Nos quieren analfabetas (mediáticos)
Nos quieren zombis. Que nos tomemos sin agua la pastilla de los medios y nos atragantemos sin cuestionar. Que creamos que si salió en la tele es verdad. Que pensemos que toda foto de una piedra caída en Los Chorros es actual, que todos los opinadores de tv son unos tipos sinceros y que si un tuit tiene mil corazones y el tuitero un millón de seguidores, esos 280 caracteres son de fiar. Nos quieren dormidos, pasivos y domados. Que no hagamos memes contra Gustavo López Davidson ni hashtags contra Osiris Luna y que compartamos todos sin razonamiento. Que aceptemos que un coro de medios alineados como golondrinas, como estrellas o como granos de arena repitiendo la misma melodía, debe cantar verdades. Nos quieren, en resumen, vale-mediático-verguistas.
Intentaron, por años, dejarnos sin saber leer ni escribir para que nadie los cuestionara y pudieran comerse nuestro refrigerio en el recreo. Pero aprendimos. Entonces le apostaron más alto. Como ya veíamos tele y oíamos radio, procuraron dejarnos con el pantalón a media nalga y la carnita despejada para que su larga aguja hipodérmica nos vacunara de la información que querían. Nos dieron de desayuno noticias de mentira en papel y de cenar unos vegetales amarillos a las 9 p.m., para que los digiriéramos sin preguntar. Así nos dejaron ir fraudes en elecciones, censuras en guerra y dolarizaciones en la madrugada. Y nosotros, golosos, aunque no éramos receptores vacíos, y sí razonábamos, nos empanzamos. Pasó el tiempo y hoy, cuando una larga y escamosa oferta de periódicos, canales, radios y redes sociales se enrolla alrededor de nuestro cuello, les urge más que nunca mantenernos analfabetas mediáticos. El objetivo sigue siendo el mismo.
Analfabeta, sin apellido, es quien no sabe leer ni escribir. Analfabeta mediático es, por extensión, quien no sabe leer medios o creer en ellos. Pero esa definición sería jugar damas cuando, en realidad, se trata de ajedrez. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura define la alfabetización mediática e informacional como las competencias que facultan a los ciudadanos a comprender los medios de comunicación, evaluar críticamente sus contenidos y tomar decisiones sustentadas como usuarios y productores.
Por eso es importante. Nos forma, entre otras habilidades, para que sospechemos de los periódicos digitales que juegan a defensores de oficio de Osiris y su vuelo a México; o bien para que dudemos de la intención política de los medios rojos o tricolores que han hecho de este caso una piñata, cuando, cómplices, nunca reventaron las de Mauricio Funes o Antonio Saca. Nos invita a profundizar en lo que vemos, leemos u oímos. A que hallemos en las pupilas del opinador en Frente a Frente el color a dólar que brilla cuando besuquea a candidatos a cargos públicos; a que saquemos conclusiones sobre el porqué esa página de memes incluirá en su calendario bufo 2020 a once rivales de Nuevas Ideas en situaciones bochornosas, mientras que a Nayib Bukele lo mostrará con lentes negros y un puro, al son de turn down for what; y a que confirmemos antes si de verdad despidieron a la famosa meteoróloga o es una paparrucha para hacer quedar mal al Gobierno o, incluso, una autofiltración para luego anunciar que fichó por los turquesas. Dudemos. Critiquemos. Cuestionemos lo que consumimos. Incluso, hágalo con esta columna, por qué no. Eso me obligará a ser más riguroso.
El problema es que hacerlo requiere de una trasformación profunda llamada educación mediática. Y eso, en este país, es otra mala nueva. Junto a las colegas Amparo Marroquín y Nelly Chévez ya lo escribimos en su momento: este tema tan vital, que debería estar presente en el currículo educativo desde la primaria hasta la PAES, es un fantasma en la mayoría de escuelas y colegios. Se nos enseña sobre la clorofila en Ciencias; sobre pirámides en Historia y sobre palabras simples y compuestas en Lenguaje –que está bien–; pero rara vez nos explican cómo funciona un medio de comunicación y cómo no ser sorprendido en redes sociales e internet, donde la mayoría de jóvenes pasa hasta seis horas diarias.
Lejos de esa necesidad, el Estado ha solido darse por satisfecho metiendo computadoras a aulas, algunas de ellas sin internet y sin electricidad, como si de una broma de cámara oculta en YouTube se tratara. Además, pocas oenegés le apuestan al tema, la mayoría con una visión instrumentista (saber usar una cámara, más que saber digerir los contenidos y sus contextos). Y muy pocos medios, como este, han tratado de educar a sus audiencias con algunos talleres de periodismo para no periodistas.
El fruto de esa suma de desidias –con un coscorrón principal a las políticas educativas de los gobiernos en turno– es el que estamos recogiendo hoy: opinadores pagados que siguen sonriendo frente a cámara, fotos viejas que nos hacen tropezar con la misma piedra en Los Chorros, pleitesía a tuits que no cuestionamos, memes con intenciones políticas pro derecha o izquierda que nos tragamos, y fake news que nos dejan la ropa oliendo a humo en este bar de artimañas. Características todas de una sociedad que a medios de comunicación y poderes políticos –tantas veces entrecruzados– les convienen. Ciudadanos zombis, acríticos, pasivos, domados y dormidos. En palabras simples: analfabetas mediáticos. Y en una palabra compuesta, si prestaron atención a lenguaje: vale-mediático-verguistas.
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