: mentir, ocultarla, exponerla solamente a medias, o guardar un silencio cómplice frente a una realidad evidente, con la intención de que el asunto se diluya en el tiempo y las personas se olviden de él. Pero lo más grave es cuando la sociedad guarda silencio ante destrucciones sociales evidentes, y lo vamos a tratar de exponer un poco a través del proceso de destrucción de la democracia en nuestro país.
Costa Rica está dejando de ser una democracia. El sistema de gobierno que la sociedad costarricense disfrutó con ilusión y orgullo, apenas existe ya. La democracia ha sido transformada en una oligocracia de partidos y de políticos ante el silencio cómplice y cobarde de la sociedad, que ha sido incapaz de defenderla. Todos guardan silencio; todos somos culpables, pero unos son más culpables que otros y es bueno que se sepa a la hora de exigir cuentas y de hacer balance.
¿Quién está denunciando la transformación de la democracia en una oligarquía, en la que ya no es el pueblo quien manda, sino las elites de los grandes partidos políticos dominantes? ¿Quién ha denunciado, por ejemplo, las violaciones de la igualdad y la solidaridad garantizadas por la Constitución? ¿Alguien ha denunciado que los poderes básicos del Estado ya no son independientes ni autónomos, o que la sociedad civil agoniza en estado de coma, o que las listas cerradas y bloqueadas han arrebatado al ciudadano su derecho a elegir libremente a sus representantes, sagrado en democracia y garantizado por la Constitución? ¿Alguien se ha rebelado cuando desde la Fiscalía del Estado tácitamente se ha defendido la terrible tesis de que las leyes deben aplicarse de acuerdo con ciertos intereses que, por desgracia, suelen ser políticos?
Ante los ojos de todos, el sistema ha sido cuidadosamente profanado y degradado. Los ciudadanos han sido apartados de los procesos de decisión. Los partidos políticos lo controlan todo y sus elites han sustituido al ciudadano como soberanos del sistema, desvirtuando la democracia y convirtiéndola en una vulgar oligocracia de partidos. Sólo algunos luchadores solitarios, con medios ridículos, están denunciando la fechoría, pero sus gritos apenas tienen decibelios y no pueden ser oídos en una sociedad alienada, confundida y narcotizada desde el poder, que, además, es culpable de cobardía.
Todos guardamos un silencio cómplice y cobarde y todos somos culpables, pero no todos en la misma medida ni con la misma intensidad. La mayor cuota de culpabilidad y el vergonzoso puesto de cabeza en el «ranking» de la demolición democrática corresponde a los políticos, tanto a los que gobiernan como a los que son oposición porque, además de testigos mudos y ciegos, ellos han sido y son agentes y actores de la fechoría. Los grandes poderes y recursos del Estado están en sus manos y no sólo no han hecho nada por evitar la degradación del noble sistema democrático, sino que la han impulsado con sus propios actos, desde el poder político.
Le siguen en el ranking de la vergüenza tres colectivos a los que la democracia otorga un papel de vigilantes y custodios del sistema: los jueces y magistrados, los periodistas y la comunidad académica. Detrás de la política, la gran culpable, aparecen en la lista de la vergüenza el sistema judicial, el mundo mediático y la comunidad docente, especialmente la universitaria. Los jueces están obligados a aplicar las leyes, mientras que periodistas y docentes tienen la misión de servir a la verdad, inyectando luz y criterio en el sistema. Unos y otros han incumplido sus deberes y han sido testigos y cómplices, cobardes y silenciosos, en la demolición de la democracia.
En la sociedad civil existen instituciones que, por su importancia y responsabilidad, deberían haber sido faros defensores de la democracia y de la verdad, pero que, vergonzosamente, han guardado silencio, quizás porque, atiborradas de subvenciones públicas, sus dirigentes viven una época dorada. Nos referimos, por ejemplo, a los sindicatos y a no pocas fundaciones, asociaciones y onGs, que se han dejado comprar por el poder político a cambio de subvenciones sustanciosas.
Ante semejante situación no tenemos derecho alguno de quejarnos, porque todos hemos sido cómplices de alguna manera de la lenta pero inexorable destrucción del sistema. Hemos sido hipócritas en grado sumo, tránsfugas morales. Lo único que queda es la reacción violenta, la vuelta hacia atrás, el descabezar la hidra venenosa de la oligocracia política.
Decía José Ingenieros que la hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los hombres incapaces de resistir la tentación del mal. Es falta de virtud para renunciar a éste y de coraje para asumir su responsabilidad. Es el guano que fecundiza los temperamentos vulgares, permitiéndoles prosperar en la mentira: como esos árboles cuyo ramaje es más frondoso cuando crecen a inmediaciones de las ciénagas. Hiela, donde ella pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán del entusiasmo. Los hombres rebajados por la hipocresía viven sin ensueño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconfesa, de que sus actos son indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados, irredimibles. Por eso es insolvente su moral: implica siempre una simulación.
Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inválido moral (el tránsfuga) se refugia en la tiniebla. En el crepúsculo medra el vicio, que la mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por leyes que la sociedad forja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la transición es insensible; la noche se incuba en el crepúsculo. De la honestidad convencional se pasa a la infamia gradualmente, por matices leves y concesiones sutiles. En eso está el peligro de la conducta acomodaticia y vacilante.
Ante la confusión conceptual actual, en un país que sufre las consecuencias de que se hayan sustituido los valores universales por las leyes de mercado y en el que las asimetrías de todo orden no cesan de incrementarse, es apremiante que, pacíficamente, se produzca un gran clamor popular que, por su extensión y firmeza, logre corregir las tendencias presentes que representan unos horizontes tan sombríos para las generaciones futuras, nuestro compromiso supremo.
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